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– ¡Se parece a él! Tiene el mismo carácter agresivo. Las esclavas dicen que, cuando juega con otros niños, los araña, los hiere en los ojos.

Pero la niña -a la que estamparían la cabeza contra una pared- había nacido el invierno del año 39, según nuestro calendario, así que cuando la mataron, en enero del año 41, tenía como máximo trece meses. Cabría preguntarse a quién y con qué fuerzas podía herir. Y sin embargo, la leyenda, inventada para matar la compasión del pueblo y recuperada por Suetonio, echó raíces.

Anio Viniciano, el gran rival de Asiático, cuya reciente supremacía entre los optimates desaprobaba con envidia, sugirió:

– Hablemos de cosas serias, por favor. Los romanos cruzan el nuevo puente de cuatro arcos que ha construido él, van a ver las carreras en el nuevo Circo Vaticano que él ha querido, se quedan embobados delante del obelisco erigido por él, pasean bajo los soportales del Iseum diseñado por él, los estudiosos se meten en esas bibliotecas, dicen que las calles nunca han estado tan limpias y bien adoquinadas, se enorgullecen subiendo la nueva rampa que lleva de los Foros al Palatino. Dicen que en Roma se ha construido más en estos tres años que en los veintitrés de Tiberio. -Y, puesto que las nobles obras realizadas por el enemigo suscitan un odio mayor que el despertado por las matanzas, Viniciano concluyó con rabia-: ¿Qué les contestas?

Asiático, que escuchaba a Viniciano con la paciencia de una larga enemistad, suspiró.

– Les dices que, para hacer todas esas alegres locuras, ha vaciado las arcas del erario, y ahora falta dinero hasta para importar grano. -Todos aprobaron, y él continuó-: ¿Os acordáis de lo del puente del golfo de Puteoli, el verano pasado?

En vista de que el importantísimo puerto comercial de Puteoli estaba enarenándose, los ingenieros imperiales habían construido un muelle nuevo de una forma nunca vista: tras sumergir en el mar encofrados y cascos de naves viejas llenos de harena y pulvis puteolana (una mezcla que en el agua se solidificaba rápidamente), habían plantado grandes pilares que rompían las olas, mientras que los espacios libres permitirían el retroceso de la arena. Sobre los pilares habían colocado un sólido entarimado que se había convertido en un larguísimo puente.

– El «muchacho» lo inauguró recorriéndolo a caballo. La gente miraba con la boca abierta, y él bromeaba sobre la profecía de Trasilo. ¿Os acordáis? Trasilo había dicho a Tiberio que para ese «muchacho» sería más fácil cruzar a caballo el golfo de Puteoli a Baia que convertirse en emperador. Nosotros explicaremos que hizo construir un puente de naves, destruyendo media flota, para demostrar que la profecía era falsa. Y recordad también la campaña en Britania -prosiguió Asiático-. El «muchacho» condujo tres legiones hasta el mar Septentrional y les hizo dar marcha atrás sin entablar una batalla. Jamás había caído semejante vergüenza sobre las legiones tie Roma.

Lo miraron perplejos, pues, tras las sanguinarias e infructuosas campañas de Julio César, Augusto y Tiberio, aquella paz en la peligrosa isla habitada por los britanos había sido acogida con un profundo alivio. Por eso uno de los conjurados murmuró:

– Más vale dejarlo correr.

Pero Asiático afirmó:

– Esta paz ha nacido de nuestra cobardía. Ha sido el producto de una mente trastornada y la gente debe saberlo. El «muchacho» dijo que dispuso en la playa los musculi, nuestras más potentes máquinas de asedio, las que en tres días destruyen una ciudad, como si se preparase para invadir Britania, ¿verdad? Pero no olvidéis que, en nuestra gloriosa habla latina, también llamamos musculi a las conchas.

Se echó a reír. Los demás lo escuchaban desorientados, pero lo que decía era verdad. Musculi -término preciso utilizado por escritores militares como Vegetius, Gelio e incluso julio César en el brillante latín de su De bello Gallico- se empleaba también para denominar unos sabrosos moluscos con valvas.

Asiático seguía riendo.

