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Cayo leía deprisa e iba descubriendo en su hermano un inimaginable mundo interior, una ironía mordaz e imprudente. En el silencio, se volvió y miró hacia atrás. «Un escrito como este, en esta casa, es motivo de una condena a muerte», pensó. Caminó hasta el fondo de la sala y, en el rincón, continuó leyendo al tiempo que vigilaba desde lejos la entrada.

«Varilia dijo que las leyes no permitían a Augusto reconocer como.suya a aquella criatura, dado que oficialmente había sido concebida en la casa marital. Para alivio de todos, el molesto marido Claudio había muerto poco después.» Y Druso comentaba: «El relato de Varilia nos pareció una antigua intriga libertina, pues desde entonces han pasado sesenta años. Sin embargo, todavía es una historia peligrosa, porque la vieja comúnmente llamada Noverca está viva, goza de buena salud y es la madre del emperador. Y la pobre Varilia no sabía que, entre los que reían escuchando su relato, fingía reír una espía de la Noverca. Se enteró ayer, cuando le abrieron un proceso por ofensa a la majestad imperial». El diario tembló entre las manos de Cayo. «Y puesto que la competencia sobre tales delitos es del Senado en sesión plenaria, todos los presentes en aquella infausta velada fueron presa del terror. Algunos, para que se olviden de ellos, han escapado a sus villas del campo. El proceso se ha abierto con Roma dividida, como de costumbre, entre los que apuestan por la inocencia y los que apuestan por la culpabilidad. Pero, al término de una sesión encendida, Tiberio ha escrito a los senadores -también en nombre de la Augusta, su noble madre- que perdona a Varilia esas habladurías inconsistentes.»

Hasta aquel punto, Cayo había leído ansiosamente, de pie en aquel rincón, con el codex entre las manos. Se sentó despacio… Parecía que el proceso ya no tenía razón de ser. Pero, mientras todos se preparaban para salir, un testigo inesperado y en apariencia desprevenido ha dicho que la incauta adúltera no era la anciana Livia sino la locuaz Varilia, y no hace sesenta años sino ahora, ron un tal Manlio, un joven constructor veliterno, bromista zafio y productor de vinos tintos en las faldas del monte Artemisio. Un escándalo manejado con tanto arte ha indignado a los que apostaban por la culpabilidad y tapado la boca a los otros. El tribunal senatorial se ha declarado en el deber de proceder de oficio, en aplicación de la ley sobre el adulterio. "Tenemos las manos atadas", han dicho los senadores mientras ocupaban de nuevo sus escaños. Tiberio ha comunicado que no estaba en su poder perdonar delitos de ese tipo. Y Varilia, que se había expuesto a ser condenada a muerte por haber hablado de adulterios ajenos, aunque ha negado desesperadamente la acusación, ha sido condenada al destierro por el adulterio propio. Su familia está destrozada por el escándalo. Pero -concluía Druso- creo que su única y verdadera culpa es su parentesco con nosotros.»

Cayo pasó despacio a la página siguiente.

«Quiero escribir hoy, a fin de que se conserve el recuerdo -comenzaba-, el caso de Escribonio Libo, joven de veintidós años. Y para quien me lea dentro de un siglo o dos, añado que es el nieto de Escribonia, la primera mujer de Augusto, la madre de la pobre Julia, la que acompañó a esta en su exilio. Pues bien, el infortunado muchacho fue acusado de complot contra la República. El proceso fue instruido con clamor, pero la acusación era anónima, además de débil y confusa. Estaban a punto de absolverlo, pero entonces han aparecido nuevos testigos que han hablado de ritos mágicos y encantamientos contra el emperador. Un juego fácil, en vista de la cantidad de supersticiones sirias y caldeas que Tiberio ha traído de sus viajes. Parece una acusación estúpida. Sin embargo, es tremenda, porque los ritos mágicos son, evidentemente, operaciones secretas. ¿Cómo puedes encontrar a alguien que garantice que no los has realizado nunca? Ese muchacho perderá la vida», había anunciado Druso.

