Литмир - Электронная Библиотека

– Si miras hacia abajo, da vértigo.

El liberto, que lo miraba a él, contestó, molesto:

– Volvamos, se está levantando viento.

Así pues, los espías que lo seguían refirieron a Tiberio que no había dicho ni preguntado nada sobre su madre y su hermano Druso. No los había nombrado nunca. Quizá, como había escrito Livia, tenía una mente tan reducida que ni siquiera alcanzaba a imaginar su suerte, ni le importaba.

Entretanto, Cayo descubría que en la villa, al igual que en el Palatino, existía una silenciosa biblioteca. Le permitieron acceder a ella enseguida; él lo agradeció, pensando que su fama de apasionado e inocuo lector había sido bien descrita por el espía. Años después, bromeando, diría que había pasado la mitad de su adolescencia materialmente sentado entre libros.

La biblioteca no se hallaba sometida a controles, parecía abandonada. El bibliotecario era un sirio despistado y melancólico, que se presentaba cada dos o tres días para indicar a los esclavos, pasando un dedo por la superficie de las mesas, que era necesario quitar el polvo. Nadie más aparecía por allí. Cayo recorrió los estantes y descubrió, desilusionado, que contenían algunas obras de música y ciencias, además de infinidad de oscuros escritos mágicos y astrológicos, casi todos en griego. Pero después alguien le dijo que el emperador acogía con amor a todos los grandes clásicos griegos, en especial a Tucídides, que le gustaba por la dureza de su temperamento y la severidad de sus juicios, en su biblioteca personal, una pequeña y preciosa estancia repleta de refinadísimos y raros papiros, contigua a su habitación, arriba.

Cayo se preguntó quién, y con qué finalidad, había reunido aquella montaña de escritos que no interesaban a nadie. Luego descubrió un volumen muy viejo, metido en un arcaico estuche de corteza pulida. Lo sacó de la funda y en el sittybos, en la portada, leyó en latín: Libri Pontificum. Aquel seco y crujiente pergamino -del que todos hablaban sin haberlo visto nunca- contenía las bendiciones, las evocaciones, los conjuros, las antiquísimas y secretas fórmulas mágicas que desde hacía siglos sacerdotes y caudillos recitaban para impetrar la victoria, sacrificando a las víctimas antes de las batallas.

«Divi divaeque, quí maria terrasque colitis, vos precor quaesoque…» «Dioses y diosas que habitáis en los mares y en las tierras, os suplico y os pido…» ¿Eran estas las lecturas preferidas del frío Tiberio? Invocaban la victoria, la dispersión y la muerte sin piedad de los enemigos. Las victorias habían sido numerosas en aquellos siglos, y los enemigos habían acabado dispersos o muertos. ¿Había rogado así Tiberio al mandar matar a Germánico? ¿Poseían de verdad aquellas antiquísimas palabras un poder irresistible? ¿Existía en alguna parte Alguien, Algo que fuese posible invocar? Enrolló el pergamino, compadeciéndose de sí mismo y de aquellos pensamientos.

Luego encontró, arrinconado en una pequeña arquimesa, el famoso libro de Veleio Patérculo que (pese a su gran y servil amistad con Augusto) Tiberio había secuestrado y destruido en Roma porque, años atrás, Patérculo había narrado aquella primera revuelta feroz en Germania que Tiberio no había conseguido sofocar. ¿Había sido quizá esa antigua derrota la causa del odio envidioso que despertaban en Tiberio las victorias del joven Germánico? Pero después temió que aquel libro abandonado fuese una trampa para él y, aunque ardía en deseos de leerlo, lo dejó en la arquimesa mal cerrada para dedicarse a la astrología caldea en una chapucera traducción griega. Cuando volvió a la biblioteca, vio con alivio que nadie había registrado la arquimesa.

Durante todo el soleado otoño que siguió a la muerte de Elio Sejano, Cayo pasó las horas leyendo bajo aquel pórtico. Los cortesanos fueron testigos de sus reiterados silencios, de su capacidad para estar solo, de su amor por los libros antiguos y complicados. Vieron con divertida admiración que se había sumergido en los tratados de música escritos por Aristoxeno de Tarento y todavía más en las obras de aquel astrónomo de Samos que tres siglos antes había sido objeto de la irrisión general por haber escrito, con infinidad de cálculos, que la Tierra era redonda y tardaba un año en dar una vuelta alrededor del Sol.

