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Cerró los ojos y respiró hondo. Su mente recuperó lentamente la lucidez después de aquel suspiro demasiado largo. El nido de la absurda conjura estaba dentro de la familia. El viudo Lépido, para legitimarse, planeaba casarse con la infame hermana de la difunta, la que se llamaba Agripina y se había lamentado por la herencia. Puesto que, pese a todo, esta tenía unas gotas de la sangre de Augusto, el vanidoso Lépido pensaba que encontraría cómplices.

«La escuela de Sertorio Macro: cualquier patricio con un antepasado notable piensa que el imperio es una presa que se puede cazar», se dijo el emperador con un sarcasmo lleno de rabia. Pero sentía arcadas. Luego, sus pensamientos se ordenaron: en Roma, controlada por los pretorianos y los guardias germánicos, no podía moverse nadie; el único riesgo real, la tormenta de una guerra civil solo podía nacer allá arriba, entre aquellos hombres armados que estaban en la frontera.

Aquella mañana no quiso ver a nadie. A través de la puerta cerrada ordenó que le dejaran una comida frugal en la sala contigua. Pero no pudo ni tocarla y volvió a su mesa. Imaginaba con lúcido horror lo que significaría, para todo el imperio, conocer el escándalo de semejante traición familiar. Pensó, en una asociación de ideas totalmente involuntaria, que Augusto debía de haber vivido en soledad momentos similares. Después se dijo: «La empresa no ha sido concebida por esos tres pobres cerebros». Era cosa de inspiradores ocultos, que habían escogido inteligentemente a los ejecutores: acabara como acabase, el golpe a su imagen era brutal. «Hasta su hermana y su cuñado quieren matarlo», habrían dicho sus enemigos.

Caminaba arriba y abajo, de la mesa a la puerta. Recordó las caras y las historias de los tribunos que estaban al mando de aquellas ocho legiones alejadas de Roma. De pronto vio el rostro de Servio Galba como si hubiera entrado en la habitación y fue el primer instante de alivio total en aquellas horas angustiosas. Inmediatamente tomó una decisión. Reunir a los traidores, aplastarlos antes de que se movieran, poner esas legiones en manos de Galba.

Entretanto, Calixto, preocupado, pedía ser recibido. Al emperador, el instinto le dijo que se negara. Pensó, en cambio, con una sensación de sólida confianza, en el tribuno militar Domicio Corbulo -el hermano de Milonia- y lo convocó secretamente en el Palatino en plena noche. Con él, unas palabras fueron suficientes.

– Roma te la controlo yo -prometió.

El emperador le dio un mensaje para la intranquila Milonia, y mientras lo hacía comprendió que la quería de verdad. En cuanto empezó a clarear, antes de que Roma despertase, salió de la habitación, convocó al comandante de los augustianos y anunció que partía inmediatamente hacia las sagradas fuentes del Clitumnus, en Umbría. Le gustaba viajar, lo hacía con frecuencia y de forma improvisada; la villa de Umbría junto a aquel antiguo santuario en el bellísimo manantial rodeado de sauces- era todos los años destino de unas breves vacaciones, de modo que su marcha no alarmó a nadie.

Ordenó a Lépido que partiera con él; hizo decir a su hermana que los siguiera cómodamente con el grueso de la escolta. Ellos, desconcertados pero sin sospechar nada, obedecieron. E inmediatamente salió de Roma con la escolta ligera de sus pomposos augustianos. Pero nadie se percató de que horas antes, en el corazón de la noche, también se había puesto en camino un buen número de sus hercúleos jinetes germanos.

Llevando consigo a Lépido -al principio sorprendido de ver aparecer a su alrededor a aquellos temibles germanos, luego cada vez más exhausto y aterrorizado a medida que se daba cuenta de que no lo llevaban a la dulce Umbría, sino a quién sabe qué lugar del norte, más allá de las imponentes y gélidas montañas, los Alpes infames frigoribus, de que en la práctica era un prisionero, pues se le impedía comunicarse con nadie-, el joven emperador inició una marcha a caballo que solo los guardias germánicos fueron capaces de seguir, mientras que muchos augustianos se quedaban atrás.

