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La fiesta se enfriaba; poco a poco callaron los instrumentos, los bailarines se marcharon sin hacer ruido. Sertorio Macro se levantó pesadamente, se deslizó junto a la pared, habló con algunos de sus oficiales.

Tan solo, necia e impúdica, la bellísima esposa miraba al emperador, lo invitaba, loca de felicidad. Él le preguntó, en un susurro que muchos oyeron, qué podía esperarse de la cama de un viejo como Calpurnio Pisón. Necesitaba un vigoroso muchacho, dijo riendo.

– Lenguaje cuartelario -murmuró un senador de antigua familia-. Se nota que creció entre legionarios.

Pero enseguida se calló, al recordar que había sido Calpurnio Pisón quien había llamado irónicamente «muchacho» al emperador.

Mientras tanto, el emperador llevaba el juego hasta el final. Dijo a Orestila que la quería inmediatamente; no dormiría esa noche sin ella. Y quería que se casaran. Calpurnio Pisón se levantó instintivamente, se ajustó despacio el traje y volvió a tenderse sin mirar a nadie. El senador Junio Silano, el ex suegro que había perdido el poder, estaba a su lado y, sin volver la cabeza, le puso una mano sobre el brazo.

En ese momento entró una procesión de sirvientes cargados con bandejas de aves exóticas decoradas con sus plumas, como si estuvieran vivas. Calixto acudió a su encuentro, cogió una larguísima pluma de faisán, fingió olerla y dijo, antes de ordenar que presentaran aquella bandeja a Calpurnio Pisón:

– Aquí no hay veneno.

Calpurnio miró a Calixto y dejó que pusieran la bandeja delante de él sin hacer nada. El emperador se levantó sonriendo y, con un ademán, indicó a los invitados que se quedasen donde estaban. Luego, con la misma sonrisa, cogió a Livia Orestila por la cintura y la invitó a acompañarlo. Ella lo hizo sin dirigir una sola mirada atrás, y juntos salieron de la sala.

Al día siguiente, Calixto encontró la manera de hacer saber a toda Roma que «el emperador se llevó a la mujer que la noble familia de los Pisones se disponía a recibir como esposa igual que un legionario habría escogido una puta del burdel del castrum; y ella, como una auténtica y experta puta -subrayó-, lo siguió y, mientras todavía estaban atravesando las salas donde se celebraba la fiesta, empezó, con triunfal exhibicionismo, a dejar resbalar el vestido por los hombros, y todos vieron el esplendor de sus pechos; hasta que el emperador se la llevó semidesnuda a una habitación, despidió a todos y cerró la puerta».

Pero algunos historiadores escribieron también una ponzoñosa conclusión de la historia: una semana más tarde, el emperador ordenó que la mujer se marchara del palacio, e hizo que le dijeran que se conformara, porque pasaría a la historia no como la viuda del último de los Pisones, sino como la segunda, aunque insatisfactoria, mujer del emperador, con todos los beneficios correspondientes.

La bella Orestila regresó llorando a casa y contó a todos que se había plegado a la brutalidad imperial para salvar la vida de Calpurnio Pisón. El la creyó o, indecorosamente, le pareció beneficioso fingir que la creía, pues de ese modo los dos se convertían en mártires.

Sin embargo, otros historiadores escribieron que el escarnio no escandalizó a nadie en Roma.

– La gente ríe -refirió el frío Calixto sin reír-. Mis siervos han escuchado los comentarios de la calle. Ríen los gladiadores y los militares, pronunciando las frases que puedes imaginar, Augusto. Los hombres te envidian. En los mercados, las mujeres dicen que con una como esa no podías hacer otra cosa.

En realidad, la muerte de Germánico había vuelto a la memoria de todos y, debido al odio generalizado contra los Pisones, la gente había saboreado con crueldad aquella trivial venganza sin sangre.

– Dicen que les gustaría ver si los Pisones se atreven a ir al Foro -añadió Calixto antes de decir a modo de conclusión, sin cambiar de expresión-: Algunos dicen que, llegados a este punto, no podrás dejar que Calpurnio Pisón siga vivo.