Su extravagante fama literaria, nacida en casa de la Noverca, aquí encontraba visibles confirmaciones y tranquilizaba a todos. Al igual que en el Palatino, empezaron a dejarle momentos de paz cada vez más largos, a no ocuparse de él. Quizá Tiberio ya no lo consideraba digno de morir. Fue un arrebato de felicidad absoluta, pero lo vivió sin gestos y sin palabras, todo encerrado dentro de su cerebro. Porque, recordando a aquellos tres senadores que, escondidos en el desván, habían escuchado las palabras que el vino había incitado a decir al pobre Tacio Sabino, controlaba sus gestos hasta cuando estaba solo, encerrado en sus aposentos.

Empezaron a invitarlo a la mesa de los altos funcionarios; le preguntaban por sus lecturas, y él las explicaba con una confusa minuciosidad que los dejaba atónitos. Las extrañas historias astrológicas les divertían. Lo escuchaban en grupo, y luego él se marchaba tranquilamente y se sentaba bajo el pórtico.

Un día encontró, sorprendentemente dejado sobre una mesa de la ordenadísima biblioteca, un pequeño y elegante codex deliciosamente encuadernado y con cierres de plata dorada. La inscripción del sittybos estaba medio borrada, quizá deliberadamente. Solo se distinguían dos palabras: Publio Ovidio. Levantó la sobrecubierta y se quedó sin respiración. Era una elegía, llevaba por título Pontica, y ese ejemplar había sido dedicado a su padre, Germánico. ¿Qué se ocultaba tras el incomprensible exilio de Ovidio, el delicado poeta, sus inútiles súplicas a Augusto, su desesperada y solitaria muerte en las melancólicas orillas del Ponto? ¿Por qué estaba ese ejemplar del libro en la biblioteca imperial? ¿Qué había sucedido, que ninguno de ellos sabría nunca?

Empezó a hojearlo con nerviosismo y sintió una sombra a su espalda: de ese modo -había escrito un poeta citado por Zaleucos- te roza el destino que pasa de largo deprisa. Pero se trataba de un joven egipcio que la guerra había reducido a la esclavitud y al que, debido a su exquisito aspecto y a la elegancia de sus maneras, se había considerado digno de servir en la corte imperial. Cayo se había fijado en él, porque sus ojos buscaban inconscientemente momentos de descanso. Debía de tener también menos de veinte años. Pero era un esclavo, alguien que no podía decidir nada de su vida. Obedeciendo a un impulso, Cayo le preguntó en griego de dónde era. Y el muchacho respondió en griego, con fluidez, que era de Alejandría y se llamaba Helikon. Tenía los ojos grandes y profundos, con iris de color ónice en una córnea blanquísima, como las pinturas de los templos antiguos. Solo llevaba una túnica corta y ligera y un par de sandalias doradas.

– Yo he visitado Alejandría, y Sais, y Iunit Tentor -dijo Cayo, antes de añadir en un tono confidencial-: Con mi padre.

– Todo Egipto lo recuerda -contestó el esclavo enseguida.

Aquella frase emocionó a Cayo; después pensó que quizá el joven egipcio se la había preparado. No obstante, dijo que le gustaba mucho el desierto.

El esclavo repuso que el desierto era hermoso pero terrible. -Si la vida te obliga a atravesarlo, debes saber dónde encontrar la sombra de una palmera.

Cayo dejó el codex y, al hacerlo, una hoja cayó al suelo. El joven esclavo se agachó rápidamente para recogerla. En la ligera túnica blanca se perfiló su cuerpo grácil. Puso la hoja sobre la mesa con delicadeza.

– Lo había dejado aquí mientras limpiaba. -Tenía las manos finas, de dedos largos y morenos-. Iunit Tentor es un templo grande -dijo, todavía agachado-. Mi padre contaba que un adepto había caído enfermo y, buscando la curación, había pasado la noche allí rezando. Y de pronto vio…, y no era un sueño, porque tenía los ojos bien abiertos…, vio una figura bastante más alta que un hombre, una indescriptible figura divina que se inclinó para examinarlo, con un libro en la mano. Al cabo de un instante, se desvaneció. Y él se estremeció, completamente bañado en sudor pero ya sin fiebre. Y el dolor había desaparecido.

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