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El cultísimo esclavo se hallaba perdido en los recovecos de Villa Jovis. Pero -puesto que, como decía Zaleucos, los dioses juegan con el destino de los hombres- su nombre reapareció aquel angustioso día mientras Cayo intentaba obligarse, haciendo un esfuerzo tan grande que le parecía gritar, a no buscar noticias, marcharse de allí, encerrarse en su habitación.

– Calixto dice -susurró Helikon- que Sertorio Macro llegó anoche para informar. Me ha pedido que te lo haga saber todo, y te ruega que te acuerdes de él el día que puedas.

Druso había estado encerrado en aquella prisión más de dos años y nunca había estado solo: espiado, asediado continuamente por carceleros que debían obtener información sobre sus amistades, sus planes y, sobre todo, aquel diario. El diario finalmente lo habían encontrado, o le habían obligado a decir dónde estaba escondido, y había acabado en manos de Tiberio.

– Está aquí, en alguna habitación de la villa.

El diario no aparecería nunca.

En ese momento bajó con lentitud por la escalinata, desde los pisos superiores, el poderoso prefecto de las cohortes pretorianas,

Sertorio Macro, el hombre que en medio día había destruido a Sejano y pocas horas antes atajado la revuelta de los romanos. Era alto, fuerte y vulgar; llevaba el pelo corto, al estilo militar. A medida que él bajaba, los augustianos de guardia se ponían firmes conscientemente, con las mandíbulas apretadas entre los cubremejillas del casco y la mirada fija en el horizonte.

Él andaba sin mirar, pisando firmemente los anchos peldaños de mármol con los pesados zapatos, pero debía de haberle visto desde lejos, porque se acercó a Cayo César aminorando deliberadamente el paso y, mirándolo, le dirigió un largo, inesperado e intencionado saludo. No pasaba nadie por allí; nadie lo vio.

Unos días más tarde, en los pasillos, las estancias y las infinitas escaleras de Villa Jovis corrió la voz entre funcionarios y esclavos de que Tiberio, alarmado al ver que su amigo Coceyo Nerva, el célebre jurista, no hacía acto de presencia, había mandado en su busca. Habían llamado a su puerta preocupados, porque unas noches antes Nerva había dicho al emperador: «Estoy cansado de vivir». La gélida y tremenda frase había sido pronunciada -y no se sabía qué había podido inspirarla-, un tibio y perfumado ocaso en la soberbia exedra de Villa Jovis, por un hombre que gozaba de una excelente salud y del más alto favor imperial.

Habían derribado la puerta y encontrado al docto e incorruptible jurista tendido boca arriba en la cama. Pero las muñecas colgaban inertes por los bordes, con las venas cortadas, y la sangre había formado un enorme charco sobre el mármol. Sobre la mesa había una nota brevísima: «Dejo esta vida, que se me ha vuelto insoportable».

La madre

Cayo cumplió en aquellos días veintiún años, y nadie se acordó. Él pensó que la autobiografía de Augusto empezaba, como una cita: «A los diecinueve años…». Y por la noche, en el silencio de la isla, se sentía encadenado.

Lo que siendo un niño había soportado pacientemente, ahora que era un hombre le resultaba insoportable. Su mente, su voz, hasta los músculos de su cuerpo querían liberarse sin ninguna prudencia, como un toro con la cabeza gacha embistiendo una valla. La blanda insolencia de los funcionarios y de los libertos le suscitaba pensamientos homicidas. Y cada vez era más difícil ocultar todo eso bajo una sonrisa de los labios secos, bajo los párpados entornados.

Unas semanas después, en octubre, todos los habitantes de Capri, desde el último barquero hasta Tiberio, se enteraron en un momento de que Agripina había muerto en su destierro de Pandataria. Pero nadie le dijo nada a Cayo. Él solo advirtió una alarmante agitación de voces susurradas: todos lo miraban, y en cuanto se acercaba, las conversaciones se interrumpían, los presentes se escabullían.