El diario quedaba interrumpido con un borrón y era reanudado con fecha de siete días más tarde. «El proceso del pobre muchacho ha sido horrible: declaraciones de esclavos arrancadas bajo tortura, delaciones de falsos amigos, aterrorizadas asambleas de senadores. Y Tiberio, con su despiadada presencia en la sala, ha inspirado tal miedo que el acusado, pese a haber suplicado de puerta en puerta entre sus poderosos amigos de antes, no ha encontrado un solo abogado que lo defendiera. Desesperado y aterrado, esta noche, primera de la sentencia, se ha cortado el cuello.»

Cayo dejó el codex. El poder que había matado a su padre y a esos parientes a los que no había conocido era una bestia negra, agazapada en no se sabía qué rincón. Ser joven e inocente, estar indefenso no tenía ningún valor; solo contaba la calidad de la sangre que corría por sus venas. «Yo quiero vivir -pensó con rebeldía-. Vivir a toda costa, vivir. No me tendréis.» Se dio cuenta de que se había clavado las uñas en la palma de la mano. Respiró, cogió el codex y lo guardó en el bargueño. Entonces vio a Druso entrar apresuradamente por la puerta del fondo.

– Si buscas tu diario -dijo-, lo he guardado en su sitio.

Druso no replicó. Por primera vez intercambió con su hermano menor una mirada de adultos.

– Lo único que me da miedo es lo que dirán de nosotros dentro de doscientos o trescientos años -dijo después-. La historia la escriben los vencedores.

Desde aquel día, Cayo pudo acercarse mientras él escribía, colocarse en silencio a su espalda, leer una tras otra las palabras que salían de los movimientos iguales y ordenados del calamus. Un secreto exclusivamente de ellos dos, en la silenciosa biblioteca que había sido el refugio de Germánico.

La cueva de Sperlonga y la carrera de Elio Sejano

En aquellos días el emperador Tiberio descubrió en el bajo Lacio, cerca de Fundi, un tramo de costa impracticable, sembrada de arbustos bajos, que descendía hasta el mar. En la orilla se abría una profunda y escabrosa caverna que los contemporáneos llamaron justamente spelunca y el dialecto local transformó en Sperlonga.

De las rocas de la spelunca brotaban algunas finas venas de agua tría. Invisible desde tierra, al lugar se llegaba por un único camino, bien vigilado, abierto en el precipicio. «Nadie que no quiera morir en el acto puede caminar por esa pendiente», decían los marineros. De hecho, el neurótico recelo de Tiberio se calmó porque sabía que no había ningún paso a su espalda, solo una firme pared de roca. Así pues, allí dentro montó un umbroso y a la vez inaccesible triclinio estival.

Se decía que, mil años antes, por allí había navegado Ulises. Al fondo del golfo, efectivamente, emergía la montaña mágica de Circe, la maga: el monte Circeo.

Tiberio hizo decorar la caverna con gigantescas esculturas del finito de Ulises: luminosos mármoles blancos contra las oscuras y húmedas rocas. Pero los mitos que se habían elegido eran los más siniestros. Al fondo, en un nicho, yacía el inmenso cuerpo de Polifemo durmiendo borracho, y Ulises se acercaba para dejarlo ciego con la estaca ardiente. En la esquina opuesta, el sacerdote Laoconte y sus jóvenes hijos se retorcían entre los anillos de las serpientes marinas. En el centro, el agua que brotaba de la roca alimentaba un fresquísimo estanque circular, pero del agua emergía, en un enorme grupo marmóreo, el monstruo Escila. La escultura, naturalmente escogida por Tiberio, era casi una representación de su cada vez más vivo rechazo de las mujeres: el rostro era dulce y sonriente, pero el bello torso femenino se dilataba, de la cintura para abajo, en una maraña de tentáculos que envolvían a los marineros de Ulises para devorarlos.

En aquella spelunca, la muerte pasó junto a Tiberio mientras le servían la comida. Un temblor arrancó de la bóveda una lluvia de piedras. Todos huyeron, algunos fueron aplastados, y el emperador, al que ya le costaba moverse, tardó en reaccionar. Pero un oficial se precipitó sobre él para protegerlo; lo empujó a un rincón y arqueó los músculos de los brazos y de la espalda, haciendo puente sobre él con su cuerpo.

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