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Llegaron a la cima. Allí arriba, en el vértice de todo, había sido construida una sala que, de forma espectacular y sorprendente, abría sus arcos sobre una terraza con columnas, una exedra, donde se reflejaba el impetuoso esplendor del mar. Sobre el mármol claro, la luz resultaba casi insoportable.

El tribuno atravesó la sala, condujo a Cayo hasta el umbral de la exedra y se detuvo. Entonces Cayo vio de cerca por primera vez al hombre con el que su madre había evitado que se encontrara, al hombre que tiempo atrás habían llamado el Exiliado de Rodas, al envenenador imperial. Estaba de pie, bajo el sol del mediodía; tres o cuatros cortesanos estaban junto a él. Su estatura superaba la de los demás, le imprimía una marca de soledad. Por aquel entonces debía de contar setenta y tres años. Tenía un tórax excepcionalmente ancho y sin duda, como decían, había sido muy fuerte en su juventud. Mantenía los labios firmemente apretados y su expresión era torva, tal como aparecía en miles de estatuas y monedas. Pero tenía manchas rojizas en la piel, marcas de alguna infección cutánea recurrente. Y ese repugnante detalle lo hacía humanamente vivo. Detrás de él, las columnas, el mar, las islas, la ('asta lejana y el cielo formaban un paisaje de deslumbradora belleza.

El también observaba al joven Cayo acercarse. La rigidez de su postura recordaba sus años de vida militar, tremendas campañas en Iberia, Armenia, Galia, Panonia, Germania, en todas las fronteras más sangrientas del imperio, combatiendo como un gran soldado, aunque había alternado las victorias con sangrientas derrotas. Tenía las manos anchas, con dedos grandes, tan fuertes, según decían, que podían matar de un apretón. Estaba callado.

Los historiadores dijeron que, en él, desde siempre y muy especialmente después de ser elegido emperador, sentimientos, ambiciones y deseos quedaban ocultos por una insuperable barrera de disimulo. Pero, detrás de aquella recelosa defensa, actuaba una inteligencia poderosa, clara y fría, que penetraba las insidias. Y cuando rencores y venganzas personales callaban, decidía lentamente, tras largas reflexiones solitarias. Su relación con la responsabilidad del imperio era de una dedicación constante, lo que para la administración de las provincias suponía un gobierno duro, atento a los detalles, maniáticamente parsimonioso pero sustancialmente justo y positivo, puesto que no actuaba movido por brillantes intuiciones sino por una aplicación tenaz. Y la previdencia de Augusto le había reconocido estas cualidades. Pero el único objeto vital de sus sentimientos era el poder, y su conquista había sido una durísima batalla de eliminación. Una despreciativa desconfianza en el prójimo era constante y espontánea en él; el recuerdo de las ofensas era indeleble; el odio hacia los enemigos, indestructible; la capacidad para matar, natural y sin remordimientos. Era absolutamente despiadado; aterrorizar a sus enemigos le causaba una satisfacción que rozaba la lujuria, y ningún medio, por atroz que fuese, le parecía excesivo. El hecho de sembrar de este modo odio a su alrededor hacía que le pareciese necesario eliminar cualquier posible riesgo para él. Así había acabado metiéndose psíquicamente en una imparable espiral de matanzas; humanamente solo, también se había aislado físicamente en la isla de Capri. Y estar junto a él era muy peligroso.

Miró al joven Cayo, y a este, que habría querido saludarlo, el odio le secó la voz en la garganta. Por primera vez en su vida, Cayo se inclinó, cogió el borde del manto imperial y, en silencio, con un gesto lento y devoto, lo besó. Percibió, en el viento fresco de la isla, un olor rancio de lana conservada desde hacía mucho tiempo, como en la casa de Livia. Desde lo alto, el emperador, con un ligerísimo sobresalto causado por la sorpresa, miró también en silencio los bonitos cabellos castaños, ondulados en la nuca, del último hijo de Germánico.

Cayo levantó la cabeza. El emperador no dijo nada, lo despidió con un ademán. Y era el mismo ademán con el que lo había despedido la Noverca el primer día. El tribuno lo acompañó a la salida.

