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Muchos habían pedido apasionadamente a Tiberio gloriosas ceremonias de Estado para las cenizas de Germánico. Él las había negado. «Ha dicho que no. Ninguna ceremonia en el Foro, ninguna conmemoración en los Rostra -reaccionaron, indignados, los populares-. Ni siquiera los honores que se rendirían a cualquier patricio anónimo.»

Alguno señaló al emperador la insólita pobreza de aquellas exequias. Y él -una respuesta que pasaría a los libros de historia- declaró: «No es digno del carácter romano perderse en lamentaciones».

Un solo senador, entre el silencio sepulcral de sus colegas, reaccionó con desprecio: «Roma ya no sabe distinguir el lloriqueo de los cobardes de la celebración de los héroes».

Pero la gente no se había dejado atemorizar. Entre gritos e invocaciones, la solemne formación del inmenso cortejo, las continuas paradas bajo la presión de la multitud y el fatigoso volver a ponerse en marcha ocuparon toda la tarde. El rápido crepúsculo de enero los sorprendió cuando aún no se entreveían las grandes puertas de bronce del mausoleo. Llegaron de noche, azotados por un gélido viento invernal. Y de repente, en toda la plaza, en los jardines y en las orillas del Tíber se encendieron miles de antorchas, llamas altas, avivadas por el viento, que tiñeron de rojo el cielo alrededor del mausoleo.

Augusto, pensando en sí mismo en términos de eternidad cuarenta y dos años antes de su muerte, había construido el mausoleo de su gloria. Había inspirado a los arquitectos un solemne túmulo circular, revestido de mármol y coronado de árboles y plantas sempervirentes, sobre el que resplandecía, a cuarenta metros de altura, su estatua divinizada.

Sin embargo, muchos miembros de su tempestuosa familia, la mayoría víctimas de muerte violenta, habían entrado mucho antes que él y sus trágicas vidas figuraban resumidas en breves inscripciones en la piedra. Y él había tenido que acompañarlos al otro lado del alto portal de bronce. El primero había sido su joven y brillante sobrino Marcelo; después el gran general Agripa, el que había vencido a Marco Antonio; y luego las cenizas de los hijos varones de Julia muertos en circunstancias nunca aclaradas y tan lejos de Roma. Y ya entonces, en aquellos dolorosos cortejos, la muchedumbre había susurrado, y en ciertos momentos gritado, que la Noverca no lloraba. Como quiera que sea, esos muertos, en sus pesadas urnas alineadas dentro del mausoleo, evocarían a lo largo de todos los siglos futuros no solo la gran gloria familiar, sino también sus perversas tragedias.

La última noche de Calpurnio Pisón

Muchos patricios propusieron dedicar a Germánico un clipeus -un soberbio escudo de oro- y levantar arcos triunfales en su honor en Roma, en Siria y en las orillas del Rin. Tiberio también lo impidió, diciendo que la gloria no se construye con piedras. No obstante, en la oleada de emoción que recorrió el imperio, muchas ciudades decidieron por su cuenta.

– Roma no ha hecho nada -dijo Agripina-. En cambio, decenas de pequeñas ciudades le están levantando los monumentos que su corazón les dicta.

Y era verdad.

– Tiberio cree haberlo sofocado todo, pero se equivoca -dijo el fiel Cretico con una rabia que no se apaciguaba-. Me apartó de Germánico cuando quería matarlo; ahora no me hará callar.

En la armoniosa residencia del monte Vaticano, la mente de Agripina y la de los compañeros se pusieron a recoger con tenaz obsesión testimonios y pruebas del terrible envenenamiento. Pruebas y testimonios llegaron a espuertas de Siria, donde las legiones estaban a un paso de la revuelta.

Y una mañana el joven Cayo, cuya adolescencia se estaba consumiendo en esa angustia, entró en la biblioteca, donde durante semanas juristas y senadores amigos habían trabajado apasionadamente, y vio que, ante una mesa cubierta de documentos cuidadosamente ordenados, su madre, pálida como una sombra, sonreía.

– Todo esto -anunció- será presentado hoy a los senadores. Y ninguno podrá cerrar los ojos.

