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Mientras tanto, en Roma, patrullada por los pretorianos como en los tiempos de Tiberio y controlada por Domicio Corbulo, nadie sabía realmente adónde había ido el emperador. Y las noticias de la conjura fulminantemente abortada llegaron como un huracán. Que la intervención del emperador había sido aterradoramente rápida lo confirman los poquísimos días transcurridos entre su partida de Roma y los solemnes ritos celebrados por los fratres arvales en agradecimiento a los dioses, que habían protegido su vida.

– Se ha protegido solo -puntualizó el frío Calixto, por primera vez sorprendido, y preocupado, de haber permanecido ajeno a todo. No obstante, públicamente participó en el rito con ostentosa emoción.

El senador Valerio Asiático, que con sabiduría había conseguido ya controlar cientos de votos en el Senado, paseando por los soportales de la Curia comentó entre los suyos:

– Los necios son siempre responsables de su propia perdición. ¿Cómo podían pensar que los legionarios arriesgarían sus vidas para seguir a individuos como Lépido o Getúlico…? Algunas fieras -añadió con sarcástico odio- son cazadas a campo abierto, con flechas y perros. Pero hay otras -dijo meneando la cabeza- que para cazarlas debes llenar de humo la entrada de la madriguera.

Milonia también se había enterado de todo. Estaba embaraza da y los Alpes estaban cubiertos de nieve, pero ella le había dicho a su hermano que, si no lograba reunirse enseguida con el emperador, prefería morir. Y Domicio Corbulo solo pudo anunciar a este que Milonia estaba llegando a Lugdunum. Así pues, el emperador la vio aparecer en la pesada raeda, el carruaje de origen gálico, y poner pie a tierra con movimientos cautos y un poco inseguros. Y él, rodeado como estaba de tribunos y magistrados, corrió a su encuentro y la abrazó, movido por la misma ternura que había visto de pequeño entre su padre y su madre. Le dijo que no conseguía librarse de ella, como tampoco Germánico había conseguido librarse de Agripina.

– Quería que estuviéramos a tu lado -dijo ella, hablando ya en plural. Y él se quedó sin respiración.

Al día siguiente, al amanecer, contempló con una sensación nueva a Milonia, que, cansada del viaje, dormía con la cabeza hundida en las almohadas. No la acarició para no despertarla; solo le rozó con dos dedos un mechón de sus oscuros cabellos. Pero ella se despertó casi enseguida.

– Tienes que levantarte -le dijo él-, porque hoy nos casamos.

La noticia de que la cuarta esposa del emperador, la madre del heredero imperial, era hermana del glorioso tribuno militar Domicio Corbulo, de extracción plebeya, y no hija de un poderoso pero odiado senador, entusiasmó a las veinticinco legiones del imperio.

De modo que la primera hija del emperador, la que había sido concebida, como en el rito de religiones lejanas, sobre las aguas del lago sagrado, nació en la Galia, en Lugdunum, que más tarde llamaríamos Lyon. Le puso el nombre de Julia Drusila, como su hermana fallecida. Había temblado mientras la pequeña nacía, se había ido lejos a esperar, había hecho promesas como un supersticioso campesino egipcio, no había logrado apartar de su mente lo sucedido en Antium. Esta vez, sin embargo, la felicidad había llegado fácilmente, enseguida. Y él, siguiendo un impulso irracional, decidió enviar al templo del lago Nemorensis ofrendas preciosas para Isis, la Diosa Madre, y para su pequeña, la diosa niña Bastet, representada por una sinuosa gatita.

La nieve había cubierto montes y llanuras del septentrión; era imposible viajar. El emperador, Milonia y la niña pasaron un agradable invierno -tranquilos y caldeados sueños por la noche, el sol sobre la nieve por la mañana- en Lugdunum. El emperador comprendió -aunque no podía decírselo a nadie- por qué Tiberio había considerado Roma un lugar atroz para vivir, hasta el punto de no volver en doce años.

