El poderoso Calixto escuchó al modesto escritor Cluvio Rufo y el inundo se le cayó
encina. Tras una noche de tortuosos o torturantes pensamientos, vio claro que aquel mensaje no le había sido transmitido por amistad fraterna. Comprendió que debía buscar inmediatamente protectores nuevos y poderosos, dispuestos a pasar por alto su pasado si, a cambio, él conseguía darles lo que pedían.
Mientras tanto, Asiático se enteraba a través del turbado Rufo de que Calixto se había quedado impertérrito. Y eso era señal de que el hombre más cercano al emperador era también el más sensible al chantaje.
– Es peligroso no haber nacido rico o, al menos, no estar acostumbrado a la riqueza -comentó Asiático, con un destello de aquella risa odiada incluso por sus colegas de más confianza-. El ansia de oro ciega.
Cluvio Rufo volvió a visitar a Calixto y le insinuó con afecto que algún enemigo suyo estaba buscando pruebas sobre ciertos traspasos de dinero poco claros. Calixto se quedó pálido, su semblante adquirió el mismo color de mármol amarillento que cuando había descubierto los documentos de Tiberio. No obstante, preguntó con calma:
– ¿Por qué me lo dices?
Cluvio se quedó desconcertado y no supo qué contestar.
– El verdugo que torturó a Betileno Baso -dijo entonces Calixto- me contó que Betileno había gritado muchos nombres aquella noche en los jardines Vaticanos. Él no sabía quiénes eran, y los demás testigos quizá no los entendieron.
Cluvio Rufo le contó a Asiático la, según él, extraña respuesta de Calixto. Asiático, en cambio -que había elegido a ese inexperto embajador a fin de que su buena fe resultara convincente-, captó todo el veneno que encerraba. Sabía, en efecto, que aquella noche había habido muchos testigos en los jardines Vaticanos y que un día u otro recuperarían la memoria.
– Aconseja a ese griego -susurró, furioso- que es peligroso vivir con el peso de ciertos secretos. Y dile también -añadió, pensando en las grandes cantidades de dinero que Calixto había enviado lejos de Roma- que el oro puede esconderse bajo tierra, pero él no.
Entonces, Calixto -el ya mísero esclavo que, al imaginar que podían arrebatarle sus recientes riquezas, sentía un terror más lacerante que ante la idea de perder la vida- contestó que agradecía al senador su protección. Y, con las mismas palabras que unos años antes había transmitido al joven Cayo César en Capri, añadió:
– Ruégale que se acuerde de mí cuando llegue el momento.
Calixto y Valerio Asiático vieron, pues, que estaban encadenados el uno al otro de manera inquebrantable. Cada uno sabía de su aliado un secreto que podía llevarlo a la muerte, y a una muerte horrible, como la de Betileno Baso. Pero, como ambos habían guardado la información que tenían en escondrijos seguros, ya nada podía separarlos. Y lo que salvaría sus vidas era la muerte del emperador.
A partir de ese momento, Calixto -que, todavía joven e indefenso, había inspirado con razón a Tiberio un miedo clarividente: «Una víbora recién salida del huevo»- empezó a buscar cómplices dentro de la familia Caesaris, es decir, personas unidas por relaciones cotidianas en el interior de los palacios imperiales. Buscó, en resumidas cuentas, en los lugares y entre los hombres que hacían bajar las defensas al emperador.
Puesto que tiempo atrás había colaborado con Sertorio Macro en la elección de Cayo César, había aprendido bien los mecanismos y sondeó con cautela a uno de los dos prefectos de las cohortes pretorianas, Cornelio Sabino, un ex gladiador escogido personalmente por el emperador. Y, pese a la enorme deuda de agradecimiento contraída con este, el prefecto no se asustó ni escandalizó al intuir la enésima conjura. Todos veían ya que los enemigos del emperador eran muchos y estaban muy decididos; tenían, pues, todas las probabilidades de obtener la victoria final.