– Decid a la gente que entendió mal, que el «muchacho» llevó a las legiones a recoger conchas a la playa. -Fingió ponerse serio de golpe-. Está perdiendo el juicio.

Todos rieron.

Las noches del último invierno

Era invierno. La oscuridad descendía rápidamente desde un cielo tenebroso sobre los tejados de la inquieta ciudad. Al emperador le parecía que todos los ojos de Roma apuntaban hacia las ventanas y las galerías de su queridísima pero ahora insoportable domus, pendientes de las luces, preguntándose qué estaba sucediendo allí. Desde todas las colinas de alrededor, el monte Palatino era una referencia, y para muchos ya un objeto preciso de odio.

– En invierno la noche es demasiado larga-murmuraba Helikon añorando los cielos egipcios, y contaba los vieses que separaban Roma de las claras y perfumadas noches de la primavera.

Pero el emperador, pese a las tisanas y los misteriosos licores de sus médicos, estaba cada noche más angustiado por la certeza de no ser capaz de dormir. La oscuridad abría un espantoso diálogo interior; como animales hacinados en un recinto, se agitaban los excesivos muertos de aquellos últimos meses, sus escurridizos enemigos, la ansiedad por el futuro. Como un maleficio, la maldita casa de la Noverca estaba allí, a pocos pasos. Se insultó a sí mismo por no haberla destruido.

Los aposentos imperiales privados eran cada vez más una isla de siniestra soledad. Entre estos y los germanos y los pretorianos de Quereas había otras salas. Él llegaba al extremo de atrancar la puerta antes de intentar conciliar el sueño. Esperaba el amanecer, los cada vez más perezosos amaneceres invernales, tendido en su cama, solo. Pero a veces, en el corazón de la noche, se levantaba y se dirigía por sorpresa, despertando sobresaltadamente a los vigilantes y las esclavas, a los aposentos de Milonia, que nunca se había atrevido a. violar su soledad y había entrado en las estancias imperiales una sola vez: la terrible noche de los jardines Vaticanos.

El emperador llegaba al dormitorio de ella, cuya puerta estaba siempre entornada y donde un débil candil se consumía en un rincón, se tumbaba en la cama y la abrazaba como había abrazado a su madre. Y mientras estaba así, notaba que las mejillas de ella se cubrían de lágrimas. Entonces la acariciaba, la estrechaba, con todo su cuerpo pegado al de ella, le susurraba: «Dame mi pequeño emperador», y ella se ofrecía con un complaciente candor de virgen. Sin embargo, otras noches de aquel largo invierno se echaba una capa sobre los hombros y salía a caminar en la oscuridad de la galería. Sabía que Helikon dormía acurrucado en cualquier rincón detrás de su puerta y lo entreveía: la noche de un perro fiel junto a su amo. Lo miraba, con cuidado de no interrumpir aquel profundo sueño juvenil, y volvía a tumbarse sin esperanza en su lecho vacío.

La noche siguiente, cuando siervos silenciosos empezaban a trajinar en sus maravillosas salas encendiendo candelabros, lámparas y candiles, él se preguntaba, angustiado, qué haría durante las horas de oscuridad. Y con una sonrisa desesperadamente ambigua, preguntaba: «¿Qué habéis pensado para esta noche?». Sabía que decenas de individuos, varones, hembras, ambiguos bellísimos y viciosos estaban deseando proponerle espectáculos y juegos nuevos, desenfrenados e impúdicos. La siniestra anestesia funcionaba unas horas; y él se abandonaba a ella, igual que los esclavos de la Subura se emborrachaban en la fiesta de Diana.

Luego, como una liberación, llegaba un atisbo de luz desde las ventanas y, pese al frío, él ordenaba abrirlas y apagar las lámparas, y respiraba contemplando el amanecer, mientras las mujeres y los muchachos semidesnudos entre los cojines tiritaban riendo. Y mientras que, desde el interior de la sala humosa, él miraba la consoladora luz de la mañana, sus expertos compañeros, en cambio, lo observaban a él, observaban sus párpados hinchados, la vacilación entre irse y quedarse, el no responder cuando le hablaban…

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