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– ¡Oh, no, señorita! -la miró alarmado, percibiendo la dirección que seguían sus pensamientos-. ¡No pensará acusar a uno de los hombres más ricos y poderosos del país de hurto común!

– ¿Y por qué no? -preguntó excitada-. Me resulta muy curioso que el señor Savonierre se mantuviera tan discreto antes del robo.

– Siempre se mantiene discreto -bufó Jeffries-. Dicen que le basta susurrar para que el gobierno cumpla su voluntad, que el miso Prinny…

Georgiana descartó sus protestas, ya que apenas eran pertinentes para el caso. Mucho más interesante le resultaba darse cuenta de que sin importar cuál fuera su relación con lady Culpepper, Savonierre estaba tan fuera de lugar en Bath como Ashdowne. Con una profunda sensación de alivio, comprendió que este ya no era el único sospechoso de su lista. Después de todo, Savonierre era un villano perfecto: sombrío, misterioso y poco agradable.

Por desgracia, aún tenía que convencer a Jeffries.

– ¿Para qué quiere el collar un hombre como él? ¡Tiene más dinero que el mismo príncipe! Probablemente podría comprar cien esmeraldas del tamaño de su cartera, y su fortuna no se resentiría de la adquisición -señaló el investigador.

Georgiana contempló pensativa el elegante hogar del señor Savonierre, incapaz de darle forma a la sensación que la perturbaba. Aunque no hacía caso de su intuición femenina, sabía que ese hombre había estado en el lugar adecuado en el momento adecuado en unas circunstancias muy extrañas. Y era el tipo de persona que consideraría un acto criminal como un juego que solo él podía ganar, mientras se reía de los patéticos esfuerzos de identificarlo.

– ¿Y para qué contratarme? -interrumpió Jeffries-. ¿Para que lo capture?

– El camuflaje perfecto -murmuró Georgiana-. Quizá le divierta ver cómo damos pasos de ciego en busca de la verdad mientras él permanece fuera de alcance, alguien de quien jamás sospecharíamos.

– Pero, ¿por qué? -insistió Jeffries.

– No lo sé -respondió ella con sinceridad-. Sin embargo, algo me dice que en este robo hay algo más que el simple dinero.

Jeffries se mantuvo escéptico y con rotundidad la advirtió que no se acercara a Savonierre.

– Nadie jamás va contra él, señorita. Es peligroso.

– ¡No lo dudo! -replicó, pero ya había tomado una decisión. Pensaba demostrarle al señor Jeffries y a todo el mundo lo peligroso, y culpable, que era el señor Savonierre. Se despidió del detective, que aún meneaba la cabeza.

Aunque se negaba a dejarse intimidar por la reputación de su nuevo sospechoso, sabía que no estaba cortado por el mismo patrón que Whalsey y Hawkins. Era demasiado inteligente para reconocer algo, y tampoco era un hombre al que pudiera seguir con facilidad sin ser detectada.

De pronto sintió un aguijonazo por la ausencia de su ayudante, pero se dijo que le iría mejor sola, en particular por la enemistad existente entre Ashdowne y Savonierre. Elegantes y mortíferos, le recordaron a dos felinos de la selva.

Sobresaltada, se detuvo en medio de la acera, ajena a los demás transeúntes.

– ¡El gato! ¡Desde luego! -musitó. En todo momento había sentido que una pieza faltaba en el caso, una conexión que siempre se le escapaba. Y en ese instante la recordó con intensa claridad. El robo a lady Culpepper le recordaba a otro, no en Bath, sino en Londres.

Ávida seguidora de los casos de los detectives de Bow Street y de los investigadores profesionales, Georgiana leía todo lo que podía sobre los crímenes que asolaban la ciudad y los hombres que los solucionaban. Y uno de los ladrones más famosos de los últimos años había sido El Gato.

Por supuesto, nadie conocía su verdadera identidad, ya que jamás lo habían atrapado. Sencillamente lo habían apodado El Gato por su habilidad para entrar y salir de los hogares de sus víctimas con extrema facilidad, desapareciendo sin dejar rastro a través de puertas cerradas y… ¡ventanas abiertas! El robo en apariencia imposible en la casa de lady Culpepper era el tipo de acto que otrora se le habría atribuido a aquel intrépido delincuente.

