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Hasta que, una mañana, los pastores de Aricia y de Lanuvio bajaron anunciando a gritos que las dos gigantescas estructuras estaban en el agua y flotaban, y que eran dos naves. Y que aquel partenopeo llamado Eutimio, que molestaba a todas las muchachas, había ido a las cantinas a comprar vino para su gente.

Invitación al Palatino

Poco después, el senador Calpurnio Pisón, «el nieto del envenenador», decidió a sus cincuenta años volver a casarse con una mujer joven, célebre por sus admirables formas («un cuerpo que para muchos no tiene secretos», susurró con pérfida sensualidad Calixto) y que, por su parte, salía de un apresurado divorcio.

El grandioso patrimonio de los Pisones en los tiempos del antiguo proceso había sido salvado por la Noverca, como toda Roma repetía. Por eso se anunciaron fastuosos festejos a los que asistirían todos los optimates, cosa que a los populares les pareció un insolente desafío político. Un informador reveló a Calixto dónde continuaba reuniéndose Calpurnio Pisón, demasiado a menudo, con el senador Junio Silano y el airado prefecto Sertorio Macro para mantener insidiosas conversaciones.

«Es intolerable tener que saludar como Augusto a un muchacho de veintiséis años», había dicho Calpurnio con altanería. Y otros habían insinuado que el «muchacho» no era muy prudente: «Se mueve con una pequeña escolta, le gusta cabalgar por el campo…».

El emperador recordó el palacio de Antioquía el día que se oyó salir la voz de su padre de las habitaciones interiores, mientras el senador demasiado amigo de Tiberio subía pesadamente la escalera. La vieja, horrible historia se repetía. La única persona en toda Roma con la que habría podido hablar sobre esa peligrosa intriga era la anciana Antonia. Pero Antonia se había marchado. Una noche había dicho: «La suerte ha sido benigna conmigo. Preferiría que todo terminase ahora. No quisiera alargar la vida al precio del dolor». Por la mañana la habían encontrado durmiendo apaciblemente en su impecable cama, con una sonrisa, y no se habían decidido a llamarla. Luego, una de sus fieles esclavas le había tocado una mano y había susurrado, perpleja: «Está helada…».

El emperador experimentaba ahora una angustia desproporcionada, una desazonadora sensación de soledad, un deseo de venganza absolutamente incontrolable. Sin embargo, pasó por alto el venenoso relato de Calixto, reflexionó y finalmente, maravillando por igual a populares y optimates, invitó a Calpurnio Pisón y a su es posa al Palatino. La nobleza, el poder y el peligro potencial de aquella siniestra familia eran tales que la invitación pareció una señal de paz tras la antigua tragedia, o quizá un indicio de temores secretos.

La deseable esposa se llamaba Livia Orestila, y en cuanto apareció en el umbral del triclinio imperial, deslumbrante con sus joyas sobre la sedosa piel, las miradas de todos los hombres más importantes de Roma -con gran variedad de fantasías secretas- recayeron sobre ella. Entró el emperador, avanzó entre los invitados, que le abrían paso, se acercó a la mujer y le habló en voz baja. Le dijo que su belleza merecería elevarla al imperio.

En una república de patricios como era Roma, aquella mujer, casada con un descendiente de los Pisones, estaba vinculada por su parte con la estirpe de los Cornelios, con la antigua, austera y célebre matrona que, invitada a mostrar sus joyas, había señalado a su numerosa prole. Sin embargo, pese a sus severos recuerdos atávicos, la mente de Orestila fue atrapada por las halagadoras palabras imperiales. El contempló su espléndido escote y, jugando con el excesivamente noble recuerdo de la antepasada, añadió que sobre ella las joyas sobraban: se limitaban a cubrir lo que todo hombre deseaba ver. Ella rió, y el sonido se oyó en toda la sala. También rieron los más próximos, pero Calpurnio Pisón no reaccionó, como si no viera nada.

