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Agripina dijo que Augusto no había reaccionado al oír las palabras de la Noverca.

– Pero sabemos que ella se echó a reír. «Todos callan porque Julia es tu hija. Pero tú no puedes permitir en tu familia lo que has prohibido justamente en las familias de los demás. Y los honestos de todo el imperio admirarán tu dolorosa justicia.» Augusto dijo que quería descansar y cerró los ojos. Mi madre no lo creyó cuando se lo contaron, pero de repente Augusto la convocó por escrito: se la acusaba de haber violado aquella tremenda ley. Junto a su nombre figuraban los de importantes familias senatoriales, todos populares, nuestros amigos. Entonces recordamos las palabras de la Noverca en su pequeño jardín y esta casa se llenó de terror. Mi pobre madre comprendió que había comenzado una persecución sin tregua contra ella. La condujeron al Palatino. No volví a verla.

Por primera vez en su joven vida, Cayo experimentó la sensación física, envolvente, de un peligro mortal.

Agripina dijo que, para evitar el riesgo y el escándalo de un proceso público, los juristas imperiales habían lidiado hábilmente con las leyes hasta encontrar una, dictada por lo menos cinco siglos antes y llamada «de patria potestate», que concedía al pater familias, el padre, potestad de vida y de muerte sobre todos sus familiares. Es decir, Augusto podía, muy oportunamente, procesar a su hija en secreto, sin testigos y sin defensores.

– Lo que se dijeron Augusto y mi pobre madre en un juicio tan bárbaro no lo he sabido nunca.

Contra los otros acusados se aplicó, en cambio, una ley que Augusto había ideado para consolidar su poder absoluto y que una mayoría distraída, asustada o cómplice había aprobado apresuradamente: el princeps -es decir, él mismo- podía arrestar, juzgar y condenar a puerta cerrada, sin garantías y sin posibilidad de apelación, a los culpables de delitos contra «la seguridad del imperio», estando obligado únicamente a informar de ello, una vez los hechos consumados, a los senadores. Una ley que suscitaría a lo largo de los siglos cientos de dictatoriales imitaciones.

– Después de ejecutar las sentencias, Augusto arrojó los nombres de los acusados ante todo el imperio. El primero fue Julio Antonio. ¿Sabes quién era?

– No me habéis contado nunca nada -murmuró Cayo.

– Era el hijo primogénito de Marco Antonio. Como era huérfano, había crecido con nosotros. Quería mucho a su padre y ardía de deseos de vengarlo.

– No me extraña -dijo Cayo.

Aquel frío laconismo produjo cierta alarma en Agripina.

Julio Antonio murió al cabo de muy poco. Dijeron que se había suicidado, pero todos murmuraron que lo habían matado. La segunda víctima fue Sempronio Graco. Después de un siglo, su familia todavía espantaba a los optimates.

De hecho, esa familia, queridísima por el pueblo, había intentaado fraccionar las inmensas tierras conquistadas, el ager publicus, en pequeñas propiedades de cultivadores y había sido masacrada en.aquella famosa y sanguinaria revuelta.

– Augusto lo desterró a una isla pedregosa del mar de África. Y allí, diecisiete años más tarde, lo mataron.

Una fuerte presión de la memoria hizo a Cayo recordar al correo llegando al castrum bajo la lluvia, desmontando del caballo enfangado y, sin quitarse la lacerna chorreante, anunciando el asesinato de un prisionero inerme en una isla lejana. Había oído aquel nombre una sola vez, pero se le había grabado en el cerebro. Guardó el recuerdo para sí mismo.

Entretanto, Agripina proseguía aquel atormentado relato con dificultad y, ante la muda y demasiado adulta atención de su hijo, no sabía concluir las frases.

– En aquellos días yo tenía doce años. Y mientras en estas estancias nosotros nos moríamos de angustia y de vergüenza, en Roma muchos reían.

En aquellos días, en toda Roma se comentaba que esos hombres y la hija de Augusto, además de haber cometido infinitas y vergonzosas irregularidades privadas, se habían abandonado a una orgía colectiva en el Foro Romano, junto a los Rostra, la histórica tribuna de los discursos oficiales, e incluso en el sagrado recinto de Marsias. La acusación dejó atónitos a los senadores, pero, mientras que los populares se sentían turbados, los optimates, a quienes convenía mostrar indignación, se indignaron clamorosamente. Un solo senador, anciano y valiente, se puso en pie y dijo: «No lo he entendido». Creyeron que se refería al oído debilitado por la edad, pero él lo aclaró: «No he entendido por qué unos acusados de haber violado la ley De pudicitia con la hija de Augusto y que, por lo tanto, debían haber sido sometidos a un proceso público ante el tribunal senatorial, han sido juzgados y condenados en secreto, aplicando la ley contra los delitos de subversión». No le contestó nadie. En cambio, alguna mente cáustica observó que, para gente acostumbrada a las villas más espléndidas del imperio, la orgía en el recinto de Marsias debía de haber sido una aventura tremendamente incómoda. En aquel sagrado pero reducidísimo espacio, efectivamente, además de la gran estatua se apiñaban tres exuberantes, centenarias, voluminosas e igualmente sagradas plantas: una higuera, una vid y un olivo.

