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– ¡Ayúdame! -gritó, retorciéndose-. Sácame de aquí… Hablábamos todos los días y ahora no te veo…

El emperador se preguntó, sintiendo que se quedaba helado, si los interrogadores fingían no comprender. Oyó la orden clara y firme de un senador:

– ¡Otra vez!

El grito del hombre fue interminable, y cuando se quedó sin aliento, escupió:

– Mátame…

– No saben nada más -declaró el experto torturador, aunque diciéndolo no sabía a quién estaba salvando.

– A muerte -sentenciaron los jueces.

Se dirigieron al fondo de la oscura exedra donde aguardaba el emperador.

Él preguntó, sin distinguir sus caras:

– ¿Los habéis juzgado?

Sus voces respondieron que sí. Un guardia germánico levantó una antorcha. Estaban blancos; un senador llevaba la toga salpicada de sangre. El emperador pensó que en momentos como ese Tiberio debía de atrincherarse en sus aposentos de Villa Jovis y quizá no veía nada. Allá abajo los gritos no se oían. Aquel senador ordenó:

– Ejecutad inmediatamente la sentencia.

Desde el fondo, una voz gritó:

– ¡Te acordarás de nosotros cuando llegue tu hora!

– Y nada de entregar los cuerpos a los parientes -ordenó el senador-. Arrojadlos al río aquí abajo.

Pareció que el emperador no había oído; los demás fingieron con él. Pero él notaba que la violencia estallaba en su alma como un dique agrietado. Séneca lo había dicho: «El hombre no sabe qué encierra realmente en su interior hasta que no llega la ocasión».

Nadie supo decir dónde y cómo había pasado aquella noche el ambiguo Calixto. Con el tiempo se sabría que aquellos conjurados destinados a morir estaban más cerca de él de lo que se pensaba. Pero antes del amanecer los habían decapitado a todos. Sus cuerpos torturados habían acabado ignominiosamente en el río, allá abajo, donde un remolino lo engullía todo en el acto. El agua corría, alguno quedaría brevemente enganchado en un cañizar, atascado bajo un puente, pero después la caudalosa corriente lo arrastraba todo, lo llevaba lejos, hacia la desembocadura -turbia y arenosa en el Tirreno. Y pasó el peligro de que alguien hablase.

Un mílite llevó al emperador su corcel, Incitatus, nervioso en la oscuridad; y él sintió alivio al pasarle la mano por el cuello, al per cibir su emoción fiel. Inmediatamente, los germanos se apiñaron a su alrededor montados en aquellos caballos altos, de grupa ancha y cascos pesados, una muralla, que venían de las llanuras de la otra orilla del Danubio. Entre ellos, el emperador cruzó el río por el novísimo puente que se extendía sobre cuatro grandes arcos, uniendo el corazón de Roma con el grandioso Circo Vaticano, y pensó con amarga ironía que, después de la inauguración, lo recorría de nuevo precisamente una noche como aquella.

El cielo empezaba a clarear detrás de las negras siluetas de los pinos de Roma. Los hombres que lo acompañaban permanecían impasibles, rostros que venían de tierras lejanas, pero que no podían volver a los países donde habían nacido porque habían escogido combatir contra los de su sangre. Más despiadados que nadie, fieles y fuertes, habían tenido otras aspiraciones; y ahora, aunque no habían entendido una sola palabra latina, estaban orgullosos de cómo había terminado la noche.

Subieron la cuesta del monte Palatino y el emperador pensó que era terrible rodearse de soldados extranjeros en medio de la gente de uno. ¿Era eso el poder?

Atravesó las salas donde esperaban libertos y esclavos, funcionarios y augustianos, exhaustos tras pasar la noche en vela y atemorizados. No miró ni siquiera a Helikon, petrificado en una esquina del atrio. Entró en su habitación y despidió a todos; por primera vez, Milonia lo siguió sin ser llamada y se encerró dentro con él.

La cámara revestida de oro

El emperador dejó caer todas las vestiduras como si estuvieran sucias, pero era de sí mismo de lo que quería despojarse. Se echó en la cama, se volvió boca abajo, escondió los ojos de la luz. Milonia se tendió a su lado; en silencio, le acariciaba la espalda y la nuca. Él esperó que no se diera cuenta de que estaba a punto de llorar.

