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El clarividente Calixto comentó:

– Quieren demostrarnos que ninguno de ellos ha sido cómplice. Todavía inspiramos miedo -concluyó con alivio.

El orgulloso junio Silano, en cuanto comprendió que la partida estaba perdida y su poder destruido, no esperó a oír el veredicto; se encerró en su habitación. Lo encontraron unas horas después de que se hubiera quitado la vida, y con sus propias manos, en silencio.

– Dicen que, pese a su edad, ha conseguido hacerlo con un solo gesto -refirió Calixto.

El emperador recordó el día que, siendo un adolescente, había escuchado los elogios de Silano por su refinada pronunciación griega, y era un recuerdo incómodo. Pero quizá Silano había decidido morir demasiado precipitadamente, porque el emperador sintió una profunda e inesperada angustia ante la idea de ratificar por primera vez sentencias capitales.

– El hijo de Germánico nunca pagará con la muerte a los descendientes del asesino de su padre -declaró.

Los senadores, sumisos, condenaron a Calpurnio Pisón al exilio. El único que no atrajo la compasión fue el joven Gemelo: por sus venas corría la sangre de Tiberio, y esa herencia era una promesa segura de otras conspiraciones. La condena a muerte fue, efectivamente, unánime.

– No lo salves, no puedes dejarlo vivo -insistió con más violencia que nadie Sertorio Macro.

Sin embargo, muchos también se preguntaron por qué el muchacho se había defendido tan mal. No sabían que alguien había bajado al calabozo subterráneo en el que se encontraba aterrorizado, desesperado, aterido de frío, para llevarle exquisita fruta y una manta, y al mismo tiempo le había susurrado que estaban trabajando para salvarlo. Y el muchacho había guardado un obstinado silencio hasta que la hoja del verdugo se abatió sobre su cuello.

Al día siguiente, Calixto cerró la puerta a su espalda y dijo al emperador en secreto:

– Mira esto, Augusto.

Al primer golpe de vista, el emperador reconoció la letra torpe y angulosa de Sertorio Macro. Aquel hombre astuto y casi analfabeto había dado absurdamente una orden por escrito a uno de sus oficiales: «Aconseja al muchacho que, por su bien, calle». El oficial había obedecido a Macro y después había entregado el escrito a Calixto.

– ¿Lo ves? -dijo Calixto, inclinándose tan cerca del emperador que este notaba su respiración-. Macro ha hecho enviar a la muerte al joven Gemelo, porque así ese estúpido ya no puede revelar que los pretorianos lo habrían apoyado.

Calixto tenía razón, como siempre. Pero, para él, había sido una operación magistral: el joven sobrino de Tiberio había sido quitado de en medio; el peligroso Macro había dejado pruebas irrefutables en su contra; aquel oficial desconocido se había asegurado el futuro, pero se había atado a Calixto para siempre: se llamaba Casio Quereas.

Y ahora Calixto, mientras el emperador bajaba la vista hacia la hoja y luego la levantaba, controlando el efecto del descubrimiento, se apartó educadamente y declaró:

– Quien ha traicionado una vez, no puede evitar traicionar de nuevo.

Estaba de pie frente al emperador con una especie de hierático respeto, inflexible. Pero pensaba, triunfalmente, que el emperador estaba solo, que a su lado solo había quedado él. Dejó la hoja sobre la mesa.

El emperador dejó pasar unos días sin mencionar el asunto. El mensaje fue guardado en un bargueño. Pero poco después de que el sereno mes de mayo hubiera acabado el emperador hizo llamar al prefecto Macro y le preguntó si le gustaba Egipto. Mientras Macro, que vivía con el alma en vilo, pensaba lo que debía responder, el emperador le explicó con voz afectuosa que quería concederle el lucrativo, envidiado pero merecido cargo de prefecto de esa provincia augustal, con capital en la sublime Alejandría.

– Quiero ponerla en tus manos -dijo-. Debes poner orden allí, después de los desastres y los robos de Arvilio. -Desplegó su bonita sonrisa sin arrugas.

El alarmado Macro temió parecer ávido si aceptaba.

– Quítame esta preocupación -insistió el emperador.

