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– ¿Ha habido algo? -cortó al tiempo que con la cabeza señalaba la casa.

– Nada, milord -repuso el otro sin dejar de sonreír-. La joven ha estado quieta como un ratón.

– ¿No salió en ningún momento?

– No.

Ashdowne sintió un momentáneo alivio así como una dosis de orgullo. Después de todo, Georgiana había mantenido la promesa que le había hecho.

– ¿Y ahora qué? -inquirió Finn.

– Tú vuelve a Camden Place a descansar un poco. Yo me quedaré a vigilar.

– Apuesto que lo hará, milord -le guiñó un ojo-. Confío plenamente en su capacidad para manejar a una mujer, incluso la señorita Bellewether.

– Gracias -repuso con sequedad, pero al observar cómo se alejaba el irlandés, se preguntó si la confianza que depositaba en él su amigo no sería errónea. Se situó junto a un roble frondoso no muy lejos de la casa.

No tuvo que esperar mucho tiempo.

Ashdowne sospechó que el resto de la familia aún no había bajado a desayunar cuando Georgiana se asomó por la puerta, dando la impresión de que esperaba que alguien la estuviera vigilando. Sonrió. Aunque miró en todas direcciones, ella no era rival para su sigilo y fue ajena a su presencia hasta que se detuvo a su espalda.

– ¿Me buscabas, Georgiana? -preguntó por encima de su hombro.

Boquiabierta, ella giró en redondo, pero él ya estaba preparado y atrapó el bolso con una mano.

– ¡Ashdowne! ¡Oh, me has asustado! ¡Deja de aparecer de esa manera! -reprendió mientras le quitaba el bolso de la mano. Incapaz de resistir el impulso de tocarla, apoyó un dedo en la punta de su nariz y sonrió ante su expresión perpleja-. ¿Qué haces aquí?

– Esperarte, desde luego. Aunque sabía que no te irías sin mí, después de la promesa solemne que me hiciste anoche.

El rubor que invadió las mejillas de ella hizo que él se mordiera la lengua para contener la risa. Como a menudo su comportamiento inesperado lo frustraba, la transparencia que mostró en ese momento le resultó aún más deliciosa. Pero no se tomaba a la ligera el juramento roto, y lo mejor era que se lo hiciera saber antes… no supo muy bien antes de qué, paro frunció el ceño.

– Iba, hmm, a recogerte -musitó con los ojos bajos.

No era una buena mentirosa, por lo menos no tan competente como Ashdowne. Volvió a sentir ese aguijonazo de culpabilidad que tanto lo acosaba últimamente. Cuando se hallaba en compañía de la exuberante señorita Bellewether, era demasiado fácil olvidar las diferencias que había entre ellos, pero seguían presentes, y bastaban para devolverle la seriedad.

– No vayas sola a mi casa, Georgiana -dijo con más hosquedad de la que había pretendido emplear-. Y no hagas promesas que no vayas a mantener.

– ¡Iba a mantenerla! -protestó con los ojos tan abiertos que él volvió a ablandarse-. Solo quería empezar pronto, eso es todo, ya que desconozco cuándo un caballero de tu rango considera adecuado iniciar el día.

Pronunció las últimas palabras con una expresión tan desdeñosa que parecieron más bien un insulto. Él rió entre dientes y sintió que se hundía más en sus encantos.

– Te dije que estaría a tu disposición -le recordó Ashdowne sin explayarse más en la verdad absoluta de esa declaración. Observó que se sonrojaba un poco y su cuerpo respondía con un calor similar al imaginarla acalorada, pero no de bochorno, sino debido a sus atenciones.

– Debo recordarte, Ashdowne, que la nuestra es una relación estrictamente de negocios. Y que no puedo permitir que me distraigas de mi propósito.

– Desde luego -respondió con toda la docilidad que pudo exhibir. Ella lo contempló con escepticismo, giró hacia la calle y él la siguió, contento de dejar que el día se desarrollara como quisiera.

Después de todo, la vida era una aventura.