Sabino manifestó su interés prácticamente con las mismas palabras que las empleadas por Sertorio Macro en los tiempos de Tiberio:
– Si faltase el emperador, lo mejor que podría pasarme es ser enviado a una legión cualquiera en la frontera con los partos, si me dejan vivo.
Pero Calixto era mucho más astuto que él y Sabino, delatado por su propia declaración, se encontró irremediablemente atado a él. Calixto, indulgentemente, le prometió el agradecimiento del hombre de confianza para el que conquistaría el imperio.
Calixto encontró a ese hombre de confianza y agradecido en el anciano Claudio, el tío del emperador, el latinista y etruscólogo que llevaba toda la vida metido en la biblioteca. Ligeramente cojo, tenía fama también de padecer un leve retraso mental. Había inventado tres nuevas letras para el alfabeto latino que a todos les parecían superfluas. Había escrito sobre Etruria, sobre Cartago, sobre la Roma de los primeros siglos. Estaba catastróficamente indefenso ante el encanto de una mujer. Había tenido dos o tres bellas e inquietas mujeres, y todos reían de la torpeza con que importunaba por igual a las jóvenes esclavas extranjeras y las atónitas consortes de sus más queridos amigos. Un hombre que -esta vez de verdad- no causaría problemas a los senadores y, como símbolo inútil y fácilmente manejable, dejaría el poder en manos de las dos irreductibles facciones en que el Senado estaba dividido desde hacía casi cien años.
El futuro daría la razón a los cálculos de Calixto. Pero Calixto había hecho que el anciano Claudio quedara indisolublemente unido a él el día que le susurró, como si se tratara de una afectuosa confidencia:
– Tu sobrino Cayo César ya sospecha de todo el mundo. Incluso de ti. Está pensando en envenenarte.
Dejó que el anciano se sumiera en la consternación y después, como por arte de magia, trocó esta en esperanza diciéndole que, «si alguna vez alguien lograra liberar a Roma de aquel monstruo», la única persona digna de ser elevada al imperio era él, Claudio, el descendiente noble y sin tacha de la terrible pero gloriosa familia.
– Pero prométeme que, de todo esto, no se te escapará ni un suspiro. Si hablas, perderemos todos la vida en un momento.
El viejo prometió. Y Calixto logró mantener aquel pacto absolutamente en secreto, convirtiéndolo en un as guardado en la manga.
Sin embargo, el punto más espinoso y violento del plan -el que debía no solo ser un éxito sino ser preparado sin despertar sospechas y ejecutado con inexorable rapidez- era la acción material de matar al emperador. Era terrible, efectivamente, imaginar qué les sucedería a todos si el emperador saliera indemne o lo socorrieran a tiempo sus fieles y despiadados germanos.
– El riesgo es enorme -dijo fríamente Valerio Asiático a sus colegas-. Recordad que una espera demasiado larga pone en peligro el secreto, como se vio con el episodio de Betileno.
Decidieron febrilmente apresurarse, y Calixto encontró al inesperado ejecutor precisamente en el primer prefecto de las cohortes pretorianas, el mayor y el de más confianza, el oficial que se encargaba de las operaciones de seguridad más delicadas y, por lo tanto, podía desmontarlas mejor que cualquier otro: se llamaba Casio Quereas, es decir, el hombre que tres años antes había entregado a Calixto la fatal nota escrita por Sertorio Macro.
Quereas era un hombre franco y chapado a la antigua, valiente, físicamente fortísimo y rudo, que no soportaba, y probablemente no entendía, los chismorreos y las bromas de corte. El refinado Calixto lo humilló con un pesado juego de palabras y, como él se ofendió, le dijo que no se enfadara porque ese apodo insultante se lo había inventado el emperador. El hombre, que había sentido por el emperador la fidelidad visceral de un perro, se sintió traicionado en su honor y cayó ciegamente en la trampa. Calixto se rió para sus adentros de la inútil precaución del emperador, que había repartido entre dos personas el gran peso y el decisivo poder de aquel cargo.