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Veía el alba como un preso al que le abren la puerta. La luz traía las horas constructivas, los encuentros vitales con los funcionarios fieles, los mensajeros entusiastas de las provincias, los embajadores amigos, los hombres que con él -seducidos por sus sueños juveniles- construían un mundo futuro. Sus amigos llegaban de tierras lejanas, lo veían como al dios benéfico de sus esperanzas: el aire del río de Roma no los había emponzoñado. Es más, pecaban de ingenuidad respecto a la terrible Roma, estaban indefensos. No se percataban de la turba de senadores que se congregaba en torno a la Curia. Extasiados, veían el poder solo en él.

Pero él ya sabía que estaba vacío por dentro, como las estatuas de bronce de Tiberio. Percibía el asedio de aquellos seiscientos cerebros, sabía que podía contar con pocos. Presentía que alguno de sus encarnizados enemigos había logrado introducir hombres en la intimidad de los palatia.

Pero el día que, con desesperación, se decidió a hablar de ello con Calixto, este, sin inmutarse, dijo:

– Eso ha pasado siempre. Es el precio de la celebridad. -No estaba claro si lo hacía por rabia o por diversión, o quién sabe por qué antigua venganza-. Mira Egipto, Augusto. Cleo, nuestra reina más grande, para Roma fue una mujerzuela. Nuestro místico Helikon dice…, yo no entiendo de eso…, que el Halcón, Horus, y la Esfinge, y la Serpiente, el Ourohorus, son símbolos (le ideas espirituales tan elevadas que las palabras resultan insuficientes. Sin embargo, filósofos griegos y senadores romanos han dicho que Egipto adora a los animales y es una tierra bárbara. ¿Y por qué lo han dicho? Porque para Roma habría sido vergonzoso destruir la civilización más antigua de la tierra. Ahora los blancos somos nosotros, tú, Augusto. La otra noche, bromeando, besaste a aquella bellísima Nymphidia en el cuello y le dijiste: «Y pensar que sería posible cortártelo…». Contaron que amenazaste con hacerlo, que aterrorizaste a los invitados.

El emperador no contestó y Calixto, consciente de cuánto lo había herido, se dirigió a Helikon:

– No existe acción que las palabras no puedan tergiversar. Es un juego. Si el enemigo dice que es de noche, tú debes decir inmediatamente lo contrario. Pero alguien observa que es de noche de verdad. Entonces tú contestas que el enemigo lo ha dicho demasiado pronto o demasiado tarde, o demasiado fuerte y te ha asustado, o en voz baja y no se le entendía. Si ni siquiera eso es creíble, siempre podrás sostener que el enemigo lo ha dicho con una finalidad secreta, para dar una cita a una mujer, o para recordar a un sicario que debe matar a alguien aprovechando la oscuridad. Sea como sea, al final, tu enemigo habrá cometido un error y parecerá un monstruo. Y como decir que es de noche es algo banal, mientras que revelar que con esa palabra se quería asesinar a un senador impresiona a todos, jueces e historiadores se quedarán con esa frase y no con la primera.

Calixto siguió riendo mientras se alejaba. El emperador no había reaccionado. Se había acordado de aquel día, en la terraza de Capri, en que Calixto, ahora demasiado poderoso, había pasado por delante de él, con modesta ropa de esclavo, transportando un jarrón. Se dio cuenta de que estaba cansadísimo. El poder estaba escapándosele de las manos, como si fuera agua.

Helikon, que estaba cada día más atemorizado y confundido, le susurró:

– Me aterra pensar qué escribirán dentro de trescientos años sobre nosotros.

Eran las mismas palabras que había pronunciado Druso una de las últimas noches, mientras recogía aquel diario. ¿Había sido el pobre Zaleucos el que había dicho, citando a no sé qué filósofo, que cuando la mente se llena de recuerdos es señal de que la muerte está cerca?