Conforme avanzaba, ordenaba en cada torre de señalización que no transmitieran mensajes, con el pretexto de realizar una inspección secreta, y dejaba a un guardia. Se presentó en Maguncia de modo totalmente inesperado. Era mediodía. Getúlico estaba conversando perezosamente con sus tribunos cuando un estruendoso grupo de germanos irrumpió al galope por la puerta meridional del castrum, arrollando a su paso a los indolentes y distraídos centinelas. En unos instantes, apartando a cuantos se interponían en su camino, invadieron la explanada situada ante el praetorium y, casi antes de que el estupefacto Getúlico tuviera tiempo de volverse, la masa de los bárbaros jinetes se abrió en abanico y en medio, entre las enseñas enarboladas por los abanderados, apareció el emperador.

Getúlico se quedó aturdido mirando, como si fuera la aparición de un dios. Sin embargo, lo que vio un instante después lo paralizó de terror. Uno de los jinetes germanos entró en el patio con violencia; con la mano izquierda tiraba por las riendas de otra montura, sobre cuya silla se mantenía a duras penas un hombre vestido con ropas romanas. El germano, dando un fuerte tirón con la derecha, frenó a su caballo, que se encabritó; el caballo que lo se guía se detuvo bruscamente y el romano que lo montaba cayó al suelo e intentó levantarse jadeando. Getúlico vio que tenía las manos atadas y que, enfangado, aterrorizado, con la ropa desordenada, era Lucio Vitelio, su cómplice. El emperador, sin perder tiempo desmontando del caballo, ordenó a los guardias germánicos que arrestaran a Getúlico y a los cinco tribunos citados en la carta.

Los germanos obedecieron en el acto sin rechistar. Con una sensación de triunfo, él vio que ninguno de los oficiales y legionarios manifestaba la menor reacción ante aquella trágica orden; permanecieron inmóviles, perfectamente formados. Tribunos y centuriones lo miraban a los ojos, esperando más órdenes. Y él, inmediatamente, puso las ocho legiones bajo el mando de aquel quincuagenario tribuno militar de toscas y sencillas costumbres que se llamaba Servio Galba y que la noche pasada había acudido a su mente.

El sol, el viento y las dificultades habían trazado profundas arrugas en el rostro de Galba, tal como lo vemos en sus bustos. Bajo los cabellos espartanamente cortos, la forma del cráneo era redonda, arcaica, un signo de tenacidad inconmovible. Y el emperador vio que bastaba la voz de Galba, su primera orden, para que la guarnición se pusiera firme sin vacilar.

Mientras tanto, el incauto y necio Lépido apenas había tenido posibilidad de sorprenderse. Tras un fulminante juicio militar, el tiempo de poner ante sus ojos aquellas dos cartas desastrosas («jamás -dijo Galba, que presidía- se habían visto documentos tan criminales y al mismo tiempo estúpidos»), Lépido, Getúlico y los cinco tribunos fueron condenados por traición a la majestad del pueblo romano. Y al joven emperador, la tremenda ley concebida por Augusto le pareció sabia y preciosa.

– A ninguno de estos traidores se le debe conceder el suicidio -declaró-, porque ninguno de ellos ha luchado nunca por Roma. Además -le dijo a Galba, que permanecía a su lado en silencio-, ninguno de esos cobardes lo ha pedido. -Ordenó, por desprecio, que la ejecución fuese efectuada por sus germanos.

Los guardias germánicos se llevaron uno a uno a los siete, les arrancaron los galones, les descubrieron el cuello y, con las muñecas atadas a la espalda y los tobillos trabados por los cordones que se ceñían a los corvejones de los potros sin domar, los hicieron arrodillarse en fila, a la distancia justa y precisa. Ninguno de ellos -ni ejecutores ni condenados- emitió durante toda aquella lenta operación el sonido de una sola palabra. Llegó el verdugo, que superaba en altura a todos los demás, de fuertes espaldas y largos cabellos rubios que, al juntarse con la barba, formaban un casco alrededor de la cabeza. Miró al emperador, esperó su silencioso asentimiento, caminó lentamente hacia Lépido, el hombre que se había casado con la hermana del emperador y que, de rodillas sobre las piedras del patio, temblaba, llegó a su altura y se detuvo.

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