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Sin embargo, la cuestión era tan grave y peligrosa que por unos instantes nadie se atrevió a mencionarla y, lanzándose miradas, se susurraron uno a otro trivialidades mientras empezaban a trocear las grandes perdices traídas de las colinas de Corfinio. Y pensaban en aquel joven, solo allá arriba, en los palatia imperiales, a cuyo alrededor ya estaba dando vueltas la muerte, como un perro al que han soltado de noche en un jardín.

Hasta que por fin Valerio Asiático declaró, pillándolos a todos por sorpresa:

– El momento más importante será inmediatamente después. Os he llamado por eso. -La voz baja, sin miedo y durísima, entró como un cuchillazo en sus pensamientos. El los miró mientras, con la boca llena, masticaban y dijo-: No nos engañemos: no tendremos tiempo para celebrarlo. -Todos levantaron la cabeza del plato y se apresuraron a tragar-. En esas primeras horas, los populares estarán aturdidos por el golpe -profetizó-. No habrá ningún poder por encima de nosotros; nadie podrá impedirnos hacer nada. Nos reuniremos inmediatamente. E inmediatamente pronunciaremos la sentencia de damnatio, mientras su cuerpo está todavía caliente.

La damnatio memoriae -condenar, borrar el recuerdo de un hombre y de sus obras de la historia de todos los siglos futuros- era para el Senado romano, después de la muerte física, la más vengativa e irreparable, casi mágica, arma política.

Las perdices quedaron abandonadas en los platos.

– Inmediatamente, en toda Roma deberá desencadenarse la furia -ordenó Asiático-. Vuestros siervos, los clientes, la gentuza de la Subura saldrán a la calle, derribarán las estatuas, romperán las lápidas. Nada, absolutamente nada de él deberá permanecer en pie. Hay que actuar enseguida, antes de que la gente comprenda, antes de que alguien les diga: «Dejadlo».

Todos se mostraron de acuerdo.

– No daremos tiempo a nadie -aseguró con violencia Saturnino-. Roma deberá olvidar que un hombre solo, con los senadores arrodillados vergonzosamente a sus pies, pudo hacer lo que él ha hecho. Eliminaremos su nombre, las inscripciones, las estatuas. Será como si no hubiese nacido.

Saturnino echó un vistazo a un pequeño codex en el que había tomado notas y, como había empezado a beber, gritó:

– Empezaremos por su domus. La sala de sus malditas músicas, semillero de encantamientos: hay que cerrarla, condenarla, enterrarla, construir encima cualquier otra cosa.

Los conjurados lo miraron, indecisos. En realidad, incluso ellos lo consideraban un exaltado y peligroso extremista. No obstante, Asiático pensó que no era conveniente frenarlo. En situaciones como la que estaba naciendo, la violencia ciega era más convincente que los discursos.

– El criptopórtico con ese mapa del imperio cambiado a su manera, hay que llenarlo de escombros, de desechos -continuaba enumerando Saturnino-. Y ese obelisco plantado en el Circo Vaticano, derribadlo, abatidlo con cuerdas…

Los romanos habían comentado con estupor el larguísimo viaje que el enorme e indescifrable monumento había realizado, bajando el Nilo, atravesando el Mediterráneo y remontando el Tíber hasta el pie del monte Vaticano. Después se habían congregado a miles, conteniendo la respiración, mientras las cuerdas mojadas levantaban lentamente hacia el cielo la enorme estela con la cúspide recubierta de electrón.

– ¿Por qué el obelisco? -preguntó Cluvio Rufo, el escritor, que había presenciado con admiración y nerviosismo el espectacular alzamiento.

– ¡Quiero saber por qué lo preguntas! -replicó el otro, rebosante ya de vino, agitando el codex-. ¿A quién defiendes? ¿Quiénes son tus amigos secretos?

Sus vecinos vieron que, además de los monumentos, en aquel librito había una lista de nombres: no se trataba solo de destruir el pasado, sino también de depurar. Sintieron miedo, y nadie se atrevio a oponerse.

