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Él deshizo el abrazo con una sensación de helor.

– Te lo diré esta noche -prometió.

Salió de aquellas estancias, llamó a Calixto y le dijo:

– Quiero ver enseguida a ese sacerdote que ha venido de Iunit Tentor.

Pero Calixto, sin perder el aplomo, le sugirió que no turbara la serenidad de los festejos por hacer un interrogatorio, que no hiciera correr por Roma quién sabe qué habladurías.

Él, tras vacilar unos instantes, decidió:

– Hablaré mañana con él.

No vio que una mínima sonrisa había movido imperceptiblemente la piel de las pálidas mejillas de Calixto.

Sala isíaca

– ¡Ah! -exclamó con delirante felicidad el jovencísimo mimo Mnester, el más célebre, fascinante y aclamado aquellos días, mientras ensayaba en la nueva sala isíaca un sensual paso de danza, arqueando y después haciendo saltar su fino cuerpo como se tensa un flexible arco para disparar una flecha-. Este es el lugar que los dioses pensaban para hacerme bailar.

Los pesados candelabros, a lo largo de los muros, y las lámparas de bronce que colgaban del techo con decenas de velas iluminaban con un suave esplendor dorado las paredes, el ábside y la bóveda de la magnífica sala que nosotros, al descubrirla dos mil años más tarde, llamaríamos isíaca.

Dedicada con exigente sabiduría arquitectónica a la música y a la danza, la sala estaba totalmente pintada al fresco en colores que se sucedían y se fundían de forma armoniosa, con suavidad, como los acordes de un arpa: verde brote de melocotonero, rosa aurora, azul aciano, gris perla, amarillo genista. Ni una sola pincelada que desentonara con colores chillones, que habría sido como oír un portazo mientras suena la música. En la bóveda, ni una línea recta: los frisos tenían la forma de larguísimas cintas que se entrelazaban con gracia helenística: colores y formas que el estilo barroco recuperaría diecisiete siglos más tarde. En las paredes, divididas en cuadrados, había pintados paisajes abiertos que se perdían en el horizonte, bajo una luz suavísima, donde mitos y símbolos del rito isíaco emergían, junto con pequeñas y tenues figuras, como el tintineo del sistro de oro sobre el sonido de las flautas.

No había nada más en la sala, aparte de los asientos para los invitados y el escenario elevado contra el ábside, al fondo, que había sido concebido para abrazar los sonidos y restituirlos mezclados a los oyentes, con un toque suavemente vibrante. Así pues, las dimensiones equilibradas del espacio, la fusión de los colores, las vibraciones armónicas de los instrumentos y de las voces, los cuerpos de los bailarines, los perfumes y las luces conducían a la psique a un feliz estado onírico, el que había hecho exclamar al senador Saturnino: «Ahí dentro se hacen encantamientos».

Los vigilantes, nerviosos, advirtieron a Mnester que se había anunciado la llegada del emperador con el séquito. Inmediatamente, él, profiriendo un grito sofocado y echándose una capa sobre los hombros desnudos, salió a toda prisa por la puerta del fondo.

Aquel día de enero, el emperador había escogido para empezar Laureolus, del célebre mimógrafo Valerio Cátulo. Actuaban mimos famosos, con músicas silvestres y onomatopéyicas, disfraces de bandidos, de príncipes, de animales salvajes, para contar la historia de un temible bandido, ávido de riquezas, que acababa su vida ad bestias, dado como pasto a las fieras. Un juego medio infantil, medio horripilante, con los mimos disfrazados de osos, panteras y tigres, fingiendo morder y arañar mientras danzaban alrededor del cuerpo desnudo, indefenso y palpitante del condenado.

Al emperador le gustaba la fantasía alusiva de los espectáculos de mimo, que expresaban toda posible emoción mediante la pura gestualidad del cuerpo; y a todos les pareció de buen humor, sin pensamientos siniestros, pese a que la historia de aquel mensajero de Iunit Tentor se había difundido por los palacios. En el intermedio se levantó, saludó a los amigos, regaló -sus presentes siempre eran refinadamente insólitos, ideados por la inconsciente necesidad de suscitar amor- aves raras de las provincias de Asia, metidas en pequeñas jaulas de mimbre trenzado con finas varillas de oro. Luego ofreció zumos de frutas exóticas, recién llegadas por mar de la provincia de África, aromatizados con vino.

