Y a pesar del clamor de su buen sentido, sabía que su vida ya no volvería a ser la misma.
Una noche de seria contemplación le había devuelto a Ashdowne el equilibrio, si no la razón. Sabía lo que quería, pero todo su cuerpo se rebelaba contra ello. Bueno, realmente no todo, pero si lo suficiente como para hacerlo titubear. Había una parte de él que aún no se hallaba preparada, sin importar cuál fuera la provocación.
No se le escapaba la ironía de la situación, y supo que debía dejar que la situación siguiera su curso. Aunque en contra de su naturaleza calculadora, eso le impulsó a ir a la residencia de Georgiana, donde convenció a la desanimada investigadora para ir a dar un paseo en coche mientras esquivaba las invitaciones de sus hermanas para que las llevara también.
El padre de ella, ya fuera por falta de sentido común o por una visión optimista al pensar que su hija podría conseguir un título, fue lo bastante tonto como para confiársela a solas. A pesar de que encajaba a la perfección con sus planes, eso lo irritó un poco. Se juró que cuando él tuviera una hija, cuidaría mucho mejor de ella.
La ayudó a subir al coche que esperaba, se sentó a su lado y suspiró aliviado por no tener que pasar la mañana en el exterior del apartamento del vicario o siguiéndole los pasos. El placer de tenerla para él solo creó una expectación en su interior, a pesar de todos sus esfuerzos por controlarla.
Sin embargo, no tardó mucho en darse cuenta de que el caso aún se interponía entre ellos, pues Georgiana fue a su lado en amargo silencio, con expresión sombría y los hombros encorvados. No supo si reír o sentirse insultado, pero así era ella.
No obstante, pensó que siempre resultaba interesante, aunque no le agradaba verla tan abatida. Todos lo esfuerzos que realizó para mostrarle los edificios de Bath o entablar conversación sirvieron de poco para animarla, y al final se preguntó si no debería sugerir un nuevo sospechoso. Solo lo absurdo de la idea lo disuadió.
Para su júbilo, Georgiana se animó cuando llegaron a las colinas que circundaban la ciudad, admirando el verdor y los robles. Después de asegurar los caballos, se quitó los guantes y extendió la capa sobre la hierba. La instó a sentarse en ella, pero Georgiana parecía hipnotizada por la vista de la ciudad que se extendía hacia abajo.
– Es hermoso -murmuró Ashdowne, situándose detrás de ella.
– ¡Mira qué bien se ven las casas! -señaló los edificios de piedra. Se adelantó y entrecerró los ojos como si quisiera centrarse en una morada en particular. De pronto se volvió hacia él-. Me pregunto cómo se verían con un catalejo.
Ashdowne la miró unos momentos y luego soltó una carcajada. Era típico de Georgiana prescindir del romanticismo para considerar las aplicaciones prácticas de su visita.
– Debe haber algo en Bath aparte del robo que pueda atraer tu interés -sugirió con ironía.
– Sí, pero aún me perturba el hurto. No dejo de pensar que se me está escapando algo -musitó pensativa.
Aunque Ashdowne sentía que era Aquiles probándose una bota o Sansón pidiéndole a Dalila que le cortara el pelo, la ominosa percepción de que Georgiana podía representar su perdición de algún modo se mezclaba con la descabellada noción de que también podía significar su salvación. Ya no era capaz de juzgar qué era mejor. Experimentaba la necesidad de entregarse por completo a la fuerza que se había apoderado de él para dejar que lo llevara adonde quisiera.
Se acercó más a ella para captar la delicada fragancia de su cabello. Notó que Georgiana se reclinaba en su dirección. Posó las manos en sus hombros y por un instante se apoyó en él, con la cabeza contra su pecho, antes de apartarse con brusquedad, dar media vuelta y mirarlo con ojos acusadores.
– Pensé que habíamos aceptado ceñirnos a… lo que nos ocupaba -musitó con el rostro sonrojado.
– En realidad, yo tenía en mente una relación más permanente -alargó las manos hacia ella.