Por la mente de Sertorio Macro pasó el recuerdo de Tiberio, que para destruir a Sejano le había encargado a él que le anunciara aquel falso nombramiento para ocupar el cargo de tribuno consular. Sintió frío en la espalda, pero el joven emperador sonreía. «Es un muchacho», pensó Macro, cegado por la codicia del inmenso poder.

El emperador le anunció que quería repartir el mando de las cohortes entre dos tribunos.

– Si no te tengo a ti -dijo con preocupación-, me parece un riesgo demasiado grande confiar tanta responsabilidad a un hombre solo. He pensado en dos fieles centuriones, Sabino y Casio Quereas, formados los dos en tu escuela. Además, Quereas -añadió sonriendo-, con esa fuerza física, tranquiliza a cualquiera. ¿Es verdad que un día le partió las vértebras a un toro con las manos, sin utilizar arma alguna?

– Sí -contestó enseguida Macro, riendo-. Estaba delante del altar de los sacrificios. El toro se rebeló y embistió al sacerdote. Fue cuestión de un instante: Quereas agarró al toro por los cuernos, le torció la cabeza, y el animal, babeando, cayó sobre las piedras.

El emperador también se echó a reír.

Las dudas desaparecieron de la mente de Macro, que consideraba a Sabino y Quereas totalmente fieles a él. Inmediatamente transmitió las consignas y dejó el mando. La riqueza y el poder a los que estaba a punto de acceder -un cargo, se decía en Roma, que hacía a un hombre semejante a los antiguos phar-haoui de Egipto- no le permitieron ver la mirada gélida del hercúleo Casio Quereas.

El emperador lo dejó disfrutar unas horas de la ilusión de triunfo. Luego, mientras su casa, en la que él ya estaba indefenso, se encontraba llena de amigos que lo felicitaban, ordenó rodearla de hombres armados.

– ¿A él no le perdonas la vida? -preguntó, atento, Calixto.

– Es un militar -explicó despiadadamente el emperador, y su voz sonó distinta de todas las demás veces que lo habían oído hablar-. No es un patricio que se pasa las noches de juerga. Ha quebrantado el juramento. Todas las legiones del imperio lo sabrán: un militar que ha traicionado no puede vivir. Pero le concedo la posibilidad de suicidarse, si lo prefiere.

Entretanto, en la casa de Sertorio Macro, ante el desconcierto de familiares y amigos, el oficial encargado de la ejecución entregaba a Macro la hoja arrugada con su mensaje escrito en líneas torcidas y la condena a muerte.

Macro apenas echó un vistazo a su mensaje, lo imprescindible para reconocerlo, antes de leer lentamente -con la misma lentitud que escribía- su condena.

– Dile a quien te manda que a sus peores enemigos los ha dejado vivos -le dijo al oficial.

Este no contestó. Seguramente lo odiaba, porque le preguntó fríamente si debía esperar, para comprobar que se había quitado la vida, o llamar a los hombres que le pondrían las cadenas.

Macro se sentó con las piernas abiertas, levantó de la mesa todavía puesta una copa de vino y, mientras la sostenía con su fuerte mano sin que le temblara, dijo en tono irónico:

– Dame el tiempo necesario para vaciarla.

Los dioses habían jugado con él años atrás, en Alba Fucense, cuando, al ver la imponente y tosca estatua de Heracles sentado bebiendo, la había mandado colocar en el templo. Sertorio Macro se dijo que no volvería nunca más a la impracticable fortaleza de los Apeninos, a su querida Alba Fucense, al arx donde había soñado construir el más espléndido anfiteatro y había invertido el oro necesario para la magna obra. Pensó que se le recordaría eternamente por aquel impresionante edificio; no era una figurilla que alguien pudiese destrozar a martillazos. Bebió el vino de un trago, se levantó y dijo al oficial que no tendría que esperar mucho.

La «zothecula»

El emperador se había encerrado en el escritorio que había sido de Augusto. El lo llamaba la zothecula: luz tenue, una entrada a la gran sala con columnas, otra que daba al peristilo, la posibilidad de entrar y salir sin ser visto. En las paredes, paneles enmarcados por elegantes estucos, con frescos serenos: cisnes, grifos, flores de loto. Una preciosa mesita, su silla, dos o tres escabeles, un lectulus, una especie de diván para descansar y leer, moda inventada por Marco Tulio Cicerón.

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