Los documentos fueron entregados al tribunal senatorial y el escándalo estalló. En unas tempestuosas sesiones, en las que entre optimates y populares se rozó el enfrentamiento físico, Tiberio se vio obligado a permitir que se instruyera un proceso contra Calpurnio Pisón y su mujer, Plancina.

– Todavía no hemos vencido -dijo Cretico, unas palabras que quizá constituyeran una premonición.

De hecho, al día siguiente, Nerón, el impulsivo hermano mayor de Cayo, volvió a casa jadeando y anunció que la siria Martina, la presunta envenenadora, finalmente había desembarcado en Brindisi encadenada.

– Pero la han encontrado muerta -añadió-. No sufría ninguna enfermedad ni presentaba señales de violencia. En el cabello llevaba restos de una pasta venenosa.

Lo miraron; todas las conversaciones se habían interrumpido.

– Entonces es verdad -intervino Cayo con voz repentinamente adulta- que nunca descubriremos quién la mandó donde estaba mi padre.

Después llegó de Siria, todavía libre y enfurecido pero bajo una tormenta de acusaciones, el senador Calpurnio Pisón. Dado que Tiberio y Livia conocían muy bien su violenta imprudencia, Tiberio se apresuró a presentarse en la Curia y trazó imperiosamente a los senadores, reunidos en sesión plenaria, las líneas del proceso:

– Debéis averiguar si Calpurnio Pisón se interpuso a la autoridad de Germánico en Siria o si Germánico se mostró intolerante con él; si Calpurnio Pisón alimentó rencor contra Germánico o si Germánico abusó de sus poderes; si existen sospechas concretas sobre el uso de un veneno o si haber expuesto imprudentemente el cuerpo de Germánico en la plaza de Antioquía inflamó peligrosamente a las masas.

Los optimates exultaron en secreto; los populares se quedaron paralizados por el desconcierto y la indignación. En las palabras de Tiberio, los asuntos objeto de la investigación se habían multiplicado y confundido hasta tal punto que un tribunal, o una comisión, habría podido trabajar años y años, quizá sin conclusiones.

El senador Salvidieno, descendiente de aquel otro que había perdido la vida en la antigua revuelta, se rebeló.

– Aquí corremos el peligro de no saber si el culpable es quien ha puesto el veneno o el inocente que, sin saberlo, se lo ha bebido -dijo, y recordó a sus colegas que los senadores constituían un tribunal soberano al que, según las leyes de la República, nadie podía ordenar nada.

El emperador lo miraba. Nadie más intervino y Tiberio salió de la sala, pero no olvidaría, y todos lo sabían. Por el momento, mientras se instruía el proceso, el senador Calpurnio Pisón fue dejado generosamente en libertad bajo fianza.

– Es una señal -comentó, más pálido de lo habitual, el historiador Cremucio Cordo-. Ahora Calpurnio está seguro de que Tiberio hará uso de todo su poder para salvarlo.

Calpurnio Pisón tenía realmente motivos para sentirse protegido, pero los utilizó mal. Deambulaba por los soportales del Senado con orgullosa y chantajeadora imprudencia, llevando en la mano un pequeño codex en cuyo interior había un mensaje. Quienes lo habían entrevisto susurraban que estaba escrito de puño y letra de Tiberio.

El moderado Cremucio Cordo pronosticó con sagacidad de historiador:

– Calpurnio Pisón cree que va a salvarse porque se esconde detrás de un culpable más grande que él, pero se está condenando solo porque Tiberio tendrá que hacerlo callar, y de modo que no hable ni dentro de cien años.

Agripina, acurrucada en un rincón entre almohadones, escuchaba y tiritaba permanentemente de frío.

– Temo que Calpurnio consiga huir -dijo el inquieto Cretico-, quizá al país de algún tirano en los confines con Siria, en la Decápolis o con los partos. Con el dinero que tiene…

– Eso no sucederá -repuso con calma Cremucio-. Tiberio no puede exponerse a que hable. Ya no hay riqueza posible que salve a Calpurnio Pisón.

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