Pero no lo llamó nadie. El niño, decepcionado, se dirigió hacia las cuadras. Y el caballerizo, que había terminado de cepillar a su queridísimo Incitatus, se volvió y dijo de pronto con dureza:
– ¿Has visto? Ha vuelto a ganar la Noverca.
Hablaba de algo que él no sabía, pero lo sobresaltó: la Nover ca, la madrastra, era la misteriosa mujer que había hecho llorar de rabia a su madre. Y el herrador, que estaba protegiendo una pata del nervioso caballo, levantó la cabeza:
– Va a hacer cincuenta años que está agazapada ahí, y consigue que su hijo haga lo que ella quiere.
– ¿Quién es su hijo? -preguntó el chiquillo.
Lo miraron, desconcertados y estupefactos, antes de que el herrador murmurase cautamente, como si se tratara de un asunto sucio, el nombre del hombre más temido del mundo: Tiberio, el emperador. Los demás guardaron silencio. El niño se sintió humillado por ser el único que no lo sabía en el castrum. No preguntó nada más. Un mozo de cuadra dijo, como para consolarlo, que la No verca era muy vieja.
– Debe de tener noventa años. Mi padre ya la llamaba Noverca.
De pronto apareció Zaleucos, se llevó de allí al niño y enseguida se puso a hablarle en su fascinante griego ático, que no entendía nadie en el castrum:
– No está bien que tú, el hijo del dux, vayas a escuchar a los caballerizos mientras hablan de tu familia.
El esclavo al que habían llamado Zaleucos debía de haber vivido, bajo otros cielos, días menos duros; todas las mañanas miraba con melancolía las nubes densas y la lluvia fina que, silenciosamente, empapaba la tierra y los bosques, y las precoces noches de invierno. Desde lo alto de su refinada cultura, se horrorizaba al ver repetir al niño con gran facilidad y fluidez las frases jergales de los legionarios. Pero había visto que con la misma facilidad había aprendido griego; había empezado a leerlo a los cuatro años y medio. «El pequeño ha recibido dotes especiales de los dioses -decía con orgullo apasionado-. Te hace preguntas que no corresponden a su edad. Si no lo convences, insiste. Busca la compañía de los adultos. Lee más deprisa que yo. Todos los días dice palabras nuevas, en latín y en griego. No comete errores con los verbos. Tiene muchísima memoria, y la tiene ordenada. No para de hacer planes…»
Pero ahora el niño, con el cabello castaño revuelto, preguntó, mientras lo seguía de mala gana, por qué había interrumpido aquella conversación sobre la anciana Noverca.
El melancólico esclavo griego se vio perdido y respondió:
– Tu padre y tu madre no quieren estropear tu felicidad con esas viejas historias. -Acto seguido citó confusamente a un filósofo ateniense de tres siglos antes-: «El precio de la paz es el silencio». Te lo ruego, prométeme que no volverás a preguntar.
Aquel discurso inconexo y temeroso era peor que el silencio, y el chiquillo se apresuró a asegurar.
– No preguntaré a nadie.
Pero la inquietud iba en aumento.
– ¿Y por qué han nombrado al emperador?
Zaleucos sabía que era imposible eliminar de aquella mente el estímulo de una pregunta; sin embargo, obligado a un inquebrantable silencio de esclavo, no respondió y apretó el paso, porque veía que en las calles del castrum se congregaban desordenadamente grupos de legionarios y parecía que la disciplina ya no le importaba a nadie. Y se sabía que en esas poderosas legiones podía prender la rebelión tan deprisa como si se arrojara una antorcha a un pajar. Ya había sucedido, bajo Augusto y especialmente bajo Tiberio, odiado como general y todavía más como emperador.
Pero el obstinado chiquillo preguntó por qué Tiberio había tomado el poder en lugar de los hermanos de su madre.
– Si no quieres que vaya a que me lo cuenten los mozos de cuadra, dímelo tú.
El cultísimo esclavo -cuya historia nadie conocía exactamente, así como tampoco las desgracias que lo habían precipitado a su condición actual- tomó una calleja secundaria y empezó a contar con prudencia, mientras el niño lo seguía:
– Un día, el divino Augusto conoció a la mujer que has oído a esos mozos de cuadra llamar Noverca. Pero se llama Livia.