A última hora de la tarde, Georgiana tuvo que reconocer que su interés en la persecución comenzaba a flaquear. Ashdowne seguía con ella, aunque no dejó de atosigarla con que pararan a comer, para cenar pronto o probar algo de bocado. Supuso que un hombre que poseía la masa muscular del marqués tenía que ingerir suficientes alimentos para mantener ese cuerpo extraordinario, aunque ella era reacia a dejar de vigilar por un instante al señor Hawkins.

Por desgracia, el vicario no había realizado nada digno de mención. Después de salir de su casa a mediodía y pasar por el Pump Room, donde habló con algunas damas mayores, se dirigió a Milson Street para hacer unas compras excesivas para un hombre de sus medios económicos. Aunque tuvo que reconocer que no compró, sino que se dedicó a mirar los escaparates.

– ¿Piensas que sabe que le seguimos? -inquirió Georgiana al ocurrírsele de pronto la posibilidad. Ashdowne la miró con acritud, como si de algún modo lo hubiera insultado.

– El buen vicario no tiene ni idea -la observó con expresión pensativa-. A menos que pueda oír los crujidos de mi estómago.

– ¡Vamos, Ashdowne! -al ver que su presa volvía a ponerse en marcha, tiró de su manga. Cuando Hawkins entró en otro establecimiento, se detuvo ante el escaparate de un local que vendía guantes.

Georgiana miró por encima del hombro y quedó consternada al ver que el otro había entrado en una pastelería. Ashdowne amenazaba con amotinarse y, debido a su propia debilidad por los dulces, Georgiana notó que su determinación también se tambaleaba, pero se contuvo con valor. El señor Hawkins era su última oportunidad de reivindicación para impulsar su carrera de investigadora, y no tenía intención de estropearla por una porción de tarta de frambuesa.

– Puedes hacer lo que te plazca, pero yo tengo intención de continuar -le indicó con firmeza al marqués. Aunque esperaba que la abandonara, Ashdowne suspiró y permaneció a su lado. Realmente, su presencia le producía un gran placer.

A insistencia de él había dejado de llamarlo milord. Quizá su madre no lo aprobara, pero en cuanto entregaran al vicario al detective de Bow Street, el caso, y su asociación con el marqués, concluiría. Por desgracia, en vez de consolarla, ese conocimiento hizo que se sintiera vacía, como una tarta que se había desplomado sobre sí misma.

Siempre lógica, achacó la extraña sensación al hambre.

Durante las horas siguientes, el señor Hawkins no hizo paradas raras, no estableció encuentros clandestinos y no habló con personas peculiares. No hizo nada merecedor de atención y al final terminó por regresar otra vez al Pump Room. Aunque Ashdowne no se quejó, Georgiana se sentía exasperada.

– ¿Es que ese hombre nunca hace nada interesante? -se quejó al apoyarse en una pared baja de piedra.

– Me temo que no todos podemos ser tan intrépidos como tú, querida -vio que ella se inclinaba para quitarse un zapato, que golpeó contra la pared hasta que un pequeño guijarro cayó al suelo-. ¿Puedo ayudarte de algún modo? -preguntó, mirando su pie de una manera que amenazó con aturdirla otra vez.

– ¡No! -exclamó.

– Podría masajeártelo -sugirió él con un tono que a Georgiana le produjo un gran calor interior.

– No intentes animarme -se calzó otra vez y lo miró con ojos centelleantes al tiempo que apoyaba la barbilla en la mano.

– ¿Quieres que lo aferre por el cuello y le exija que se confiese?

Ella no fue capaz de contener una sonrisa. Aunque el plan tenía sus méritos, el señor Hawkins era de un calibre distinto que lord Whalsey y no se dejaría intimidar con tanta facilidad.

– No -musitó-. Sigamos vigilándolo.

– Hasta que desfallezcamos de hambre -afirmó Ashdowne.

– Sí.

Justo cuando ella empezaba a pensar que tendrían que separarse para comer algo, el señor Hawkins entró en una cafetería y ordenó la cena. Con discreción, Georgiana y Ashdowne ocuparon una mesa en sombras al final del establecimiento y se pusieron a cenar.

Aunque tuvo que soslayar el postre, Georgiana se sentía mucho mejor cuando siguieron a su presa en dirección a uno de los baños modestos de la ciudad.

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