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A continuación levantó despacio, con las dos manos, su pesada espada barbárica y, con una terrorífica contorsión de todos los músculos del cuerpo, desde los talones hasta los hombros, la abatió con fulminante potencia mientras lanzaba destellos, iluminada por el sol. La cabeza del hombre arrodillado rodó por el suelo; su cuerpo cayó hacia un lado. Y la violencia había sido tal que la sangre no empezó a manar hasta pasados unos instantes.

El verdugo, con la misma calma espeluznante, se puso al lado del siguiente condenado, que era Getúlico. El emperador vio que este había cerrado los ojos. Con él y con los otros cinco, el verdugo repitió exactamente los mismos gestos. En ningún caso fue necesario un segundo golpe. Cuando las siete cabezas estuvieron en el suelo, se volvió, miró al emperador y lo saludó levantando la hoja ensangrentada del arma. Durante todo ese tiempo, entre los miles de hombres presentes no se había oído una voz. Y el emperador se dio cuenta de que ordenar la muerte de alguien ya era simplemente -como lo había sido para Augusto y Tiberio- la fría y omnipotente sensación de un instante.

Musculi, máquinas obsidionales

Por la noche, el emperador se sentó a la mesa en el praetorium. No le pesaba el cansancio del viaje y constató que lo sucedido le producía alivio, sin turbación de ninguna clase.

A su derecha, Servio Galba, el nuevo comandante del frente del Rin, levantó con moderación la copa de vino.

– Tu padre habría actuado igual que tú -declaró escuetamente-. Pero tú quizá seas incluso mejor jinete que él. Nadie más podría haber recorrido tantas millas en tan pocos días.

– Me enseñó a montar el tribuno Cayo Silio -recordó el emperador, y el nombre los emocionó a los dos.

Los historiadores escribieron que, en los pocos años de su reinado, Cayo César había recorrido bastantes más millas que otros emperadores que dirigieron el imperio mucho tiempo. Resistía las fatigas del viaje, cabalgar, navegar en estaciones peligrosas, encontrar en los caminos el sol de Sicilia y el invierno en los bosques del Rin. Viajando así, sin estorbos y sin anunciarse, como le había enseñado Germánico, descubría la realidad de las cosas, fuera del enmascaramiento de la pompa oficial. Su llegada aterrorizaba a algunos y entusiasmaba a muchos. Se preocupaba de que las vías del imperio favorecieran los traslados rápidos. Se enfurecía con los curatores viarum -que eludían más que el resto los controles sobre el dinero gastado- si encontraba polvo y barro. Se las compuso para que a un cuestor holgazán que descuidaba las vías de Roma unos mílites le salpicaran de barro la toga. Y la anécdota había llegado a las legiones, que pisaban más barro que nadie.

Ahora, entre las legiones del Rin, los olores, las voces, los lejanos toques de las bocinas que señalaban el cambio de centinela en las vigiliae nocturnas, una orden transmitida con la tuba en el inmenso castrum, otra con el lituus, volvía un mundo familiar, y sin duda alguna podría dormir.

– Es bueno que estés aquí -dijo Galba-. Este es el lado débil del imperio. Has pacificado la frontera del Éufrates, pero esta frontera no se pacificará nunca. Si un día, dentro de cuatrocientos años, enemigos de los que hoy no imaginamos ni el nombre rompen los limina, las fronteras del imperio marcadas por Augusto, para dirigirse a Roma, no cruzarán el Éufrates o el Danubio, sino el Rin.

El emperador le contó que, en los años que pasó en Capri, había tenido tiempo de leer -y de meditar sobre él- el compendio de ciencia militar del gran Vegetius, Epitome de re militari, que entre otras cosas hacía una relación de durísimos consejos para impedir rebeliones y desfallecimientos entre los legionarios, como esos a los que Getúlico había dejado ir a la deriva.

– Excepto mi legión -replicó sin sonreír Galba, que era famoso por su mano de hierro-. Con todos los demás, empezaremos mañana por la mañana. Centuriones y decuriones aplicarán todos los reglamentos al pie de la letra. Y los castigos. Ordenaremos una serie de maniobras. Es el ejercicio más saludable: hacerlos andar por los bosques con equipo de combate, dormir al raso, cavar fosos. Cuando les digas que paren, te darán las gracias.