Pero, en su caso, los dioses querían que volviese. Y eso fue lo que hizo cuando, finalizado el invierno, la nieve desapareció de los Alpes. Al llegar a Roma, todos se percataron de que el número de los guardias germánicos que lo acompañaban se había duplicado.

Desde la primera noche, sobre la cabecera de oro y marfil de su cama volvió a agazaparse el dios pálido del insomnio.

– He decidido llamar a Manlio para que venga enseguida -le dijo a Milonia cuando se hizo de día-. Quiero una residencia privada por donde no circule nadie a quien no me guste ver, donde tú puedas ir a cualquier parte del jardín, donde Julia Drusila corra con libertad como todos los niños…

– Oh, sí -contestó Milonia abrazándolo.

Y él la estrechó contra sí.

– Quiero disponer de tiempo para mí, como en Lugdunum.

– Allí ha sido maravilloso -dijo ella con un hilo de voz, porque el corazón le sugirió que días como aquellos no volverían.

– Pensaba en la villa que Mecenas le regaló a Augusto. Manlio la pondrá en condiciones enseguida. Mecenas era un coleccionista, así que hay grandes espacios, y yo quiero salas con la luz adecuada, en cuyas paredes colocar las pinturas que me gustan. Y pasear contemplándolas.

El filósofo judío Filón de Alejandría, que deseaba ver al emperador, fue conducido allí y se quedó atónito al ver que revisaba personalmente los trabajos de decoración. Los artesanos estaban montando ventanas cuadriculadas que Filón no había visto nunca; no llevaban protecciones de tela o alabastro, sino finas placas de «cristal transparente», es decir, rarísimos cristales que venían de los hornos de Tiro, y el día entraba en las salas, con el cielo, el sol, los jardines. Luego el emperador se trasladó rápidamente a un pabellón contiguo, donde estaba montando una galería de pinturas. Porque, para el joven emperador que coleccionaba toda forma de arte, llegaban de todas las ciudades del imperio y de los reinos aliados espléndidos regalos encaminados a satisfacer sus gustos.

A esas alturas ya había demasiados senadores que vivían con el corazón en un puño. Temían a las legiones de Domicio Corbulo y a los pretorianos, que, con lo bien pagados que estaban, podían rodear la Curia en un momento. Aun así, algunos insistieron en que julio César había sido agredido precisamente en la antigua Curia de Pompeyo, atacado por la espalda mientras estaba de pie, rodeado de dignatarios que habían fingido pedir clemencia para un exiliado, y ninguno de los suyos había conseguido salvarlo. Sin embargo, otros senadores replicaron que Augusto había vengado implacablemente aquel asesinato, destruyendo no solo a sus autores sino incluso la memoria del lugar donde había sido perpetrado. La vieja Curia había sido cerrada y al lado, a modo de insulto, Augusto había construido las mayores letrinas públicas de Roma.

El recuerdo de la muerte de julio César había anidado también en la mente de Tiberio; por eso había querido en la nueva Curia un asiento aislado y alto. Cayo César se dio cuenta de que era necesario imitarlo, y como a los senadores les aterrorizaban sus formidables e incorruptibles germanos, los Corporis Custodes, con los que era imposible comunicarse, empezó a rodearse de ellos también durante las sesiones.

– ¿Os dais cuenta? -dijo el senador Valerio Asiático, saliendo con ostentoso disgusto de la Curia sometida a vigilancia-. En Roma ya no se sabe si los enemigos son los bárbaros o los senadores.

Mientras decía esto, estaba atravesando el grandioso Foro Romano seguido de su cohorte de partidarios y clientes, y parecía no percatarse de la actitud hostil de la multitud que cedía el paso a sus siervos despacio, casi rozándolos con una negligencia renuente, apartándose en el último momento y solo porque debía hacerlo. Pero sus atentísimos ojos percibían, en aquel peligroso silencio, que habría bastado una incitación, un grito para que -ante la tremenda indiferencia de las cohortes pretorianas y la impasible inmovilidad de los germanos- ninguno de los que, como él, llevaban en la toga la franja de la púrpura senatorial consiguiese llegar vivo al otro lado de la plaza.

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