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Y para ser más claro, el herrero dijo que los peores enemigos no estaban al otro lado del Rin.

– A esos los ves venir desde lejos. Los golpes a traición vienen de las calles de Roma.

Con su macizo puño izquierdo metido en el pequeño casco y empuñando el gladius con la mano derecha, el herrero hacía como si golpeara la cabeza, las sienes, la frente, la nuca: la hoja resonaba contra el hierro, pero la mano, protegida por el casco, parecía invulnerable. El niño vivía todo eso como una hazaña secreta, ignorando el silencioso e inopinado consentimiento de su padre. Solo años después, haciendo memoria, comprendería las despiadadas razones por las que se habían inventado aquellos juegos.

– Has nacido aquí, cachorro de león -le decían los hombres de las legiones.

«Infans in castris genitus», escribiría un gran historiador. Porque aquel niño, destinado a conquistar una clamorosa y corrupta fama, había nacido en el castrum, bajo el signo de Virgo, el último día de agosto, y había sido educado entre las legiones, «in contubernio legionum eductus».

Por último, el sutor, el zapatero, tomó las medidas de sus pequeños pies con un cordel. Y al cabo de tres días de pruebas y ajustes secretos, el chiquillo salió del taller llevando atadas alrededor de las pantorrillas las famosas, racionales y espartanas caligae de los legionarios romanos.

El sutor había escogido el cuero más suave, lo había escarificado y untado de grasa, pero las sandalias estaban durísimas. El sutor aseguró que al día siguiente estarían mejor. El chiquillo se desplazó de un lado a otro; el cuero crujía. Pero los clavos que llevaba en la suela se agarraban al terreno y él notó que, después de dar un salto, se detenía en seco, sin resbalar, como los legionarios cuando saltaban las murallas enemigas.

Se dirigió al Cardo, la vía central del castrum; los legionarios se agolpaban, riendo, mientras el sutor lo seguía a distancia y él caminaba renqueando hacia el praetorium. Al llegar a la puerta salió su padre, el joven dux, y puesto que -como había dicho aquel poeta citado por el preceptor griego, que tenía la cabeza llena de escritores antiguos- todo hombre se ahueve entre los hilos invisibles que el destino le ha tendido, aquel juego de militares aburridos sería interpretado por los historiadores como el inicio de una fatal sucesión de acontecimientos.

Lo cierto es que el padre, rodeado de sus hombres, rió, levantó a su hijo para que lo vieran desde lejos, tocó las sandalias para observar el trabajo y declaró que, para los legionarios que luchaban contra el germano Arminio, el sutor nunca había hecho unas. caligae comparables a esas.

– Merece un castigo -dijo en broma-, porque ha demostrado que sabe trabajar bastante mejor de como lo hace habitualmente.

El chiquillo también reía, moviendo las piernas en el aire, y aunque se llamaba Cayo César -histórico nombre de familia que había llevado el vencedor de galos y germanos, julio César-, entre el estruendo destacó claramente la voz de un mílite que decía:

– Ya ha ingresado en la legión. Propongo que lo llamemos Calígula.

La joven rética

Desde el día que se convirtió para el ejército en Calígula -es decir, «zapatito»-, legionarios y oficiales empezaron a ocuparse, cada uno a su manera, de su peculiarísima educación.

Así descubrió, pasado el rincón más apartado del castrum, un barrio de barracas. Estaba lleno de mujeres, pero no eran como las esclavas y las libertas de su madre, que solo se movían en el recinto del praetorium, con los cabellos recogidos y las manos blancas. Esas mujeres entraban y salían de las barracas medio desnudas, con el pelo suelto, descalzas, reían fuerte, se lavaban al aire libre y parecía que todos los militares las conocían, porque acudían en tropel y se metían allí dentro con ellas.

Él miraba entre las grietas de la empalizada, hasta que una de aquellas mujeres, una campesina rubia, lo descubrió, lo cogió de la mano y dijo, riendo:

– ¿Qué mirabas? -Hablaba toscamente, y añadió con su acento aspirado y duro-: Por lo que veo, no tardará en llegar tu momento.

