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Cayo lo escuchó y, sin querer, sonrió con incredulidad. El joven se levantó, confuso.

– Oí otros relatos como ese en Sais -dijo amigablemente Cayo.

El esclavo dijo que quizá aún existían en las salas subterráneas de Sais los papiros sagrados con los textos para indagar la suerte.

– El tuyo también. Pero yo no sé lo que hay que hacer. Solo recuerdo que debes disponer veintinueve hojas jóvenes de palmera sobre el altar de las ofrendas, la mensa isíaca.

Cayo pensó que, para un esclavo, hablar con el hijo de Germánico era como agarrarse a una tabla para un náufrago.

El joven seguía contando con inocencia:

– Un hombre al que lo atenazaba la angustia por el futuro, pidió a los sacerdotes que lo dejaran bajar a los sótanos, y ellos se compadecieron y accedieron. Y allí abajo el hombre se sumió en un sueño mágico: vio la nave sagrada de la diosa atravesar la bóveda del cielo… y la voz le dijo que liberara su corazón de la angustia, porque grande es el poder de Isis, la Señora de los infinitos nombres, contra los enemigos.

Cayo sintió el impulso de preguntarle si su padre, que le había transmitido esos relatos, vivía y dónde estaba. Pero luego pensó: «Mi padre buscó la suerte en Samotracia y en Mileto, y no le sirvió de nada saber que su vida era breve». Lo asaltó de nuevo una inquieta desconfianza y fingió que se sumergía en la lectura.

El esclavo salió sin hacer ruido.

La simulación

Pero volvió a aparecer. Se acercaba al pórtico caminando ligero y sonriendo desde lejos. Le llevaba en una copa una fruta bañada en vino, o una bebida aromatizada con hierbas de países lejanos. Lo acompañaba a las termas reservadas a los funcionarios imperiales a las horas en que, según los rigurosos mecanismos de los cargos, no iba nadie. Sin embargo, no había transcurrido un mes desde que Cayo había comenzado espontáneamente a sonreír con su único e inocente compañero cuando, mientras estaba sentado bajo el pórtico leyendo, dos funcionarios que pasaban por allí le anunciaron brutalmente, sin siquiera aminorar el paso al decirlo:

– Tu hermano Druso ha muerto en la cárcel.

No esperaron que contestase. Y él, con el cerebro sin una gota de sangre, como alguien que está a punto de desmayarse, miró petrificado sus espaldas mientras se alejaban a paso tranquilo. Después se percató de que no estaba solo: detrás de la puerta de la biblioteca, alguien estaba observándolo a escondidas. Como en la casa de Livia, la cruel escena había sido preparada para descubrir sus sentimientos secretos. En un instante, su cerebro recobró la lucidez y el dominio. Dejó el libro y se quedó mirando el mar, como si reflexionara en la noticia que acaba de oír; a continuación meneó la cabeza, como si la interrupción le hubiese fastidiado, y cogió de nuevo con calma el escrito. Recorrió las líneas con un dedo, como si buscara dónde se había quedado, lo detuvo en un punto y fingió que reanudaba la lectura.

El informador de Tiberio tuvo que decir, perplejo, que el joven había reaccionado ante la muerte de su hermano con bastante más tranquilidad que si se le hubiera muerto un perro.

– O es tan tonto que no acaba de comprender, o no le importa realmente lo más mínimo.

Él continuó allí, solo e inmóvil, hojeando al azar páginas de las que no veía nada. Se metió en la cabeza la idea, como si clavara un clavo, de que su larga simulación era inútil. Los años de vida ganados habían dependido exclusivamente de la prudencia criminal y de las crueles tácticas de Tiberio. Empezó a imaginar su futuro en términos de días y de horas. Se sorprendió pensando que quizá esa noche en el mar de Capri era la última. Una serie de siniestros adioses haciendo callar los impulsos de su joven corazón. Se levantó y volvió a sus aposentos pasando entre los cortesanos. Todos dejaban de hablar cuando él llegaba. Se encerró en su habitación, se sepultó en la oscuridad.