– ¿Cuándo fue eso?
– Deben de haber transcurrido sesenta años.
Una distancia abismal para el niño, que calló, desconfiado. El griego continuó apresuradamente para evitar preguntas:
– Cuando Augusto la conoció, ella tenía diecisiete años, estaba casada con otro y tenía un hijo. Ese niño era Tiberio.
– Explícame por qué la llaman Noverca -pidió el chiquillo, exasperado.
Se habían detenido en una esquina; Zaleucos miraba aquellos inquietantes movimientos de militares a lo largo del Cardo.
– La llaman Noverca, madrastra, porque Augusto también tenía una hija, Julia -dijo. Y sin darse cuenta precisó-: La única de su sangre.
De modo que el chiquillo preguntó inmediatamente:
– ¿Esa a la que abandonaron en Reggio y que ha muerto como una mendiga?
Desesperado por el interrogatorio, el preceptor cedió:
– Sí, ella, la madre de tu madre. -Y, como para mejorar la situación, añadió-: Pero no estuvo siempre allí; antes estaba en Pandataria.
Al chiquillo le alarmó aquel nombre que nunca había oído y preguntó qué era Pandataria.
– Una isla… -empezó a explicar Zaleucos, pero se interrumpió porque alrededor del praetorium empezaban a oírse voces demasiado fuertes y furiosas. Trató de echar a andar de nuevo.
El niño se detuvo.
– Quiero saber si los tres hermanos de mi madre ya habían muerto cuando Tiberio se convirtió en emperador.
El preceptor respondió con dificultad, como agotado por haber sido sometido a tortura:
– Sí, los dos mayores, sí. El tercero era muy joven todavía, casi como tú.
Reanudó la marcha.
– ¿De qué murieron?
– Estaban lejos de Roma; eran años de guerra -dijo Zaleucos. Le resultaba difícil inventar respuestas. Omitió toda la historia y concluyó-: Cuando Augusto murió también, los senadores eligieron a Tiberio.
– ¿Dónde estaba mi padre?
– Aquí, combatiendo contra estos bárbaros que se sublevan constantemente. -Aprovechó la circunstancia para ejercer de maestro-: Tenía razón Posidonio de Apamea: barban immanes.
De las calles llegaron voces más altas y agitadas.
– No me has dicho qué le pasó al último hermano de mi madre.
– No lo sé -mintió, balbuceando, Zaleucos-, vivía lejos.
El chiquillo lo dejó plantado y se dirigió a la plaza. Vio que, en contra de lo habitual, bullía de militares que formaban corros sin ningún orden y se metió en medio. Pero el oficial que estaba al mando de la cohorte pretoriana, la guardia de corps, lo interceptó y lo llevó de vuelta con el excesivamente permisivo preceptor, haciendo a este un gesto de reproche.
– El dux Germánico se ha encerrado en los aposentos interiores con los comandantes de legión -explicó en voz baja.
Otros oficiales llegaban de todos los rincones del castrum y se congregaban con agitación.
– Le hacen volver a Roma -dijo alguien. Y el chiquillo preguntó de inmediato: -¿A quién hacen volver a Roma?
No le contestaron, pero su instinto le dijo que había motivos de alarma. En realidad, a través de otro inesperado correo de Roma, había llegado la noticia de que el victorioso y querido Germánico había perdido el mando. Entre los mílites, los oficiales y los tribunos se estaba fraguando la revuelta. Pero de pronto salió el tribuno Cayo Silio y los oficiales congregados en la plaza interrumpieron las conversaciones, pues su llegada siempre anunciaba la de Germánico. El chiquillo también lo sabía, y efectivamente, el joven dux apareció enseguida rodeado de los demás tribunos, vio la aglomeración desordenada y no dijo nada. La sonrisa había desaparecido de su rostro.
Germánico vivía en sintonía con sus hombres, fuera cual fuese el grado o la posición humilde, la cultura refinada o la rudeza de cada uno; su humanidad era desbordante, inmediata. «Civile ingenium mira comitas», escribiría sintéticamente, pero con añoranza, un historiador poco inclinado a los elogios como Cornelio Tácito. Pero para otros, en Roma, estas cualidades eran motivo de alarma y de inextinguible odio.