Los legionarios reían. Ella dejó deslizar la túnica sobre un hombro y mostró un pecho. No se parecía en nada a los pequeños senos firmes y distantes de las diosas de mármol, ni a lo que se podía entrever en la severa corte de su madre. Era una masa blanca y sólida, con finas venillas azuladas y un oscuro y gran pezón. Ella le cogió la mano y se la acercó al pecho.

Y fue algo que él no olvidaría. Su pequeña mano no lograba estrecharlo, ni siquiera cubrirlo, así que lo rozó, y luego lo recorrió acariciándolo: era suavísimo e inmenso. La joven, que reía, dejó de reír y se inclinó hacia él. El niño prosiguió la caricia mientras ella lo miraba con los labios entreabiertos: el pezón se endureció, presionó la pequeña mano; entonces él se detuvo, y le faltaba la respiración.

Ella se apartó bruscamente y se cubrió, mirándolo con sus ojos claros. Él se marchó, turbado, de las barracas, y cuando estuvo lo suficientemente lejos, preguntó de dónde venían aquellas muchachas.

– Es el mejor motivo para hacer una guerra -contestó con brutal alegría un suboficial.

Venían de la Galia Bélgica, de la Germanía inferior, de Rhetia, todo tierras conquistadas. Algunas eran esclavas, otras salían de sus pueblos para vagar por los lugares adonde los legionarios iban a buscar leña.

– Yeguas salvajes que hay que domar -le explicó el suboficial. El hombre lo miró, dudando de hasta dónde podía llegar con el hijo del dux. Finalmente consideró que había llegado el momento y dijo-: Son como los caballos de estas tierras, ¿los has visto?, esos que enganchamos a los carros pesados. Si se lanzan al galope, te tiran al suelo.

Y él volvió en cuanto pudo despistar a Zaleucos, su pobre preceptor griego. La joven rética lo vio desde lejos y dijo:

– ¿Ya estás aquí otra vez? Eres curioso, ¿eh?

El no supo qué contestar y ella rió y lo invitó a entrar.

– ¿Quieres ver una cosa que, pese a ser el hijo de nuestro aguerrido comandante, no has visto nunca? -preguntó.

Era atractiva, bromista, no daba miedo, retrocedía hacia el interior de la barraca sonriendo, era inmensa y grandiosa. El chiquillo avanzó dos pasos; ella echó la cortina a su espalda y lo precedió. Mientras caminaba, dejó que la ligera túnica se deslizara desde los hombros hacia la espalda y las anchas y blancas caderas. La tela cayó al suelo. Ella pasó por encima, desnuda, se volvió en la penumbra y tendió los brazos hacia él, riendo.

La Noverca

En aquellos días, el niño oyó decir a los oficiales que, en una lejanísima ciudad bárbara que se llamaba Tomis, un hombre, un poeta que en años pasados debía de haber sido famoso, había muerto «después de ocho años de destierro inmisericorde». Un oficial joven declaró con nostalgia:

– Ha escrito las poesías de amor más bellas jamás oídas.

– ¿Dónde está Tomis? -preguntó el niño.

– En la provincia más lejana, peligrosa y maldita del imperio, en el Ponto Euxino -respondió el joven oficial, conmovido-, el mar de las aguas negras. Desde allí escribía todos los años a Tiberio y le suplicaba, llorando, que lo dejara volver a Roma. -Y añadió con imprudencia-: Era amigo de tu padre.

Debía de ser una conversación inquietante, porque no intervino nadie. Pero el niño, en cuanto pudo, preguntó al pobre Zaleucos, que se lo esperaba, por qué no le había hablado nunca de ese poeta y por qué, si era tan grande, había muerto solo y lejos, y también le preguntó cómo se llamaba.

– Ovidio -respondió Zaleucos, e inmediatamente añadió que no sabía nada más de él.

Al día siguiente, día de lluvia invernal, el chiquillo, que vagaba por el castrum cuando el cielo estaba despejado, descubrió que los legionarios no tenían ganas de jugar. Parloteaban en corros, le lanzaban miradas, pero ninguno lo llamaba «¡Calígula!» y corría a esconderse detrás de una barraca para que él, enfadándose en broma y pateando el suelo con sus sandalias, gritara: «¡No pienso contestarte, ese no es mi nombre!». Esperó que una voz lo provocase para perseguirla, atrapar al legionario que fingiría que él lo derribaba, se tiraría al suelo y rodaría con él sobre la hierba.

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