Entretanto, en la habitación se encendía la luz de un amanecer precioso y en la ciudad el episodio se difundía con todos sus detalles de atroces crueldades. En algunas prestigiosas residencias, las puertas eran cerradas precipitadamente debido a un luto ignominioso y sin funerales; la noticia del tremendo proceso nocturno corría de boca en boca; los demás senadores, despertados con sobresalto, se reunían en corros atemorizados junto a los amigos más cercanos. Pero la Curia estaba vacía y cerrada, desierto el inmenso, triunfal espacio de los Foros, con los pórticos todavía llenos de sombras. En las calles despejadas, entre los palacios cerrados, resonaba el paso regular de las cohortes de Quereas y Sabino que patrullaban la ciudad. Los que ya habían salido de casa se refugiaban en los portales y caminaban deprisa, como en los tiempos de Tiberio. Los Germani Corporis Custodes montaban guardia en todas las entradas del Palatino, insensibles e inmóviles, encerrados en su silencio extranjero.

El emperador notaba entrar por las ventanas el insoportable silencio de Roma. Acariciándolo, las manos de Milonia intentaban desprender de su piel las tremendas sensaciones de la noche; la tibieza de su suave cuerpo se adhería a su costado. «Las mujeres -pensó él- no saben lo importantes que son sus manos para un hombre.» Hubiera querido decírselo, casi como una súplica, pero se calló. Y sentía el recorrido de las caricias, una tras otra, la única relación físicamente humana que le quedaba.

De repente pensó que haber leído en público los documentos secretos de Tiberio había sido un error irreparable. El pensamiento le invadió el cerebro con una claridad absoluta. «Debía haberlos escondido, cogido a los culpables de uno en uno, en silencio. El arte con el que Tiberio destruyó a los populares.» Pero al cabo de un momento se dijo que no habría podido, porque los senadores habían aprobado aquellos asesinatos legales con mayorías arrolladoras. «¿A quién hubiera tenido que matar y a quién no?»

Las caricias se transformaron en molestia. Casi enseguida notó que las manos de ella se apartaban y le extendían sobre el cuerpo una manta ligera. No se movió. En cualquier caso, el error era irreparable. Todos los que aquel día oyeron su nombre no se tranquilizarían jamás. «Un error mayúsculo, fruto de la juventud. Creía que mi dolor, mi necesidad de justicia, mi estúpido perdón arrastrarían a los senadores. Pero los dolores ajenos solo producen mie do de la venganza o fastidio por tener que intervenir.» Errores que llevaban a quién sabe dónde, como las olas del mar avanzan al azar. Después de aquel torpe complot en la Galia, Galba había dicho: «Los estúpidos se eliminan solos». Sin embargo, mientras él reía, los supervivientes habían sustituido en silencio a los caídos. Era el mito de la hidra: las cabezas volvían a nacer más deprisa de lo que era posible cortarlas. El Senado era el cuerpo blando, temeroso, traidor y letárgico de un animal indefinible que todas las mañanas iba a agazaparse a la Curia y de vez en cuando, insatisfecho, atacaba a muerte.

También el sagaz Calixto había caído en ese error. «Pero, en su caso, ¿fue de verdad un error?» En realidad, desde aquel momento Calixto se había convertido en el intermediario omnipotente -el único en todo el imperio- entre los culpables, aterrorizados y suplicantes, y la ira del emperador.

«¿Cómo gestionaron el poder los hombres que estuvieron aquí antes que yo, julio César, Augusto, Marco. Antonio, Tiberio, y aquella única mujer, una leona entre todos aquellos tigres, Cleopatra?»

Augusto había conseguido mantener apaciguada a la hidra de seiscientas cabezas durante más de cuarenta años. Había construido a su alrededor una fortaleza invisible: leyes, ordenamientos, concesiones, prohibiciones, alianzas, garantías, controles. Todo eso se convertiría, durante siglos, en la más alta escuela de gobierno. Y en toda la historia nadie personificaría la trascendente y espiritual inexorabilidad del poder como sus serenos retratos, en los que desde ningún punto se consigue encontrar realmente su mirada. ¿A quién había buscado como consejeros? A esos pocos amigos personales y sin poder que Roma llamaba «el grupo de los veinte». Pero en toda su vida, al final, solo a dos: Marco Agripa y la terrible Livia.

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