– Ha vuelto el fiel Herodes de Judea -susurró Asiático en tono insultante-. Parece que tenga el reino en Roma y no en su país.

Mientras, Herodes se acercaba al emperador con una copa en la mano. Todos creyeron que iba a hacer un brindis, pero, en cambio, susurró:

– Sobre ese mensaje de Iunit Tentor, ¿qué has averiguado?

Llevaba en el cuello, ostentosamente, la célebre cadena de oro.

El emperador miró a los invitados que había alrededor y sonrió.

– Te dije, y tú también lo sabes, que el poder es un tigre…

– El poder eres tú -lo interrumpió Herodes con apasionamiento.

– Un tigre agazapado sobre una roca, solo -dijo el emperador, y miró de nuevo a los invitados, que le devolvían la sonrisa-, mientras una jauría de perros ladra a su alrededor. -Bebió un sorbo-. Y a lo lejos, a caballo -continuó mientras veía aparecer el miedo en el semblante de Herodes-, están los cazadores. -Le dio la copa a un siervo-. Vayamos a sentarnos -dijo. Acarició con la mirada a su hija, que reía en brazos de la nodriza.

En el segundo espectáculo, por el fondo del escenario apareció Mnester, solo, descalzo, apenas cubierto con un exiguo taparrabos de tela dorada. Su belleza sensual e impúdica turbaba a las más incorruptibles matronas; cortaba la respiración, por deseo o por envidia, a senadores y magistrados. Roma estaba llena de historias turbias, festines en los que esas danzas habían ido más allá de toda fantasía, amores carísimos y caprichosos, abandonos, desesperaciones y furores.

Mnester llegó al centro del escenario y se detuvo. Las luces resbalaban como agua sobre su piel, su torso palpitaba de emoción, el ajustadísimo taparrabos parecía descender por sus lisas caderas. Mientras todos miraban, de repente, el emperador se volvió hacia atrás, como si lo hubieran llamado a su espalda. Sin embargo, lo habían llamado dentro de su mente, pero resulta difícil oír las advertencias de los dioses. Encontró la mirada de Calixto, y Calixto se sobresaltó al sentirse mirado. El emperador vio lo pálido que estaba, igual que julio César había visto a Bruto, pero no pensó en nada. Los ojos de su mente no vieron.

Mnester bailaba. Sus ágiles tobillos morenos, sus talones golpeaban la tarima como una llamada. Sus manos se deslizaban con los dedos abiertos sobre la piel, acariciaban su cuerpo sin pudor. Conteniendo la respiración, senadores, magistrados y oficiales miraban los dedos inquietos que se enredaban entre los cordones del taparrabos. Y él, sin ver a nadie, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, vivía el demonio solipsista de su delirio. Sacudía la cabeza; los negros cabellos, larguísimos y brillantes, se habían soltado de la cinta y saltaban sobre sus hombros.

A ambos lados de él, en la penumbra, se movían bailarines que, con los cabellos y los brazos teñidos en tonos verdes, el ondear de los cuerpos y los velos de los trajes, evocaban una selva azotada por el viento; y detrás de ellos estaban los músicos, procedentes del Asia interior. Los sonidos, los movimientos colectivos, las angustiosas y desesperadamente sensuales sacudidas del cuerpo de Mnester representaban el hechizo del deseo, del que el bailarín no lograba liberarse, y creaban entre el público una atmósfera hipnótica.

La música aumentaba de velocidad y de intensidad, eran vibraciones cada vez más apremiantes y explícitas, y el cuerpo de Mnester se retorcía en un solitario, tormentoso placer. Por fin, mientras sus bellísimas y nerviosas manos asían el taparrabos, cayó boca abajo sobre la alfombra, estremeciéndose. Y el ligero telón de seda, con figuras de ninfas pintadas, se alzó, según la costumbre de la época, delante de él y pareció que hubieran sido las manos de las ninfas las que lo habían levantado.

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