– El obelisco no -intervino inesperadamente Asiático-. El obelisco debe seguir en pie. Es una muestra de nuestra conquista del Egipto rebelde. También Augusto, acordaos, erigió uno. Y es más pequeño…

Saturnino se quedó desconcertado por la dureza de Asiático, pero enseguida encontró otro blanco:

– El barco que transportó ese obelisco desde Egipto no puede permanecer en el mar de Roma. Es un maleficio. Hay que llenarlo de piedras, hundirlo.

Igual que se echa un hueso a un perro, Asiático cedió. -Lo haremos.

Pero accedió tan deprisa porque se le había ocurrido que el larguísimo casco de esa nave podía servir para algo en lo que, por el momento, nadie pensaba.

De hecho, lo remolcarían hasta el nuevo puerto de Ostia -el futuro puerto Claudio- y allí lo hundirían para reforzar el muelle. En esa zona, Asiático poseía terrenos que, gracias al nuevo puerto, se revalorizarían.

Saturnino continuó atacando, codex en mano.

– Ese templo egipcio, ese veneno en el corazón de Roma que me da escalofríos cuando paso por delante… Lo arrojaremos todo al río… ¿Os acordáis del terror que se había extendido por Roma con el viejo templo isíaco en la época de Julio César? ¿Os acordáis de que el cónsul Emilio Paulo tuvo que subirse él mismo al tejado y romperlo a hachazos con sus propias manos, mientras abajo todos gritaban que los magos egipcios harían caer un rayo? -Dio un trago y gritó-: ¡El tejado del templo fue lo que cayó! Pero este -ninguno de ellos nombraba nunca al emperador-, este lo ha hecho cinco veces más grande. Pero nosotros lo derribaremos hasta la última piedra. Cuando los romanos se despierten, ya no encontrarán nada de lo que habían visto el día anterior.

Su furia destructiva era arrolladora. Asiático previó que la devastación del templo isíaco en el corazón de Roma induciría a la plebe romana a dejarse arrastrar por un remolino de antiguas intolerancias y supersticiones, lo cual era algo muy útil. Y se declaró de acuerdo con una beatífica sonrisa.

De hecho, quemarían los antiguos papiros, devastarían las estancias, volcarían las estatuas, las arrojarían al río junto con los instrumentos del culto y los cadáveres de los sacerdotes.

– El altar donde los sacerdotes egipcios queman sus venenosos perfumes -dijo Saturnino-, esa mesa de bronce y oro cubierta de signos abstrusos, es un terrible instrumento de magia. Debemos cogerlo inmediatamente, destrozarlo, fundirlo en un horno antes de que alguien lo esconda…

Saturnino bebía y consultaba sus notas.

– Aquel infausto discurso de su primer día, aquel que hasta todos vosotros aplaudisteis, aquel que grabamos estúpidamente en el Capitolio…

Asiático lo tranquilizó:

– Mandaremos a cuatro peones con mazas de hierro y tirarán abajo esa placa en un santiamén.

Entonces intervino el intrigante Anio Viniciano, que, desde el fracaso de la conjura urdida torpemente en la Galia, estaba dominado por el rencor y la desilusión:

– Sobre todo, estemos atentos a los escritos, los diarios, los libros. Hay que sacarlos de las bibliotecas, retirarlos de los comercios, como el que está junto al Templo de la Paz. Hay que quemarlo todo.

– Eso es más importante que derribar las paredes -aprobó Asiático con convicción. Luego buscó con la mirada al escritor Cluvio Rufo y dijo sin exaltarse-: Y tú, Cluvio, que gustas de escribir y tienes tiempo de hacerlo, por favor, escribe. Dentro de unos años no quedará nadie que cuente los abusos y las brutalidades que este ha cometido contra nosotros. En cambio, si, como dice Séneca, en alguna biblioteca encuentran tu relato, los historiadores futuros dirán: «Este es un testigo auténtico, alguien que estaba allí en aquella época». Y se sabrá cómo hemos salvado Roma.

Entonces Saturnino levantó los ojos de su escrito y dijo a voz en cuello, trabándosele la lengua a causa del vino:

– ¡Esas enormes naves del lago Nemorensis, esas cuevas de maleficios que se mueven sin velas y sin remos, el monumento a la ruina del imperio…!

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