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Cuando él apareció, pues, se alzó un coro de voces furiosas: «Tiberio tiene miedo de ti», «Te odia porque has vencido donde él fracasó», «Quiere arrebatarte las legiones»… El gentío era enorme e iba en aumento: eran las voces y las miradas que habían asustado a muchos en el pasado, la fuerza colectiva de esas potentes máquinas de guerra conscientes de sí mismas. Más atrás, a lo largo del Cardo, todos los mílites habían salido de los barracones, hasta los herradores y los vivanderos, hasta los calones, los esclavos que se ocupaban del bagaje, y se apiñaban en la calle. Los durísimos decuriones y centuriones no intervenían. Y no hacía falta más para expresar su peligroso acuerdo.

Germánico guardaba silencio porque los gritos apasionados de aquellos hombres decían la verdad. «Tú diriges las legiones más poderosas del imperio -vociferaban-, no puedes dejar que te las arrebaten así…» Allí estaban en primera fila los tribunos de la temible Trigésima, la Vigésimo segunda, la Undécima. «Hemos hecho arrodillar a miles de germanos. ¿No vamos a ser capaces de atemorizar a seiscientos viejos senadores?» La voz durísima de un tribuno destacó sobre las demás:

– Al emperador lo eligen los hombres que se juegan la vida para defender las fronteras, no los senadores tumbados en las termas.

La palabra emperador pasó como un relámpago entre los negros nubarrones y los gritos sonaron más fuerte. En realidad, en un siglo de guerras civiles ya se había visto a esas legiones tomar en sentido contrario las vías que Roma había construido para conquistar las tierras nórdicas y bajar con una rapidez aterradora hacia el sur para imponer en el gobierno al hombre escogido por ellos. Desde el fondo, una voz gritó:

– Nosotros te acompañaremos a Roma, como hicimos con Julio César. El Rubico sigue estando ahí.

Ese famoso río que pasa por el sur de Ravena, y que nosotros llamamos Rubicón, era el límite que las leyes prohibían cruzar con las legiones armadas en dirección a Roma. Atravesarlo así significaba sublevación contra la República. Pero julio César lo había hecho y había conquistado el poder.

El chiquillo, Cayo, se había metido entre la multitud y se escabullía entre los codos de los oficiales. El preceptor intentaba sacarlo, pero un tribuno protestó:

– ¡Déjalo! ¡Deja que aprenda!

«Recuerda que Tiberio tomó el poder de manos de la Nover ca», estaban gritando. Un coro de voces soltó en ese momento varios insultos que Cayo había aprendido de las conversaciones de los mílites, pero que entonces, referidas a la madre del emperador, impresionaban.

De hecho, eran palabras de insurrección; y el chiquillo se estremeció de emoción cuando un viejo tribuno, con el peso de las medallas de diez campañas en la coraza, dijo a Germánico:

– Cuando Tiberio te robó el imperio, tú estabas aquí y no pudiste evitarlo…

En efecto, tras feroces luchas entre los populares, que querían elegir a Germánico, y los optimates, que apostaban por Tiberio, el Senado finalmente se había plegado a los deseos de estos últimos.

– ¡Pero hoy, ahora, ha llegado tu momento!

En ese instante, Cayo vio a su padre levantar el brazo derecho con la palma hacia fuera, en un gesto que no olvidaría nunca: el gesto que era desde siempre el del dux que ha decidido hablar, es decir, impartir órdenes, porque el dux no hablaba para nada más. Todos, desde los tribunos de más alta graduación hasta los simples mílites que estaban al fondo, en un movimiento colectivo, con un murmullo decreciente, se quedaron inmóviles para escuchar.

Y el chiquillo oyó la querida voz de su padre caer sobre la espera de los hombres con una frialdad irreconocible.

– En aquella época… -dijo, e hizo una pausa-, en aquella época Roma estaba sin gobierno, lo sabéis perfectamente. -Hizo otra pausa a fin de que todas sus palabras, una tras otra, entraran en el cerebro de sus hombres-. Hoy, en cambio, gobierna Tiberio, elegido por el Senado. -Los hombres callaron. El chiquillo vio cómo cambiaba la expresión de las caras. Y ya no se movía nadie-. Hasta el último minuto de mi mandato aquí, no permitiré a nadie repetir cosas como esas. Nosotros nunca nos dirigiremos a Roma empuñando las armas.

