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Apretó las manos una contra otra; las retorcía hasta que los nudillos de los dedos se ponían blancos.

– A mi hermana no he vuelto a verla; continúa aislada allí… Y no se puede hacer nada. Tiberio ha transformado esas islas en prisiones inaccesibles. Solo puedes desesperarte, ir allí con el pensamiento todas las mañanas. -Se tragó las lágrimas-. Soportar aquellos días fue difícil. Yo era muy joven, y estaba sola. Pero después de todo eso vino tu padre a salvarme. Y no nos separamos nuera. Solo para Hacer ese viaje a Egipto. Ahora ya sabes por qué me viste llorar aquella noche en el castrum. -Se levantó y se ajustó, estremeciéndose, el manto de lana-. No te servía de nada este dolor antes de tiempo, hijo mío.

Cayo también se puso de pie.

– Te agradezco que me lo hayas contado -contestó. Su madre lo miraba-. ¿Cómo podías pensar que era bueno para mí no saber? -preguntó.

Ella meneó la cabeza.

– Todo esto indica claramente -dijo él- que, después de tantos asesinatos, contra Tiberio y sus cómplices solo quedamos nosotros. Y no nos perdonarán.

Ella no decía nada. El chiquillo le dirigió una larga mirada cuya expresión ella no comprendió.

– No sé hasta qué punto son conscientes mis hermanos de este peligro.

El diario de Druso

En el monte Vaticano, Agripina, en su implacable viudedad sin lágrimas, estaba convirtiéndose, junto con sus tres hijos varones, en un símbolo y un mito. «Tres, como sus hermanos muertos -decía la gente-. La estirpe de Augusto y de Germánico está renaciendo.» Aquellos tres varones parecían, en efecto, una espléndida venganza del Hado. Se parecían tanto entre ellos que el mayor se veía en los pequeños a sí mismo años atrás, y los otros dos veían en él su futuro. «Cuando los hermanos se parecen tanto -decía la vieja nodriza- es que el amor del padre y la madre ha sido siempre cálido y profundo como el primer día.» Nunca una pelea, uno de los enfrentamientos corrientes en la adolescencia. En lugar de eso, el aura de peligroso odio que descendía del Palatino los unía en una comunidad psíquica y mental que se manifestaba mediante gestos y miradas. Tres varones fuertes, guapos, del precioso semen de su padre perdido, del seno generoso de su bellísima madre. «La mujer más guapa de Roma, la más fuerte del imperio», le decían, estrechándola los tres a la vez en un abrazo que los asfixiaba. Sus brazos adquirían fuerza de mes en mes, la estatura de Druso y de Cayo aumentaba. Era un arrebato de orgullo: «Los tres, los futuros amos del mundo que nos han robado». Y ella guardaba silencio en el abrazo, que era -multiplicado, envolvente, calidísimo- el que había perdido de Germánico.

Pero, sin que ella se percatase, sus hijos emergían de la muerte del padre irreconociblemente cambiados, hasta el punto de que la vida de sus pequeñas hermanas estaba completamente separada de la suya.

El primogénito, Nerón, con la fama del nombre familiar se había hecho un heterogéneo círculo de amistades, simpatías políticas, muchos ingenuos seguidores, algunos insidiosos arribistas. En torno a él se congregaba el partido perseguido y en gran parte disperso de los populares, a los que muchos llamaban entonces Julianos. A Tiberio aquello le parecía más peligroso de lo que merecía, mientras que a los viejos amigos de Germánico les inspiraba esperanzas infundadas.

El segundo, Druso, se hallaba sumido en una melancólica desconfianza y permanecía horas encerrado en su habitación. Cuando le preguntaron en qué invertía el tiempo, respondió que estudiaba a los grandes juristas de la República y, con mordaz impaciencia, declaró que Roma necesitaba algunos.

A Cayo, en cambio, el dificultoso descubrimiento de la terrible historia familiar, comenzada a fragmentos en el castrum y completada más tarde con las imprecisas confidencias de muchas voces distintas, le había inyectado un furioso impulso de supervivencia y una implacable, aunque confusa, voluntad de futuras venganzas. Si nombraban a la soberbia familia de Calpurnio Pisón, hacía como si no hubiera oído. «Se me escapa -pensaba el preceptor Zaleucos-. Su mente toma caminos que yo no conozco.»

