Литмир - Электронная Библиотека

– Sí, mandaremos una guarnición -convino duramente Asiático-. Nadie podrá acercarse. Hay que deshacerse de todo enseguida…, estatuas, instrumentos…, ahogar a los sacerdotes, llenar de piedras los cascos de las naves, abrir brechas en las tablazones, dejar que se pudran en el fondo.

El senador Asiático era hombre de pocas palabras, muy dado a pronunciar frases lapidarias, y todos advirtieron que esa vez, en cambio, entraba rabiosamente en detalles.

– Ese arquitecto será expulsado en el acto de Miseno. Después ya veremos qué hacemos con él -añadió.

Asiático estaba pensando, con clarividencia, que esas naves flotando en el agua no eran solo un monumento, sino que además alimentaban un sueño. Pero, mientras hablaba, veía frente a él al senador Marco Vanicio, que abrigaba proyectos iguales que el suyo; astuto aliado ahora en la persecución del poder, violento adversario en el momento de compartirlo.

Vanicio, efectivamente, intervino con suficiencia:

– Estás hablando de cómo limpiar la casa, pero nos olvidamos de cerrar las puertas.

Sus partidarios rieron y el senador Asiático pensó que eran unos incautos, pues de ese modo se habían descubierto. Pero esos problemas quedaban para días futuros.

– La frontera oriental del imperio está hecha trizas -prosiguió Marco Vanicio- y no nos ocupamos de ella.

– Mi consejo -repuso Asiático con calma- es que, aprovechando que estamos reunidos, decidamos ahora a quién mandaremos a poner orden allí. Yo propongo a Lucio Marso. He hablado largamente con él. Es un hombre de hierro, sangre de montañés de la Marsica, veinticinco años en las legiones. Propongo que parta inmediatamente, en secreto. Cuando llegue el momento, todos descubrirán que él ya está en Antioquía.

Lo escuchaban apiñándose y aprobaron la propuesta en el acto. Pensaban en los cargos que asumirían, en las tierras que volverían a sus manos, en el inmenso e incontrolado poder que estaba aflorando de nuevo.

– Esto es lo que haremos -dijo Asiático-: a ese Polemón, ese literato al que ahora llaman el rey del Ponto, le dejaremos elegir adónde quiere ir tranquilamente a exiliarse y escribir poesías.

Rieron. Uno tras otro, volvieron a tumbarse en el triclinio, se pusieron de nuevo a comer perdices y olivas, se sirvieron vino. Pero no eran charlas de sobremesa; eran implacables decisiones estratégicas.

En realidad, Polemón, el rey poeta, sería expulsado fuera de las fronteras. Dejaría, no obstante, un epigrama escondido entre las páginas de la Antología Palatina : «Mira: esta calavera fue el más alto baluarte del alma, el envoltorio de la mente occisa. Y te invita: bebe, regocíjate, corónate de flores. Porque muy pronto tú también serás una cavidad vacía».

Valerio Asiático levantó la copa.

– Ese príncipe árabe de los nabateos…, todos los reyes de ese país se llaman Aretas, uno tras otro… -dijo, riendo-, bastará presionar en la frontera, obligarlo a retroceder cada vez más hacia el desierto. Tienen mucho espacio, en el desierto.

Todos rieron. Y las legiones no tardarían en ocupar Petra, la maravillosa ciudad excavada entre rocas de pórfido y arenisca, harían retroceder al último rey a los desiertos del norte. La tierra nabatea se convertiría en la provincia de Arabia.

Cada proyecto traía otro consigo.

– ¿Y todos esos pequeños príncipes…, de Comagene, Armenia, Emesa, Calcis, Edesa…?

– Tranquilo, les ajustaremos las cuentas uno a uno -prometió Asiático con calma-. Será fácil. No tienen fuerza militar, se limitarán a protestar.

En efecto, los pequeños príncipes inermes se reunirían en Tiberias para decidir qué hacer. Pero el legado de Siria -que será precisamente Lucio Marso-, los mandaría de vuelta a casa declarando que Roma no podía perder el tiempo con ese conciliábulo de dinastas.