Sin hacer caso de la importancia de sus palabras, Georgiana retrocedió y alzó una mano como si quisiera contenerlo. Ashdowne sonrió ante la expresión de pánico que exhibía. Jamás una mujer había rechazado sus insinuaciones, y menos aún luchado contra ellas, pero la aparente renuencia de ella solo sirvió para incitar su pasión. Aunque jamás la forzaría a hacer nada, sabía por experiencia que era fácil de persuadir, y pretendía convencerla de que se entregara libremente a sus brazos.
– ¡No! No te acerques más -manifestó como si fuera consciente de sus intenciones-. Se me obnubila la mente cuando estás demasiado cerca -él se quedó quieto, pero alargó los dedos para acariciarle la cara, aunque ella se los apartó-. ¡Y nada de tocar!
– ¿Y si solo te tomo la mano? -se esforzó por poner expresión inocente.
– Bueno, yo… -antes de que pudiera responder, él le asió una de las manos al tiempo que enarcaba una ceja, como si cuestionara su cautela. Pero Georgiana siguió con el ceño fruncido de un modo que le indicaba que lo conocía muy bien-. De acuerdo, pero solo la mano -aceptó a regañadientes.
Ashdowne rió encantado. En el pasado había conseguido que gimiera, suspirara y se aferrara a él, y volvería a repetirlo. Contempló sus ojos aturdidos y supo que ella era consciente del poder que tenía.
Sin embargo, él no tenía intención de precipitar las cosas. Sin querer asustarla, se quedó delante de ella, sosteniéndole la mano en lo que podía considerarse un gesto inofensivo. Luego, muy despacio, comenzó a frotar el dedo pulgar sobre la suavidad del guante, aunque deseó quitárselo y sentir su piel como la noche anterior en los baños.
El recuerdo le avivó el deseo mientras observaba su diminuta muñeca, hipnotizado por su delicadeza. Se la llevó a los labios y la besó, sonriendo al sentir los labios erráticos. La miró a la cara, ya sonrojada, y la vio envuelta en una fascinación arrobada.
Convencido de tener su atención, apartó el borde del guante con los dientes y tiró; Georgiana abrió mucho los ojos y los labios se le separaron en una respiración entrecortada. Despacio él reveló un centímetro de piel rosada, y luego otro. Se tomó su tiempo, como si le desnudara el cuerpo para su contemplación, y descubrió que el ritual acentuaba su propia excitación tanto como la de Georgiana.
Al hacer a un lado el guante y dejar al aire sus delicados dedos, gimió y pegó la boca al centro de la palma mientras trataba de contener su creciente pasión. El delicado aroma de ella llenó su olfato; en círculos lamió la piel fina del interior de la mano. Con la lengua siguió el contorno de los dedos hasta detenerse en cada yema.
Al final alzó la vista para capturar sus ojos con la mirada y se introdujo un dedo en la boca. Lo succionó y la observó parpadear. Su entrepierna se sacudió en respuesta, pero se obligó a quedarse quieto, y los únicos sonidos que se escucharon en la silenciosa arboleda fueron los de la respiración agitada de ambos. Despacio, con ternura, le mordió la pequeña uña; ella jadeó y se tambaleó.
Ashdowne se adelantó para sostenerla y pegar su espalda a la suavidad de la capa extendida en el suelo. Se sentía embriagado, excitado como nunca, cuando lo único que había hecho era concentrarse en su mano. Con impaciencia, se incorporó encima de ella, ansioso de surcar el resto de su cuerpo.
Sin embargo, algo lo detuvo.
Contempló su rostro hermoso y se quedó quieto. Tenía las mejillas encendidas, los labios separados y la cabeza echada para a tras, de modo que no podía malinterpretar su deseo. Pero los ojos estaban cerrados.
– Georgiana. Mírame -susurró.
Ella levantó los párpados y reveló un vistazo de sus profundidades azules antes de volver a bajarlos. Ashdowne permaneció a unos centímetros de su exuberante forma, con la entrepierna que le palpitaba dolorosamente y todo su cuerpo gritando su deseo de liberación ante el placer que iba a encontrar con ella. Solo tenía que descender un poco y…