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El sacerdote del templo isíaco de Iunit Tentor

En aquellos días de enero, y pese al mar invernal, desembarcó en el puerto de Ostia un hombre enviado secreta y urgentemente hasta allí desde el templo de Iunit Tentor, donde el joven emperador había hecho pintar las inmensas tablas de astronomía mágica. Se llamaba Apolonio y era sacerdote. Pero Calixto intuyó que debía interceptar la precipitada visita, de modo que fue precisamente a él -el hombre que todo el imperio sabía que estaba continuamente al lado del emperador- a quien el sacerdote Apolonio informó que llevaba una profecía alarmante, nacida de la lectura de las estrellas.

– La muerte está caminando muy cerca del emperador -declaró con preocupación y seguridad-. Debe protegerse de un hombre llamado Casio.

Pero su agitación era tal que otros oídos oyeron, y Calixto no consiguió impedir que la información llegase a la ya maldita mesa privada del emperador. El emperador la leyó en la incipiente noche de enero, mientras Calixto, de pie ante él, permanecía en silencio. En las salas de los palatia, los conjurados se echaron a temblar. Si otros podían creer en premoniciones o vaticinios, todos ellos, en cambio, estuvieron seguros de que había un espía.

En una atmósfera de incontrolable terror, Valerio Asiático decidió:

– No podemos seguir esperando.

Les salvó la vida Calixto, que vio la silenciosa y violenta irrupción de sospechas en la mente del emperador y se interpuso:

– Tengo una idea… -dijo. El emperador levantó los ojos y él sostuvo la mirada de aquellos clarísimos iris entre los párpados abiertos-. Tengo una idea acerca de quién es ese traidor.

El emperador lo miraba, y él, profundo conocedor de todos los engranajes del imperio, haciendo alarde de imaginación, dijo que el objeto de la profecía era un hombre que ostentaba el prestigioso cargo de legado en Asia.

– Es Cayo Casio -acusó-. Por sus venas corre la sangre de aquel Casio Longino que apuñaló a Julio César. En su familia hay una tradición de conspiraciones, una feroz aversión hacia la dinastía. -Hablaba con una violencia tremenda, en un tono glacial, con aquella palidez amarillenta en el semblante-. Debíamos haberlo destituido. Hay que mandar que lo arresten y lo traigan a Roma encadenado.

La orden de arrestar a aquel inocente ajeno a la intriga partió de inmediato, en la gélida noche de enero, a la fulminante velocidad de los mensajes imperiales.

Anio Viniciano susurró con ironía cruel:

– Por mucho que corran los caballos y soplen vientos favorables para las naves, la distancia es grande. Los dioses nos dan tiempo suficiente para llevar a cabo la empresa.

Asiático, con su característica sonrisa, pronosticó:

– El hombre más feliz del mundo cuando se entere de que el «muchacho» ha muerto será Casio al desembarcar en Roma encadenado.

Entretanto, nadie dio muestras de acordarse de que en el restringido círculo de los palacios imperiales operaba el primer prefecto de los pretorianos, para quien todas las puertas estaban abiertas día y noche y que llevaba el nombre de Casio Quereas. Y los dioses protegieron también la memoria del emperador.

Eran momentos de fiesta: en los palacios imperiales se celebraban los ludi Palatini, y en la sala que llamaríamos isíaca se presentaban, para la corte y los amigos del emperador, elegantes espectáculos de danzas y mimos. En los palatia reinaba una feliz confusión.

Los conjurados se congregaron en un pequeño grupo inquieto.

– Los palatia están llenos de gente, podremos movernos con facilidad -dijo Saturnino, y todos, de consuno, decidieron actuar allí dentro-. En la ciudad nadie sabrá nada hasta que lo digamos nosotros…, y si hubiera que rechazar a la muchedumbre, es el sitio más defendible.

Pero hasta entonces no se había presentado la ocasión propicia, y los ludí terminaban al día siguiente, vigésimo cuarto día de enero.

Aquella tarde, el emperador, consumido por el insomnio, estaba descansando en sus aposentos cuando llegó, palidísimo bajo el aceitunado color de las mejillas, el joven Helikon.

