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»El general Marco Vipsanio Agripa tenía más de cuarenta años, otras mujeres y otros hijos en su pasado; y en aquellos días en Roma se dijo brutalmente: "Augusto regala mujeres a sus fieles como se regala un caballo". Sin embargo, aquel gélido matrimonio de conveniencia se transformó, para sorpresa de todos, en una feliz y fértil familia.

»Pero, como sabes, mi padre murió pronto durante una guerra. Augusto dijo, acongojado, que había perdido su brazo derecho, "al hombre que ha dirigido todas mis batallas", gemía. La Noverca, en cambio, no lloraba. Y le sugirió que, en todo el imperio, tan solo un hombre podía sustituir al gran Agripa, y era su hijo Tiberio. Había que convertirlo en el heredero del poder, desanimar a otros aspirantes, casarlo inmediatamente con Julia. Pero cuando murió mi padre, mi madre estaba embarazada; era la sexta vez en nueve años. Nadie había desobedecido nunca a Augusto, pero aquella vez ella se rebeló. Muchos la oyeron gritar que se estaba utilizando sin misericordia su vida, que no podían ligarla, al cabo ele unas semanas de luto y con un niño recién nacido, al taciturno Tiberio, que era, por encima de todo, hijo de la Noverca, la segunda y odiosa mujer de su padre.

Lo que Agripina, tras un tortuoso silencio de años, estaba contándole finalmente a Cayo, en su época había sido el cotilleo más sonado de Roma. Y muchos habían reído abiertamente, pues, de forma inesperada, Tiberio también se había rebelado contra aquella boda. En realidad, ya estaba casado, y para sorpresa general había declarado en público que lo estaba felizmente, con una mujer ele temperamento moderado y severa como él. Y no aceptaba dejarla. Además, esta era, en aquella demencial trama de parentescos, la hija del primer matrimonio del difunto Agripa. Y Tiberio había alzado la voz para pronunciar una frase que dio la vuelta a Roma: «¿Voy a tener que divorciarme de la hija de Agripa para casarme con su viuda?».

Pero, mientras que la capital del imperio seguía divertida aquel insólito debate familiar, Augusto había declarado solemnemente: «Yo pienso en Roma con una perspectiva de siglos, no de los escasos años de nuestras vidas», y semejante frase no admitía réplica. Pocas ceremonias nupciales, desde luego, habían sido tan fúnebres como aquella.

Agripina, que de jovencita se había encontrado como recalcitrante padrastro a Tiberio, concluyó:

– Sé que él obedeció llorando, y cuando casualmente volvió a ver a la mujer que lo habían obligado a dejar, miró para otro lado.

Y en secreto continúa llorando.

La frase entraría, prácticamente con las mismas palabras, en los libros de historia.

Cayo no decía nada. Que un hombre como Tiberio hubiese llorado era inimaginable; pero quizá era verdad. Y el absurdo matrimonio no podía durar. Tiberio acabó por dar un portazo y se marchó a la lejana isla de Rodas. La gente murmuró que Augusto había descubierto ciertas intrigas políticas y comenzó a llamarlo «el exiliado de Rodas». Los populares proclamaron que la triunfal carrera de Tiberio había acabado.

Sin embargo, eran palabras imprudentes, porque en el Palatino seguía estando la Noverca. Solo la contemplación (si puede decirse así) de ese demencial árbol genealógico transmite una idea del infierno que anidaba en el seno de la esplendorosa y riquísima familia imperial. Y por encima de todos sobresalía ella, que era a la vez la mujer de Augusto, la madrastra y después suegra de Julia, la abuelastra de Agripina y de sus hermanos muertos, la bisabuela de joven Cayo y especialmente la madre de Tiberio, y que sorprendería serenamente a todos los demás por llevar, con infatigable lucidez criminal, a su hijo al imperio y mantenerlo en él.

Y, como coincidieron en escribir los historiadores de la época, su mente, «una mente como la de Ulises», desarrollaba con laberíntico cinismo planes a muy largo plazo.