De hecho, Calpurnio Pisón y sus cómplices no habían vivido aquellos siete días -los siguientes a la humillante salida del triclinio imperial- solo con rabia. El emperador había demostrado sin tapujos que los recuerdos no estaban muertos y que, tras su bonita sonrisa juvenil, se ocultaban peligrosas aptitudes de proyección y disimulo. Y ellos se dieron cuenta de que sus vidas estaban en juego.

Poco después, Calixto anunció al emperador:

– Tengo que darte una noticia asombrosa, Augusto: Calpurnio Pisón y junio Silano, tu inconsolable ex suegro, junto con Sertorio Macro, han recuperado a aquel estúpido muchacho, Gemelo, aquel al que Tiberio, después de haber perdido el juicio, había incluido en su testamento.

– Ese muchacho es tonto, ¿de qué puede hablar con esos dos? -objetó impulsivamente el emperador.

Y mientras decía esto, pensó que ese muchacho tonto era sobrino de Tiberio. El pensamiento se convirtió de inmediato en una tremenda sensación de alarma. El voto senatorial, que había anulado el testamento de Tiberio, había sido hábilmente dirigido por Sertorio Macro; y ahora Macro hablaba con Gemelo, el desheredado.

– Junio Silano -susurró Calixto, y su voz era idéntica a la

que el emperador le había oído la primera vez, en el pórtico de Capri-, el viejo Silano quiere utilizar a Gemelo como anzuelo para atraer a los optimates, igual que planeó hacer contigo, de acuerdo con Macro, cuando te casaste con su hija.

El emperador se percató de que Calixto había hablado con total frialdad, como si le contase la historia de otro. Sin embargo, se trataba de su vida. «Macro no puede ser fiel a nadie», pensó. La alarma aumentó, se transformó en una sensación de muerte.

En aquellos pocos segundos, en su mente cambió todo, como cuando se produce un desprendimiento en el pico de un monte. No era verdad que el tiempo del terror hubiera terminado: poder moverse, caminar, descansar como cualquier ser humano libre. Su vida era un blanco. Sintió un acceso de furor, pero no por su vida física. «Yo tengo un proyecto que cambiará el imperio; y Macro, en cambio, tiene que pagarse las mujeres, beber sin moderación con los oficiales, cruzar Roma a caballo sabiendo que, al ver su sombra, todo el mundo es presa del terror.»

– Macro está aquí fuera -susurró Calixto-. Quiere que lo recibas. Que yo esté hablando contigo ha despertado sus sospechas.

– Hazlo pasar -ordenó el emperador.

Calixto, que había percibido la dureza cortante de la voz, se dirigió hacia la puerta.

Sertorio Macro entró y, sin preámbulos, anunció con rabia:

– Te lo había dicho: hemos provocado demasiado a los senadores. Calpurnio Pisón, Silano y Gemelo están conspirando.

Mientras la sorpresa hacía palidecer a Calixto, el emperador se preguntó quién habría informado a Sertorio Macro sobre sus pesquisas secretas. Después se dijo que tenía tiempo para averiguarlo. Lo importante en ese momento era que Macro, gritando, acusaba a los otros para presentarse como ajeno al complot. De modo que prestó oídos a su furia fingida, mirándolo; y el desconcierto de sentirse traicionado estaba transformándose en la alegría despiadada de haberlo descubierto.

– Quizá tengas razón -contestó-. Trataremos de calmar a los senadores. En cuanto a esos tres, dame pruebas.

Las pruebas contra aquellos tres llegaron enseguida, llevadas por el servicial Calixto. Las órdenes de arresto fueron cursadas de inmediato.

– Pero Silano, que es viejo, que sea condenado a confinamiento en casa.

Los senadores, obedientes, iniciaron el proceso en una Roma estupefacta y dividida por fuertes emociones. Pero todos -siglos después se diría: desde la derecha hasta la izquierda- pronosticaron que aquellos tres no tenían esperanzas: su crimen era el más grave contemplado por las leyes romanas.

Según los historiadores, el emperador no acudió a la Curia para asistir al proceso. La facción de los populares aprovechó la ocasión y fue despiadada; y los optimates, ante la sorpresa general, se unieron a las acusaciones con el mismo rigor.

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