Pero, después, el propio Asiático sugirió:

– A Herodes Agripa, de Judea, no le toquéis por el momento. -Ante las protestas del soberbio Marco Vanicio, sonrió-. Sus súbditos son muy celosos de su independencia. Y a nosotros ahora no nos conviene provocar una guerra allí. Además, me han dicho que está enfermo…

Herodes Agripa, como movido por un presagio, fortificaría Jerusalén construyendo la tercera fila de muralla. Pero no la acabaría, porque Asiático estaba bien informado sobre su salud. La muerte lo sorprendería en el teatro de Cesarea durante la visita del nuevo emperador. Judea sería reducida inmediatamente a provincia romana. Veinticinco años después llegarían el terrible asedio de Jerusalén y las matanzas de Tito. Pero eso era un futuro demasiado lejano: los conjurados veían el poder acercándose a sus manos después de tantas ansias, tanta codicia y tanto terror, como una caravana exhausta por la travesía por el desierto ve, entre la arena, el perfil verde de una palmera.

– El único frente que permanece abierto, y que no se cerrará nunca, es el de las orillas del Éufrates, el de los partos. No nos hagamos ilusiones solo porque su rey ha cruzado el río para intercambiar saludos con nuestros embajadores. Allí únicamente hablarán las legiones.

Se declararon de acuerdo. Entonces Marco Vanicio se levantó y dijo, con dureza imperial:

– El que suba al Palatino llegará porque así lo hayamos querido nosotros. Y tendrá que recordarlo. Tendrá que derogar todas esas leyes demenciales: los impuestos, los comicios electorales, la ciudadanía romana, los ordenamientos agrarios. Tendrá que derogarlas todas el primer día, todas a la vez. No dará tiempo de hablar a nadie.

Su tono era prepotente y amenazador. Asiático pensó que era un aliado peligroso. Y mientras se levantaban y se arreglaban los solemnes pliegues de las togas, dijo con voz serena que habían hablado de todo excepto de cómo quitarle la vida al hombre por cuya causa, mientras continuara respirando, sus discursos seguirían siendo sueños.

La riqueza de Calixto

Aquel invierno Calixto ya se sentía con poder por sí solo, gracias a su viva inteligencia. Después de haber estado expuesto en el famoso mercado de esclavos de la isla de Delos, donde lo habían comprado como si fuera un caballo, había llegado a dar órdenes, e infundir miedo, a hombres cuyos antepasados habían destruido Cartago.

En pocos años, protegido por la confianza imperial, había logrado enriquecerse desmesuradamente. Una riqueza turbia, fruto de concusiones administrativas sin control, de sentencias compradas, de exacciones sobre los equipamientos militares y las obras públicas, el mantenimiento de las vías, los acueductos, incluso la reconstrucción de ciudades devastadas por terremotos o inundaciones. Pero ese prolongado saqueo empezaba a salir a la luz; su escandalosa riqueza estaba cercada por la codicia de los otros cortesanos. Y mientras su poder se volvía cada vez más frágil, él seguía sin darse cuenta de que cualquiera podía destruirlo fácilmente.

Una mañana de principios de septiembre, bajo un tibio sol, el senador Valerio Asiático, sentado en la elegante quietud de su peristilo, junto a la fuente de precioso fondo azulado, dijo:

– Ese griego se cree invulnerable porque está forrado de oro.

Frente a él estaba sentado, en un nivel más bajo, como un siervo, el historiador Cluvio Rufo, a quien le había recomendado describir los acontecimientos de aquellos días. Asiático arrancó una hoja, la dejó caer en la fuente y añadió:

– El griego no ha entendido que, si echas al agua una hoja, esta flota, ¿ves? Pero, si echas una moneda de oro -y la echó-, se hunde. -La moneda de oro yacía en el fondo de la fuente, entre las perezosas evoluciones de los peces-. Quizá deberías hablar con él, Cluvio, empezar a decirle que estás preocupado por él, que has oído rumores…

105
{"b":"125263","o":1}