– Cuando andas por el jardín, aprietas los puños -le dijo su madre-. ¿Por qué?

Él se echó a reír, pero se dio cuenta de que era verdad. Al caminar, movía los brazos libremente, pero los puños estaban cerrados y las uñas se clavaban en la carne. Y se percató de que en la palma izquierda le habían quedado las señales.

El único sentimiento que entonces le producía alivio, fantaseando, era la venganza. Pero de eso todavía no se daba cuenta nadie. Su semblante era dulce y amable, sus sonrisas desarmaban a cualquiera, sus silencios parecían melancolía. Sin embargo, su pensamiento esencial y constante era identificar, con todos los rostros y los nombres, a los despiadados protagonistas. Y mientras pasaba los días buscando, indagando, escuchando, reflexionando, descubrió que su hermano Druso escribía en secreto un commentarius, una especie de diario.

– ¿Qué recoges en esos escritos? -preguntó.

– Lo que me ha sucedido el día anterior -respondió su hermano con brusca ironía, antes de coger el codex y guardarlo en su bargueño.

Así que Cayo, en silencio, prestó atención y vio que todas las mañanas Druso pasaba media hora a solas escribiendo. Escribía con lentitud, reflexionando entre frase y frase pero sin arrepentirse de lo que había escrito, pues no tachaba casi nada. Hasta que un día se marchó apresuradamente y dejó el codex abierto sobre la mesa, con la tinta todavía fresca en las últimas líneas.

Cayo se inclinó sobre el codex y, en el silencio de la biblioteca, lo hojeó con delicadeza. Y vio que no contenía los pequeños sucesos personales del día anterior, sino que en él se trazaba, hora a hora, una alucinante historia secreta del imperio de Tiberio. Y su peligrosidad era incalculable. El texto, dividido en párrafos, estaba cargado de fechas anotadas con diligencia y se remontaba a los años en que Cayo vivía en el Rin con su padre, en la protectora segregación del castrum. Druso, entonces adolescente, había comenzado cada relato con la frase: «A fin de que se conserve el recuerdo…».

Cayo leyó un título que parecía el anuncio de un relato, una fabula: «Historia de Apuleya Varilia, nuestra bella prima, que lleva imaginativos peinados, es amante de las joyas y viste prendas de lino bordado en Egipto».

Pero no era una fabula. «La otra noche, delante de muchos amigos, la bella Varilla dijo que, a causa del temeroso silencio de los ancianos, los jóvenes no saben nada sobre la verdadera vida de Livia, la Noverca. Dijo que quería contárnosla, y yo la transcribo aquí. Cuando la ahora octogenaria Noverca, que ha destruido nuestra familia, entró en la vida de Augusto, tenía diecisiete años, otro marido y un hijo pequeño. Se llamaba Tiberio y en esos momentos nadie pronosticaba que dirigiría el imperio. Pero, además de eso, ella estaba embarazada. Y de ese nasciturus nadie se atrevía a aventurar quién era el padre. El escándalo, dijo Varilia, fue mayúsculo, porque el primer marido de la Noverca pertenecía a la histórica gens Claudia y había sido un enemigo declarado de Augusto durante el brutal asedio de Perusa. La amnistía le había permitido volver a Roma, pero los vencedores no le habían dispensado una buena acogida y se había visto relegado a un rincón y sin dinero. En tales condiciones, cuando Augusto intentó quitarle también a la mujer, solo pudo decir, con la tradicional soberbia de la familia Claudia, que se la llevara, porque él no sabía qué hacer con ella. Y según Varilia tenía razón, porque la jovencísima Livia había pasado rápidamente de los débiles brazos del exiliado derrotado a los fuertes del amo de Roma. Y mientras todos reían, Varilia añadió que en aquella época Augusto, afortunadamente para él y para Livia, aún no había escrito la ley contra el adulterio. Es más, había pedido una opinión oficial a las máximas autoridades religiosas: ¿era legítimo el tempestuoso divorcio de una mujer embarazada y su posterior e inmediato matrimonio? Y el niño que iba a nacer, y del que, como he dicho, nadie se atrevía a decir quién era el padre, ¿qué status tendría? Tratándose en cierto modo de un tema teológico, la respuesta de los sabios religiosos había sido cauta y abierta a varias interpretaciones. En cualquier caso, insatisfactoria para todos.»

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