Литмир - Электронная Библиотека

En efecto, unos discretos enviados imperiales se dirigieron al agitado senador, interrumpieron sus paseos y lo convencieron de que entregara aquel misterioso documento que, dijeron, «disminuye el poder del único que puede ayudarte». Por último, le aseguraron que Tiberio ya había decidido el modo de salvarlo.

Tras dos dramáticas sesiones en el tribunal senatorial -donde se cruzaron acusaciones violentísimas, declaraciones explosivas y defensas igual de furibundas, aunque Tiberio no compareció-, Calpurnio Pisón fue inesperadamente acompañado por una escolta armada a su casa. Y entre aquellos muros, durante la noche, en un total y desconcertante silencio, se suicidó. Lo descubrieron por la mañana -dijeron-, después de derribar la puerta de su habitación.

– Se ha atravesado la garganta -dijo, agitado, Nerón-. Una sola puñalada.

Pero Druso, el segundo hijo, aclaró:

– Cuentan que ha usado una espada.

Nerón se volvió, sin captar el sentido de la frase. El joven Cayo, en cambio, preguntó enseguida:,

– ¿Una espada para atravesarse la garganta? ¿Y cómo la ha empuñado?

– No se sabe -admitió con ironía Druso. -¿Han encontrado la espada? -preguntó Cayo. Druso sonrió.

– Sí, estaba tirada en el suelo, dicen, pero demasiado lejos del cuerpo.

Cayo también sonrió.

– Qué error… Ningún militar podrá creerlo jamás.

– Dicen que un centurión -concluyó Druso-, en cuanto ha visto esa espada allí, la ha empujado con un pie hacia el cuerpo, pero estaba ensangrentada y ha quedado una marca en el suelo.

Agripina miró a sus dos hijos menores, sobre todo al más pequeño, sonriendo de aquel modo mientras el mayor tardaba en comprender.

– ¿Y Plancina? -preguntó Cayo.

Druso rió de rabia.

– Plancina descansaba en otra habitación de la casa y no se ha enterado de nada. El mensaje de Tiberio no se ha encontrado.

En pocas horas, toda Roma coincidió en que aquel generoso suicidio protegía a la persona que había ordenado el envenenamiento. Tiberio sufrió la humillación sin decir una palabra, sin estremecerse siquiera. Pero en uno de sus terribles silencios -podía permanecer callado días, sumiéndose en la angustia que lo asediaba- decidió que cuantos exultaban entonces muy pronto tendrían lacerantes motivos para llorar. Y los rumores dejaron de preocupar, pues el caso se declaró cerrado.

Como no había habido sentencia, el ya inquebrantable silencio del muerto permitió a Livia -popularmente conocida como la Noverca, pero oficialmente llamada, desde hacía años, la Augusta- defender de toda acusación a su amiga viuda Plancina. De hecho, Tiberio, empujado por su madre, llegó a apoyar a Plancina incluso en contra de los atónitos senadores. «Jamás se había vista -dijeron los romanos- a un pariente cercano de la víctima defender con tanto fervor a los asesinos.»

Sin embargo, se encontraron sutiles argumentos y al final la temible Plancina fue absuelta y hasta salvó el patrimonio.

– Ha sido un pacto entre esas dos asesinas sobre el cadáver de Calpurnio Pisón -comentó Druso con odio.

La antigua historia de Julia

En la histórica residencia del monte Vaticano, entre los célebres jardines de la orilla derecha del río -que los poetas de la época llamaban Thybris-, Agripina gritó que era intolerable ver en la gloria imperial, siniestro y taciturno, al asesino de su Germánico, marido, amante y padre querido hasta el delirio. Era intolerable ver a Plancina llorar de alegría entre los maternales brazos de Livia; intolerable ver a la insolente estirpe de los Pisón cruzar Roma en la gloria de una recuperada inocencia.

Desde lejanas estancias, el joven Cayo oía su voz angustiada, sofocada entre las almohadas, entre las piadosas exhortaciones de sus mujeres, y caminaba arriba y abajo en silencio. Era apenas un chiquillo, pero en un momento dado paró de andar y se prometió a sí mismo que llegaría el día en que no perdonaría a nadie de esa familia.

«Sobrevivir», había dicho una vez Germánico. Resistir hasta el día en que la suerte acabara con el poder de los enemigos, vivir una hora más que ellos. Sin embargo, en la residencia de los jardines Vaticanos pasaban los meses y los años y el poder de Tiberio se mantenía omnipresente, inatacable. Agripina se atormentaba con recuerdos desesperados y arrebatos de rebeldía impotente.

– Vuestra madre se consume de angustia cada vez que cruzáis esa verja -dijo el preceptor Zaleucos a sus hijos-. Sois demasiado inquietos.