Apoyó una rodilla en el suelo, le besó la mano y susurró:

– No me habías dicho nada, Augusto… -El emperador notó los labios moviéndose sobre su piel-. Pero he oído que ese hombre ha venido de Iunit Tentor, y en Iunit Tentor hablan los dioses. -Alzó los ojos-. No te angusties demasiado, Augusto. No ha anunciado que vayas a morir. Solo ha dicho que la muerte camina cerca de ti. Camina, ¿comprendes?, o sea, ha anunciado que podemos detenerla…

Seguía con una rodilla apoyada en el suelo, le estrechaba la mano con ansiedad.

– Lo sé -dijo el emperador, sin saber por qué le contestaba así-. He alertado a mis germanos y a Quereas. -Se levantó, apartó la mano de la del muchacho-. En cuanto terminen estas fiestas, revisaremos todo.

Se volvió rápidamente y Helikon, todavía con una rodilla en el suelo, lo vio alejarse a grandes pasos, inmediatamente rodeado por la ya constante y absolutamente infranqueable escolta de germanos. Pensó que estaba bien defendido, intentó tranquilizarse.

Casi en el mismo momento, un joven sobrino del senador Valerio Asiático apareció de repente en medio de los conjurados, que discutían agitadamente, y con los ojos brillantes anunció, triunfal, que el tribuno Domicio Corbulo, «el hermano de Milonia la saga, la maldita bruja, el amo de Roma por méritos de cama», había tenido que partir inesperadamente para Miseno. Al igual que Germánico en Antioquía, el emperador estaba solo.

Una mañana de enero

Se despertó cuando todavía estaba oscuro -por la noche, dejaba un pequeño resquicio en un postigo, una cortina no totalmente corrida-, solo en su dormitorio, en un dulcísimo, total, aterrador silencio. No llamó a nadie, no hizo ningún ruido. Permaneció un rato con los ojos cerrados. El silencio continuaba; los abrió de nuevo.

Empezaba a clarear. Se levantó solo, sin llamar a los siervos, encontró a Helikon acurrucado sobre un fino colchón extendido al otro lado de su puerta. El muchacho se despertó e hizo ademán de levantarse. El emperador le acarició los cortos y brillantes cabellos.

Helikon le cogió la mano, se la apoyó en la mejilla, la besó con amor.

– Ese hombre de Iunit Tentor… -susurró-. He sentido miedo.

El emperador le sonrió.

– Ven esta tarde con esos proyectos para Egipto -dijo-. Los comentaremos.

Mientras bajaba, de repente decidió desviarse hacia los aposentos de Milonia y de la pequeña Drusila, su hija. Los aposentos de su nueva familia, después de aquella otra arrancada hoja a hoja hasta la soledad total y alucinante de Capri. Una familia, su isla de privacidad absoluta, de libre afectividad humana; ningún freno, ninguna alarma, ningún fingimiento: un cerrado, maravilloso jardín. Y muy pronto, en la villa nueva, ese jardín existiría de verdad. Pardes, decían los persas. Y nosotros diríamos «paraíso».

La niña lo reconocía, reía, se echaba en sus brazos. Esa era otra clase de amor absoluto. Mientras jugaba con ella, Milonia llegó por su espalda, sorprendida y feliz de verlo, pues llevaba dos días sin buscarla.

– Me han dicho que será varón -murmuró, abrazándolo-, está escrito en los astros… Nacerá bajo el signo de Virgo, como tú.

Él se había vuelto de golpe y la miraba conteniendo la respiración, pues aún no sabía nada. Pero a ella le pareció que ya había hablado mucho y se interrumpió. Él pensó que esa era la máxima felicidad que podía llegarle en aquel momento de todo el imperio. Una felicidad, un poder que no habían conocido ni Augusto ni Tiberio: el heredero imperial.

Después de aquel silencio, mientras él la abrazaba impetuosamente, ella susurró:

– Te ruego que pienses en su nombre, porque me han dicho que han buscado largamente en los astros pero no han conseguido leerlo.

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