– Me enteré por un oficial de que, cuando fue trasladada a Pandataria, mi madre dijo: «Nunca he olvidado que soy la hija de Augusto. En cambio, mi padre ha olvidado que es Augusto».

Cayo, sin hacer comentarios, preguntó:

– ¿Y en Roma no reaccionó nadie?

La única que había manifestado en público, con desprecio, que aquellas acusaciones falsas ocultaban una terrible lucha por el poder había sido la primera -y ampliamente traicionada- mujer de Augusto, la madre de Julia, Escribonia.

– Después de aquel cruel divorcio, se había mantenido al margen con dolorosa dignidad. Pero cuando se produjeron estos acontecimientos conmovió a toda Roma al declarar que quería acompañar en el destierro a su inocente hija. Y lo hizo, y permaneció a su lado hasta la muerte. Entonces también el hijo de dieciséis años de Sempronio Graco proclamó que su padre era inocente y quiso partir a aquella isla con él. Y la gente dijo que semejantes sacrificios no se hacen por alguien que ha traicionado a la familia. De hecho, el pueblo de Roma salió a la calle, y todos gritaban: «¡Julia libre!», y Augusto mandó a los pretorianos para que los dispersara. Al final se vio obligado a trasladar a mi madre de aquella desesperante soledad de la isla a tierra firme, a Reggio. Pero ella no pudo escribirnos nunca, nunca pudimos verla, solo transmitir algún menaje, de viva voz, a través de algún amigo de confianza… Le hicieron saber que sus tres apuestos hijos varones, los hijos de su amor on Agripa, mis hermanos, habían sido asesinados uno tras otro.

Mientras tanto, Augusto envejecía. En cuanto a Tiberio, había regresado a Roma y se había encerrado en la villa del monte Esquilino que Cilnio Mecenas le había dejado a Augusto, con sus colecciones de arte y sus preciosos jardines. -Se pasaba el tiempo leyendo a filósofos e historiadores griegos. Se decía que su pasión era el estudio de la astrología oriental. Se había traído de Rodas a un astrólogo griego, un tal Trasilo. Sus partidarios susurraban que este le había predicho el imperio. Y los últimos peligros para él eran mi hermana Julia Menor y su marido, Emilio Paulo, que frecuentaban a los hermanos, los hijos y los amigos de aquellos a los que habían matado o se consumían en el exilio. Eran magistrados, senadores, tribunos, e intentaban luchar porque sabían que los destruirían. El más amable de todos era Publio Ovidio, el poeta. Pero un día, de repente, los atacaron con acusaciones escandalosas, iguales a las que habían destruido a mi madre. Ovidio fue exiliado a Tomis en pleno invierno, un viaje devastador por mar y por tierra, y se encargaron de que muriera en el exilio. «Tan solo una terrible mente femenina puede usar semejantes artes», dijo Aurelio Cotta la última vez que lo vimos. Mi hermana también fue cubierta de fango, sufrió la misma tortura que mi madre. Su marido fue ajusticiado. Alguien tuvo el valor de decir con ironía que quizá había cometido adulterio con su mujer. No obstante, ordenaron borrar su nombre de las inscripciones y las lápidas. Y aquel anciano e indomable senador protestó: «La damnatio memoriae solo se aplica en caso de delitos contra la Re pública, no por excesos privados. La verdad de este proceso se nos oculta». Pero entonces ya era de edad muy avanzada; su voz era débil, y nadie le prestó atención. Después nos enteramos de que muchos senadores y magistrados se habían exiliado de la noche a la mañana. Y a los sorprendidos romanos les contaron que se habían ido por iniciativa propia. Toda Roma rió con la historia de los senadores que se infligían el exilio ellos mismos. Pero la mentira se había inventado para que no se supiera cuántos rebeldes había y lo importantes que eran. A mi hermana, a fin de que se dejara de hablar de ella, la desterraron muy lejos, a Trimerum, en el Adriático. Estaba embarazada, y al hijo que dio a luz allí, un varón, un heredero de la sangre de Augusto, se lo quitaron. Luego Tiberio robó el imperio y se vengó brutalmente. Le quitó a mi madre incluso la pequeña renta asignada por Augusto, le prohibió ver a nadie, salir de aquella miserable casa donde estaba relegada. Su odio no se aplacó hasta que la encontraron muerta en el suelo.

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