El silencio no se rompió. El poder del valiente, sincero y justo Germánico sobre sus hombres era casi hipnótico. El chiquillo solo oyó al tribuno que lo había retenido a su lado mascullar entre dientes una maldición.

Los historiadores escribirían que los comandantes de las ocho legiones renanas habían propuesto, todos juntos, marchar sobre Roma. Y quién sabe qué dios enemigo había inducido malignamente a Germánico a rechazar la propuesta. Porque ese día Germánico, sin saberlo, había decidido que su vida sería breve. Ninguno de los legionarios comprendió la razón de esa total, suicida obediencia a Tiberio. Ninguno imaginó que al fuerte dux Germánico la guerra le produjese entonces unas náuseas insoportables.

Dos vasijas de plata

Las nieves comenzaron a fundirse sobre los valles alpinos e inexorablemente llegó el momento de partir para Roma. Cayo fue a vagar con melancolía por las cuadras y dio las últimas caricias en la crin a Incitatus. Luego vio, delante de la forja de los herreros, a Cayo Silio, el tribuno que le había enseñado a manejar la sita, el puñal de las emboscadas, y se acercó a él.

Pero esta vez Silio no sostenía un arma, sino que hacía girar entre los dedos una espléndida vasija de plata.

– Mira -dijo, tendiéndosela a Cayo. La plata estaba repujada, con ligeros dorados-. Es un trabajo griego -dijo, Silio-, una historia de la Ilíada.

Dicho por él, parecía una broma. Sin embargo, en la vasija aparecía de verdad la historia del rey Príamo, que besa de rodillas la mano de Aquiles, el hombre que ha matado a su hijo, para recuperar el cuerpo de este. Y se veía la antigua pero clara firma del autor.

– Quirisopos epoiese -leyó rápidamente Cayo.

Pero el artesano del castrum había grabado en el borde el nombre del tribuno: Silio, y estaba trabajando en otra vasija.

– Tu padre no quiere que en estas tierras estallen más guerras -dijo Silio-. Estas vasijas están destinadas a un amigo mío que está muy lejos, mucho más allá del limes, a orillas del Gran Mar Septentrional. Beberá mi vino y recordará mi nombre.

– Nos vamos mañana -dijo Cayo. Y con confianza suplicante, puesto que Silio era uno de los hombres más próximos a su padre y su mujer, Sosia, que vivía en el praetorium, era amiga íntima de su madre, susurró-: Por favor…, tengo que preguntarte una cosa.

El tribuno, experto y despiadado guerrero, se sorprendió a sí mismo mirándolo con un cúmulo de sentimientos inusitados. La mirada del niño era dulce y ansiosa, la voz desarmaba; poseía uno de los más exquisitos dones de los dioses: la capacidad de atraer simpatías inmediatas e irracionales. El tribuno despidió a los mílites haciendo un ademán.

– Mi madre ha llorado -dijo Cayo-, y tú sabes que se esconde para que nadie la vea. ¿Por qué mi padre solo le dice: «Ten paciencia, aguanta»? ¿Y por qué nadie quiere hablar de eso conmigo, como si yo no pudiera entenderlo?

Era verdad: tampoco conversando, expresando emociones, cometía errores de sintaxis, ni en los tiempos y los modos verbales. Levantó la cabeza, con el casquete de cabellos castaños graciosamente ondulados sobre la frente, tal como los llevaría toda la vida:

– Nadie sabrá que hemos hablado de esto -prometió, y se quedó esperando.

El tribuno respiró, como hacía un instante antes de ordenar un ataque, y dijo:

– Te vas a Roma. Y ahora yo debo contarte una historia de la que hasta el momento nadie estaba autorizado a hablarte. Ya sabes que Julia, la única hija del divino Augusto, la madre de tu madre, tuvo también de Marco Agripa, el gran general, tres hijos varones.

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