¡Y el joyero abierto También eso era típico de El Gato. Uno de los motivos de su popularidad en los diarios era su extraña tendencia a ser selectivo. Por lo general nunca se llevaba más de una joya, aunque una muy cara, y a menudo había dejado el joyero abierto con todo su contenido a la vista, como si quisiera provocar a las autoridades… o a sus víctimas.

Solo se ensañaba con los muy ricos y nunca se llevaba demasiado. Esa aparente falta de codicia, junto con su sigilo y atrevimiento, había atrapado la imaginación de los londinenses. Se especulaba con que pertenecía a la elite, de lo contrario, ¿de qué otro modo habría obtenido acceso a muchas residencias y bailes exclusivos?

Georgiana había leído con interés los diversos casos, convencida de que si dispusiera de entrada a esos círculos sociales podría encontrar al culpable. Pero su único contacto con eso eran los periódicos que le había enviado su tío, a menudo con semanas de retraso. Jamás había ido a Londres, nunca había estado entre la nobleza y El Gato no había sido apresado.

Intentó recordar el momento exacto en que las noticias habían menguado, pero sin duda el último robo se había cometido hacía más de un año. Habían transcurrido meses sin un caso que pudiera atribuirse a El Gato, y al final el interés del público se centró en otra cosa. Los periódicos especularon con que lo habían atrapado por otro delito y ejecutado sin publicidad, o quizá lo había matado un componente del mundo del hampa.

Georgiana pensó que quizá lo único que había hecho era cambiar de lugar de acción. Sabía que más allá del entorno inmediato de Londres, el campo se hallaba en las dudosas manos de los alguaciles y magistrados locales, muchos de los cuales no estaban preparados para sus puestos. Algunos eran deshonestos, otros sencillamente carecían de conocimientos y a casi todos les faltaba dinero y personal. Y entre las diversas autoridades existía muy poca comunicación.

¿Habría pasado El Gato el último año en un ambiente rural, robando invaluables joyas aquí y allá de los lujosos hogares de la aristocracia? En ese caso, sería un asunto local a menos que alguien llamara a Bow Street, algo muy raro. Y los periodistas de la ciudad, la principal fuente de información de Georgiana, tampoco estarían al corriente.

Se apoyó en una pared baja y analizó las pruebas de las que disponía. Aunque sospechaba que la prensa había exagerado algunas de las fechorías de El Gato, sabía que debía ser extremadamente ágil y mucho más inteligente de lo que ella misma había calculado. Cualidades que parecían encajar con el señor Savonierre.

¡Disfrutaría de la compañía más elegante y selecta, un hombre rico por derecho propio, de quien nadie sospecharía que fuera capaz de actos tan nefastos! ¿Por qué lo haría? Llegó a la conclusión de que disfrutaba con el peligro y en secreto despreciaba a sus conocidos nobles. ¿Qué mejor modo de manifestar dicho desprecio sin cortar los lazos con ellos?

Se irguió y supo que había dado con el culpable de verdad. Pero, ¿cómo iba a demostrarlo? Comprendió que debía situar a Savonierre en la escena no solo de ese hurto, sino también de los otros. Y para ello necesitaba descubrir sus movimientos de un año atrás, en particular durante el apogeo de las infamias de El Gato.

Sin embargo, no quería que ese caballero intimidador descubriera su interés. Necesitaba rastrear sus movimientos sin que lo supiera, y el sitio por el que empezar eran los periódicos donde por primera vez se había enterado de la existencia de El Gato.

Con sonrisa de triunfo, se dirigió a toda velocidad a su casa, ya que sabía de dónde obtenerlos.

Necesitó sus dotes de persuasión, pero al final logró conseguir permiso de sus padres para ir a visitar a su tío abuelo. Sospechó que la desaprobación que sentía su madre por Silas Morcombe se vio superada por la ansiedad que tenía de separar a su hija mayor de un cierto marqués, lo cual era perfecto para Georgiana. Solo tuvo que sobornar a Bertrand para que la acompañara, lo cual logró entregándole dinero, que consideró bien empleado en la resolución del caso.

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