Entretanto, Helikon hablaba infantilmente de otra cosa. ¿Qué escribirían, dijo, de las cremas que convertían en seda la piel de las mujeres o en suaves ondas de luz sus cabellos, cuando nunca habían tenido mujeres o muchachos así en sus cubículos? ¿Qué escribirían sobre las complicadísimas salsas del gran Apicio, que hacían la glotonería insaciable, cuando se negaban a probarlas? ¿O de las pocas gotas de nieve fundida que animan la copa de vino añejo en la somnolencia del verano? ¿O del muelle placer de los lechos de estilo sirio? ¿Cómo describirían la sabia elegancia de la ropa? El emperador había escuchado sonriendo, diciéndose que para Helikon todas las maravillas de la vida estaban encerradas en esos pequeños ejemplos; era un niño, Helikon.

Pero al final Helikon preguntó:

– ¿Qué escribirán de tu proyecto de paz?

Al emperador se le contagió la ansiedad: su nuevo mundo era frágil, podía disgregarse, igual que la sangre mana, sin dolor, de una vena cortada. Ellos, y su recuerdo, estaban en manos de personas desconocidas que quizá aún no habían nacido.

– Temo a los escritores -dijo Helikon, como si le quitara los pensamientos-. Escuchan a los testigos de los hechos, pero después los cuentan a su gusto: a uno lo hacen callar, a otro lo hacen hablar demasiado. Luego llegan otros escritores, leen lo que han contado los primeros, lo interpretan también a su manera y lo reescriben. Y así una y otra vez. Los griegos y los romanos han escrito mucho sobre Egipto, pero yo he visto que lo han transformado en lo que no había sido nunca.

– Tienes razón -contestó el emperador-. Mira esto.

Sobre una ménsula conservaba -ligeros rollos de papiro protegidos por sus estuches- las primeras copias de las famosas obras de Salustio: Iugurtha, Catilina, las Historiae…

Salustio, nacido en Amiterno, había poseído en Roma una residencia suntuosa, un auténtico museo de rarísimas esculturas rodeado de jardines, los llamados Horti Sallustiani. Todos decían que había conseguido semejante belleza porque había ejercido con codicia y sin prejuicios el cargo de gobernador en la provincia de África. Pero había sido también un escritor casi inigualable y gran amigo de Augusto. Para celebrar la conquista de Egipto, había construido -a fin de que Augusto se asomase- una balaustrada de originales mármoles de Oriente, con esfinges egipcias y volutas de hojas de acanto, anticipándose dieciocho siglos al napoleónico estilo retour d'Egypte.

– Y sin embargo -dijo el emperador-, en todos sus bellísimos escritos no puedes encontrar nada, absolutamente nada, sobre las destrucciones llevadas a cabo a lo largo del Nilo, sobre las muchedumbres hambrientas que vi agonizar, con mi padre, bajo los soportales de Alejandría.

¿Dónde estaba, entonces, la verdad en un historiador? ¿Cuántas cosas consciente o inconscientemente falsas caían sin control, como gotas de tinta sobre la hoja de papiro, en las palabras que iba eligiendo?

Damnatio memoriae

Eran los últimos, fríos días de noviembre. Valerio Asiático pensaba, con una ansiedad cada vez mayor: «No tiene ni treinta años… ¿Cuánto tiempo tendremos que soportarlo? No es un viejo, como era Tiberio; y todas las mañanas nosotros esperábamos oír que había muerto. Este adquiere experiencia de día en día, su mente funciona. Dentro de unos años, de unos meses, nadie podrá destruirlo; y del Senado, de las antiguas familias ya no quedará nada». Estas angustias eran alternativamente agudizadas o aplacadas por las noticias de ciertas noches imperiales disolutas. «Lo que está pasando es increíble, si es cierto…», pensaba Asiático, pero las informaciones eran confusas, fantásticas, imprecisas. Y decidió: «Ha llegado el momento. Ahora o nunca».

Con gran cautela, reunió a unos pocos fieles en una villa suburbana de su propiedad anunciando una comida a base de exquisita raza. Pero en la villa, apenas amueblada, solo había algunos viejos y leales esclavos de familia un poco sordos, dirigidos por la incorruptible nodriza del senador. Así que, cuando apareció un sencillo plato de perdices en salsa, el acostumbrado vino de Minturno, pan caliente, las primeras olivas y quesos caseros de pastor, y las puertas del triclinio estuvieron cerradas, y los invitados constataron que debían servirse solos, todos comprendieron, con un profundo estremecimiento físico, que lo que habían previsto al recibir aquella invitación se estaba materializando: una inexorable cita con la muerte.

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