Finalmente pilló una frase al vuelo: «Solo tenía cuarenta y tres años»; y luego otra más cínica: «No pensaban que moriría». Inmediatamente dio media vuelta y, antes de que se lo anunciaran directamente, aterrorizado por la posibilidad de perder el control, trató de alejarse. Mientras caminaba, era como si apretara entre los dedos un hierro candente. La indignación y la furia eran tales que no veía nada. Su único pensamiento voluntario era petrificar la expresión de su semblante, dominar ese terrible impulso de matar, esconderse, esperar que llegara la noche.

Cuando murió Druso, la noche le había servido para llorar. Ahora se apretaba con las manos los músculos de los brazos hasta dejarlos lívidos; su mente construía imágenes de enemigos torturados que gritaban fuerte e inútilmente. Se refugió en la biblioteca, en un rincón donde no había luz suficiente para leer, pero no se dio cuenta. Alargó la mano al azar, cogió un volumen, volvió sobre sus pasos, consiguió llegar al pórtico, se dejó caer sobre el asiento de mármol.

No le quedaba saliva en la boca. Intentó decirse que estaba solo en la faz de la tierra y que ya no debía preocuparse por nadie. Ya no sufría nadie, cárceles e islas estaban vacías. Solo debía pensar en la venganza. Sentado allí, empezaron a temblarle las manos; con movimientos torpes, desató las ligaduras del volumen y desenrolló el primer trozo. No veía nada. No sabía cuál era su contenido.

De los pisos inferiores de la inmensa villa emergió aquel esclavo griego nacido en Alejandría que se llamaba Calixto. Iba vestido modestamente, de siervo encargado de los trabajos pesados, y de hecho estaba transportando un jarrón. Al llegar a la altura de Cayo César, se detuvo, dejó la carga como si tuviese dificultades para transportarla, la cogió de nuevo y, mientras se incorporaba, le dijo en griego, deprisa, con una voz metálica:

– Me he enterado de cómo han matado a tu madre.

Acto seguido atravesó el pórtico y desapareció por la puerta del fondo cargado con aquel inútil jarrón.

Cayo no dijo una palabra, miró a aquel esclavo marcharse y, con la sensación de que alguien más lo espiaba, bajó los ojos como si reanudara la lectura.

En el sittybos solo vio una palabra: «Calístenes». Un filósofo, o un naturalista, que había viajado a Oriente con Alejandro de Macedonia. Calístenes. Sintió náuseas. Dejó el volumen. Nunca más, en toda su vida, podría tener entre las manos una obra de ese autor. Cerró los ojos. Lo único que deseaba era un trago de agua. Siguió con los párpados cerrados. No era ni de día ni de noche, no había ni luz ni oscuridad, ni ruido ni silencio.

No lo buscaron. Más tarde llegó el joven Helikon.

– Estás temblando de frío -susurró. Lo cubrió con un ligero manto de lana.

Él abrió los ojos y le dijo:

– Tienes que buscar a Calixto.

Se quedó esperando hasta que Helikon regresó.

– Calixto dice que la caída de Sejano había dado esperanzas durante algún tiempo incluso a tu madre…, pero después, la muerte de Druso…

«Te han desgarrado el corazón, lo sé -pensó Cayo, mirando el suelo-. ¿Con qué crueldad te han dicho que tus dos hijos estaban muertos, si yo mismo, aquí, me he enterado de este modo?»

– Dicen que se ha dejado morir -susurró Helikon-. Rechazaba la comida.

«Ha escogido la muerte, lo sabía», pensó Cayo. El supremo valor romano, decir a los enemigos, al destino: «No me tendrás. Decido yo». Como aquel tímido escritor, Cremucio Cordo, al que habían encontrado muerto en su casa, silenciosamente, después de una semana.

Helikon echó una mirada hacia atrás y murmuró:

– Oyeron a Tiberio gritar: «No debe morir ahora, inmediatamente después de Druso». Intentaron alimentarla a la fuerza. -Le costaba hablar-. Y el centurión de guardia la hirió en la cara. Cayo levantó la cabeza, abrió sus ojos claros y dijo:

– Intenta averiguar su nombre.

Helikon encontró su mirada y sintió miedo.

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