Anunció que tenía en mente la lista de los oficiales que a la mañana siguiente, cuando se presentaran en el praesidium, eliminaría de los mandos y despediría en el acto; les daría el tiempo justo de hacer el equipaje. Dijo que sabía a qué hombres ascender para que ocuparan sus puestos. Garantizó que las legiones, una vez enderezadas, limpiarían las orillas del Rin de las incursiones germánicas.

Mientras tanto, la ambiciosa hermana del emperador, que había partido perezosamente en un carruaje cubierto, se había percatado con terror de que no era escoltada con los honores correspondientes a su rango, sino controlada como una prisionera por dos cordones de guardias germánicos que pasaban sin detenerse por las mansiones donde habitualmente se descansaba, se preparaban guisos de carne salada, se lavaban sumariamente en los arroyos, bebían su alcohólica cervisia de cebada y lúpulo, acampaban en los bosques y la obligaban a dormir, con sus mujeres, acurrucada dentro del carruaje.

Ella intentó protestar, informarse, suplicar. Pero, tal como había previsto el emperador, los germanos no entendían ni una palabra de lo que decían ella y sus mujeres, y le traía sin cuidado. Llegó desfallecida, días después de que hubieran tenido lugar el proceso y las ejecuciones.

El emperador apenas le dirigió una mirada: estaba sucia, despeinada, casi irreconocible por el miedo.

– No hay tiempo para llorar -dijo.

Y ella, que había soñado con el imperio después del asesinato de él, se echó a temblar ante la idea de tener que morir. Sin embargo, él, con una decisión que nacía del yo profundo, hizo que le entregaran las cenizas de Lépido en una urna y, con ese equipaje, la mandó inmediatamente de vuelta bajo vigilancia, en un viaje extenuante.

– No te enviaré lejos -dijo sin mirarla-. Te bastará una isla, como a nuestra madre.

Pero no permanecería mucho tiempo lejos del imperio. Puesto que se llamaba Agripina, como su difunta madre, los historiadores la llamarían Agripina Menor. Era tremendamente ambiciosa y cínica; el destino la había hecho madre, con su violento primer marido, de un niño no deseado y no amado. Ese pequeño se convertiría en emperador y llevaría el nombre de Nerón.

Por la noche, Galba dijo al emperador:

– Mis speculatores me sugieren vigilar a los britanos; sus bandas armadas están moviéndose.

Britania era una isla indómita que, como Germania, nunca llegaría a estar totalmente bajo control romano. A las legiones («estos son hombres de tierra; no es la classis de Miseno») no les gustaba dejar las provincias seguras de la civilitas para trasladarse a esa isla desconocida en medio del Gran Mar Septentrional, azotado por vientos gélidos y lleno de monstruos en sus aguas profundas.

– Pero aun así tendremos que llevarlas -declaró Galba con frialdad de técnico.

– No quisiera perder a estos hombres en medio de ese mar. Ya sucedió una vez con mi padre y fue trágico.

No dijo que la idea de que su nombre quedara vinculado a una guerra le producía un rechazo angustioso; conseguir no declarar guerras era la última isla no sumergida de sus innumerables sueños.

– Quizá sea suficiente con mostrar nuestra fuerza a los britanos -dijo-. Se han olvidado de nosotros porque hace demasiado tiempo que no nos ven.

A orillas del océano Británico, en el punto más estrecho de lo que hoy llaman el Canal, el emperador reunió a tres legiones, como si preparase una invasión, con las máquinas de guerra y de asedio llamadas, ya desde los tiempos de julio César, musculi. En la isla se corrió el rumor de que estaban preparando un desembarco: las legiones ya habían acampado en la playa. Despertaron temores que llevaron días más tranquilos. No estalló ninguna guerra. El sueño -o la utopía- del emperador no se rompió. Pero era una pausa breve; años después, cuando Roma hizo nuevos planes de expansión imperial, la guerra volvería.

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