Al día siguiente regresó a la luz del día y le pareció que nada de lo que veía era igual al mundo que había dejado la noche anterior. Vislumbró a Tiberio a lo lejos, dirigiéndose hacia la gran sala de audiencias sin mirar a su alrededor, seguido por los suyos. Reconoció a Coceyo Nerva, el célebre jurista que nunca, según decían, había estampado su firma bajo una ley o una sentencia injusta. Pensó que, a pesar de los cortesanos, si se abalanzaba sobre Tiberio por la espalda empuñando el puñal como le había enseñado el tribuno Silio, tendría tiempo de matarlo. «Es una cobardía dejarlo vivir.» Se concentró en ese plan tan intensamente que sus músculos se contraían, como si ya estuviera agarrando el voluminoso cuerpo y clavando la hoja hasta la empuñadura en la base del cuello, allí donde late la vida.

Y mientras estaba sumido en esos pensamientos, se acercó el joven Helikon y susurró:

– La ejecución de Druso ha causado una conmoción en Roma. El pueblo se agolpaba ante la Curia, tiraba piedras…

Tiberio se había alarmado y, para justificar la ejecución, había escrito una tremenda carta acusatoria contra el joven muerto y había hecho que los senadores la leyeran.

– Pero Sertorio Macro ha tenido que sacar a los pretorianos a la calle. Han matado a mucha gente -dijo Helikon temblando-. Han dejado los cadáveres expuestos, los han arrastrado con ganchos por las calles y finalmente los han arrojado al río. La gente miraba desde lejos aterrada.

– ¿Cómo te has enterado? -preguntó Cayo en un susurro.

Al cabo de un instante despertó en su interior la desconfianza, contuvo la ansiedad, no preguntó nada más.

Pero Helikon respondió con apasionada confianza:

– Calixto.

Cayo lo miró sin comprender; ese nombre no le decía nada.

– Es de origen griego, pero nació en Alejandría -dijo Helikon.

En efecto, había llegado como regalo a Villa Jovis -como un valiente perro de caza o un caballo digno de competir en el hipódromo- un esclavo de unos treinta años, alejandrino pero de estirpe griega, que se llamaba Calixto. Hablaba griego y latín, además de egipcio demótico, arameo y parto. Sus maneras eran refinadas y estaba acostumbrado al trato con los poderosos. Reconocía de forma exquisita los objetos de arte, las pinturas y la música. Cómo se había visto reducido a la esclavitud con un pasado personal y familiar tan brillante, a causa de qué vicisitudes de guerra o de sublevación, ni siquiera los controladores policiales de Sejano habían conseguido averiguarlo. Calixto había descrito países devastados e incendios en el alto valle del Nilo, cerca de la isla de File, gente que había huido más allá de la primera catarata, hacia Meroe, matanzas a las que al parecer no sobrevivieron testigos. De todos los nombres citados por él, no se había encontrado constancia.

Sin embargo, los dirigentes de la familia Caesaris habían continuado hablando de él, en el límite del entusiasmo, como de un joven digno de las mejores ocupaciones, incluso en la secretaría imperial. Tiberio, que no admitía a nadie a su servicio directo sin evaluarlo él mismo, lo había llamado, hecho interrogar por el intendente, había escuchado las respuestas y no había dicho una palabra. Jamás, en toda su vida, había dedicado tanto tiempo a un esclavo. Su instinto le había sugerido que era un regalo envenenado. Se había acordado de un poeta antiguo: «Pequeñísima y brillante es la víbora que se desliza fuera del huevo».

Había dudado entre enviarlo a una propiedad suburbana o cederlo a un patricio, pero el instinto le había sugerido de nuevo que no era un cerebro que conviniera dejar sin vigilancia. Había sentido el impulso de hacerlo matar directamente. Percibía la mente de ese joven, que ante él, el emperador, seguía manteniéndose viva y fría, sin muestras de desaliento. Dada su condición, era casi admirable. Había decidido permitirle vivir, relegado a tareas inferiores y humillantes que permitirían descubrir su verdadera identidad.

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