Lex Julia de pudicitia

– Nuestra casa, esta, era la más espléndida de Roma en aquella época -recordó Agripina, aunque era un recuerdo doloroso-. Mi madre, Julia, y mis tres apuestos hermanos, los nietos de Augusto…, tres como vosotros…, eran obstáculos en el camino de Tiberio. Reunían aquí a montones de amigos, familias que tenían antiguos vínculos con la nuestra, recuerdos de luchas comunes. Eran los hijos de aquellos senadores y équites masacrados inermes en Perusa, los partidarios dispersos de Marco Antonio. Estaba Cornelio Escipión, descendiente del conquistador de Cartago, Apio Claudio Pulcro, que había sido adoptado por Marco Antonio, Sempronio Graco, descendiente de tribunos de la plebe, y Quinto Sulpiciano, el cónsul… No olvides estos nombres, escríbelos y escóndelos.

– No los olvidaré -aseguró Cayo con calma-. Aunque no escriba nada, no se me olvida. Me he dado cuenta de que, si repites tres veces en un día, a diferentes horas, una serie de nombres o de fechas, ya no se te olvidan.

– Mientras tanto, la Noverca vertía veneno todos los días en el ánimo de Augusto. Le decía que mi madre y mis hermanos gastaban sumas astronómicas, vivían desordenadamente, conspiraban con sus enemigos. Mi madre no podía defenderse porque ni siquiera sabía de qué se la acusaba. Algunos senadores trataron de intervenir, pero Augusto contestó que su hija y sus nietos eran la desgracia de su vida. Entonces mi madre, en vista de que no lograba hablar con él en persona, le escribió, desesperada, diciendo que la Noverca quería destruir su familia para elevar al poder a Tiberio. No obtuvo respuesta. Se enteró de que aquella carta había caído en manos de la Noverca y de que, mientras Augusto descansaba en su pequeño jardín, esta le había dicho: «En torno a tu hija se ha congregado un nido de víboras, una conjura para destruir a Tiberio, el único hombre que te es fiel de verdad». Augusto había contestado cansadamente que no podía hacer nada: todo el imperio habría sabido que en el corazón de Roma y en su propia familia se había congregado contra él una masa de enemigos. Pero la Noverca había replicado: «Perdona que insista, pero no es necesario acusarlos de complot. Posees un arma potentísima para librarte de ellos en silencio, un arma que tú mismo has construido: la Lex Julia de pudicitia».

Augusto -ante el impasible desentendimiento de la Noverca había cultivado toda su vida intrigas femeninas, como la larga y clamorosa relación con la mujer de su querido amigo Mecenas. Sin embargo, al envejecer -como muchos célebres libertinos, que subliman el avance de la edad en un austero arrepentimiento había decidido sanear las costumbres de los romanos y defender la cohesión económica y social de las familias aristocráticas, valioso vivero ele generales y senadores.

Así pues, había concebido una ley extraordinariamente dura sobre la moralidad privada. Había escrito el borrador él mismo; sus juristas la habían blindado; los senadores la habían votado con el aplauso de los moralistas y el horrorizado pero inevitable consenso de los demás. La habían llamado Lex Julia de pudicitia et de coercendis adulteriis.

El principal efecto de la ley -que en teoría debía defender la pudicia e impedir el adulterio- había sido la adopción de una cauta prudencia por parte de los culpables para continuar con sus viejas costumbres y la aparición de una difusa complicidad a fin de silenciar los escándalos y dirimir las controversias entre las paredes de casa. Pero la ley, no en vano fruto de la sutil mente de Augusto, declaraba el adulterio delito de «acción pública». Cualquiera, inmiscuyéndose en los asuntos de los demás, podía denunciarlo, y los tribunales estaban obligados a perseguirlo. La ley se había transformado enseguida en una dúctil arma de chantaje tanto económico como político con consecuencias terribles, ya que sobre los culpables caía una condena de destierro a desagradables lugares lejanos y, en casos escandalosos, incluso la muerte.

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