La peña de Tiberio

Mientras bajaba en silencio, Cayo no sabía que durante mucho tiempo no le permitirían volver a subir aquellos tres últimos pisos. En una corte restringida, exclusiva, controlada como una cárcel -donde la única alegría eran los vicios secretos de los que se murmuraba en los pasillos-, la preocupación por sobrevivir le hizo aislarse y reducir sus gestos y palabras a lo indispensable. No conocía a nadie; se dijo que no podía preguntar ni contar nada.

Toda la isla era propiedad imperial, como Pandataria y Pontia; ningún extranjero podía desembarcar allí. El mar azotando las rocas impracticables constituía una muralla líquida. Doce edificios rodeaban Villa Jovis, una reducida y absurda capital. Pero Cayo se movía por los soportales de la villa, sin sobrepasar los límites de aquel atrio. Tenía a su servicio dos o tres esclavos aterrorizados a causa de su ambigua condición de invitado prisionero, la trágica herencia de su nombre y el recuerdo del hermano muerto. Él se daba cuenta de que se preguntaban si volverían a verlo vivo al día siguiente. Le preguntaban qué le apetecía, y vieron que escogía principalmente pescado de aquel mar, y fruta y dulces con miel. «Lo que comen los niños», comentaron, conmovidos, en las cocinas. Sin embargo, muchas veces vomitaba después de dar unos bocados.

Después salía de sus aposentos -Tiberio le había concedido un alojamiento no humillante y sórdido como el que le había asignado la Noverca, y él había sentido alivio y casi gratitud- y paseaba mirando, con ojos que no lograban ver, la cambiante belleza de los jardines, de las rocas cortadas a pico, de las ensenadas, desplazándose con ese paso distraído que ya habían observado en él cuando estaba en casa de Livia. Sentía encima los ojos infatigables de los vigilantes, pero, día tras día, empezaba a crear en su mente un archivo de rostros y de comportamientos, a notar si podía sentirse relativamente tranquilo, cuándo y con quién, a conocer los horarios, las costumbres, los controles. No volvió a ver a Tiberio.

Y en un momento en el que, creyendo estar solo, miraba el mar hacia Occidente tratando de descubrir la sombra de Pandataria, la isla donde estaba confinada su madre, se le acercó un liberto imperial. Germánico había dicho un día: «No te fíes de ellos. Eran esclavos que suplicaban a los dioses que los liberara haciéndolos morir. Y ahora que han conseguido el poder, solo viven para satisfacer el odio». El liberto lo invitó con inesperada cordialidad a dar un paseo por un sitio extraordinario y Cayo aceptó con una sonrisa sumisa.

No tardaron en llegar a un saliente de roca sobre el mar. Abajo, en el agua azul, sobresalía la punta de algunos escollos. El liberto lo invitó a mirar y él se asomó.

– Caer desde aquí -dijo el liberto- significa morir.

Cayo se volvió y captó una breve sonrisa, pero no era de alegría, sino de sadismo.

– Los procesos no se celebran solo en Roma -dijo el liberto-. En casos especiales, el emperador exige conocer a los imputados y juzgarlos él mismo, por la seguridad del imperio.

Se quedó callado mirando al muchacho.

Cayo no sabía nada sobre las prisiones secretas y las ejecuciones de Capri; volvió a sentir aquel angustioso nudo en el estómago.

– Comprendo. Roma está lejos -contestó.

Su juventud lo ayudaba, y también la fama de ingenuo que se había ganado en casa de Livia, porque el insidioso liberto se quedó desconcertado. No obstante, dijo con renovada violencia:

– Si alguien sigue vivo después de caer, vienen los marineros de guardia, lo enganchan con los garfios que se usan para saltar al abordaje y lo matan a golpes de remo.

El joven abrió los ojos, pero inmediatamente, como si no hubiese entendido, se inclinó para contemplar el sitio que se haría famoso en las leyendas locales como «la peña de Tiberio» y dijo sonriendo:

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