El emperador invitó a la mujer a sentarse a su lado y los invitados enseguida se dieron cuenta de que estaba sucediendo algo irremediable. «Ha corrido demasiado vino», murmuraron. Había que distraer al emperador. Pero el emperador no parecía haber bebido; siempre bebía poco. En cambio, se hubiera dicho que estaba obstinadamente atrapado por la belleza de la mujer, y ella, ante los ojos de su esposo y de los invitados, no intentaba ni mucho menos evitarlo.

Mientras Calpurnio Pisón, tendido en silencio entre un grupo de amigos, clavaba una mirada inexpresiva en ellos, Calixto («ese griego tan pálido», decían muchos, exasperados) se acercó a ellos riendo y, ofreciéndoles de beber, comentó que aquella mujer le gustaba mucho al emperador.

– Todos rebosan vino -susurró alguien.

Calpurnio Pisón no decía nada, miraba al emperador de lejos, con una expresión de duda y de cobardía en los ojos: quizá por un momento lo había considerado un depravado, atraído sin control por su sensual esposa. Sin embargo, otros estaban recordando que en el pasado del joven emperador -que, mientras tanto, rozaba en público con dos dedos, muy despacio, el desbordante escote de Orestila- pesaba una espeluznante serie de muertos jóvenes, despiadadamente asesinados. Y veían a Calixto -un liberto imperial y en consecuencia muy poderoso, pero aun así alguien que había sido esclavo- hablar con insolencia burlona, aunque en un griego exquisito, a un hombre que pertenecía a una de las principales familias de la República. Y este escuchaba y callaba.

– ¿Te acuerdas -preguntó Calixto- de cuando el divino Augusto puso los ojos en la legítima y noble esposa del senador Claudio, la divina Livia, y se la llevó a casa ya embarazada? -Instintivamente, sus vecinos fingían no oír, pues desde hacía años, y hasta la desaparición de Tiberio, pronunciar palabras de ese tenor habría significado la muerte-. Augusto incluso consultó a los sacerdotes acerca de aquel apresurado enlace, y ellos no encontraron nada que objetar, ¿te acuerdas? -Jugueteaba con la copa de vino. Su risa estaba envenenada por el odio y, consciente de su impunidad, se convertía en desprecio-. Así que se pusieron de acuerdo los tres, Augusto, Livia y el senador Claudio, que también fue invitado a la boda…

Alguien, como desahogo o por estupidez, soltó una carcajada.

Pero inmediatamente después aquellos nombres, pronunciados en un discurso vulgar, incrementaron la angustia: no era el vino lo que hacía hablar a Calixto. En el fondo de la sala, el tímido Helikon estaba muerto de miedo. Entretanto, el emperador, rodeado de la servil distracción de los cortesanos, había entablado con la mujer una conversación persuasivamente licenciosa tan cerca de su escote que notaba su respiración, mientras ella reía sin recato. Pero, al mismo tiempo, más allá de los cabellos bien peinados y perfumados de ella, el emperador veía a Calpurnio Pisón, el heredero de una estirpe que había soñado con sostener al imperio, el cual per manecía realmente demasiado inmóvil ante las insultantes palabras del antiguo esclavo: desde una distancia de veinte años, a su mente también había acudido el recuerdo de aquel envenenamiento en Siria.

Y el pensamiento se extendía por la sala, se transmitía de un cerebro a otro, interrumpía las conversaciones, hacía abandonar las copas de vino y, lo más alarmante de todo, hacía inmovilizarse a los augustianos que, con sus ligeras armaduras de gala, estaban de servicio al fondo de la sala. Era el comienzo de una partida mortal, y todos se dieron cuenta.

Los parientes del esposo, un grupo de senadores, tras haber dudado entre reaccionar o no de algún modo, guardaban un cauto silencio. Sus semblantes decían que había sido una catástrofe dejar el imperio en manos del hijo de Germánico, una locura haber creído que el joven iba a ser un maleable e inexperto ejecutor de la política senatorial, «porque, después de todo, cuando mataron a su padre no era más que un niño», había dicho irreflexivamente alguien.

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