Pero Cayo no salía mucho. Todas las mañanas daba largos paseos solo por los vastísimos jardines que llegaban hasta el río. Acariciaba las flores y pensaba desesperadamente en su padre. Imaginaba que lo sentía, como un soplo que llegara de muy lejos. Le parecía que ese soplo caminaba junto a él, esperaba que lo tocase, y después todo desaparecía en el vacío. Una mañana, mientras paseaba, vio a su madre recorrer el paseo. Avanzaba despacio, pasándose los dedos por debajo de los ojos. Luego se sentó en un rincón; le temblaban los hombros y se envolvió en el manto de lana.

Cayo se acercó a ella y le dijo:

– Tienes frío.

– No -contestó Agripina, sobresaltada-, aquí llega el sol.

Cayo se sentó a su lado y dijo de un tirón:

– Aunque me tape los oídos con las manos, oigo continuamente a la gente hablar de ti y de tu madre, Julia, y de la maldita Noverca, a la que no he visto nunca ni de lejos. Pero, cuando se percatan de que estoy delante, inmediatamente se callan.

Agripina era muy guapa, como demuestran sus retratos. Poseía la belleza engañosamente serena y dulce de la estirpe Julia, la que también aflora en el rostro de Augusto. Pero ese día Cayo solo vio que sus facciones se ponían rígidas debido a la alarma.

– Después de todo lo que ha pasado -dijo entonces-, no pueden seguir existiendo secretos. Dime por qué Julia, la única hija de Augusto, tu madre, fue desterrada a la isla de Pandataria y después la enviaron a Reggio a morir. Es una crueldad que no puedo comprender.

– Pandataria es una isla preciosa -contestó inesperadamente Agripina, y Cayo se quedó sin palabras-. Tenemos una villa en Pandataria. La construyó mi padre, Agripa. -No dijo, sin embargo, que no podía ir desde hacía años. Su bello rostro estaba demacrado, su cuello delgado, las venas le palpitaban bajo la piel, pero ella insistía en sonreír-. Es una isla pequeña, muy verde porque tiene un manantial. Mi padre era un gran marino, encontró el lugar más protegido para atracar y construyó un pequeño puerto. A mí me gustaba.

Cayo estaba impacientándose, notaba que la conversación se le iba de las manos. Tan solo años después comprendería que su madre había intentado evitarle el dolor.

– La villa está en la cima del promontorio -continuó ella-, al final de una larga escalinata. Tiene la forma de dos alas, hacia levante y hacia poniente; en el centro, mi padre construyó un nymphaeum. Así, ese rincón queda protegido de los vientos invernales y se llena de flores.

»En la parte más alta mi padre construyó una terraza, y desde allí se ve todo el Tirreno y las demás islas, y la costa del Lacio. En levante y en poniente, bajan hasta el mar dos pasos cubiertos; mi padre había previsto poder encontrar aguas tranquilas hiciera el viento que hiciese.

Cayo no podía imaginar la angustiosa importancia que adquiriría muy pronto esa descripción. Agripina lo acarició, le apartó los cabellos ondulados que le caían sobre la frente. Él no lo soportó, se escabulló de las caricias.

– Por favor, dime por qué Julia, tu madre, murió de ese modo.

– El viaje a Egipto, adonde no pude acompañarte… -Agripina respiró y Cayo intuyó el daño que le hacían aquellos últimos meses de la vida de Germánico lejos de ella-. Ese viaje te lo reveló todo sobre la familia de tu padre. Pero por mi parte, de cómo vive en ti la sangre de Augusto, solo sabes lo que han podido y querido decirte personas que no vivieron aquellos días. -Respiró de nuevo, pero el tiempo de callar había terminado-. Para empezar debo decirte que Augusto, para casarse con la Noverca, envió la carta de divorcio a su mujer, Escribonia, el mismo día que esta traía al mundo a Julia, mi pobre madre. Una crueldad que disgustó a toda Roma. Augusto nunca quiso a su única hija, simplemente la convirtió en un instrumento para sus planes. Apenas esta cumplió catorce años, la hizo casarse con su sobrino Marcelo, al que había escogido como heredero. Pero Marcelo murió unos meses más tarde, cuando mi madre no tenía aún quince años. Augusto solo buscaba aliados seguros, pues toda su vida había estado amenazada por conjuras: Aulo Murena, un cultísimo jurista, y Fanio Caepio, descendiente de cónsules; y poco después Cornelio Cina, cuya familia había sido aliada de Cayo Mario; y Valerio Sorano, que era un noble samnita. Todos descubiertos, todos muertos. Augusto dijo que se sentía como un tigre sobre una roca, rodeado por una jauría de perros. Y enseguida casó a Julia con su amigo más seguro, el hombre que lo había ayudado a conquistar el imperio, mi padre.

27
{"b":"125263","o":1}