– Pero ¿vería la gente lo que yo veo cuando se mueve mi punto de encaje? -pregunté con insistencia.
– No, a menos que tengas tanta energía que puedas mover el punto de encaje de la gente al mismo sitio donde está el tuyo -contestó.
– Entonces, don Juan, ¿el jaguar fue un sueño mío?.-pregunté-. ¿Todo eso ocurrió sólo en mi mente?
– De ninguna manera -dijo-. Ese jaguar es real. Has caminado kilómetros enteros y ni siquiera estás cansado, eso también es real. Si tienes alguna duda, mírate los zapatos. Estás llenos de espinas. Así que caminaste. Caminaste, sí, alzándote por sobre los arbustos. Y al mismo tiempo no fue así. Todo depende de si el punto de encaje de uno esté en el sitio de la razón o en el sitio del conocimiento silencioso.
Mientras él hablaba, yo entendía todo lo que decía, pero no hubiera podido repetir a voluntad ninguna de sus frases. Tampoco podía determinar qué era lo que yo sabía ni por qué le encontraba tanto sentido a sus palabras.
El rugido del jaguar me devolvió a la realidad del peligro inmediato. Vi la masa oscura del animal, que pasaba velozmente colina arriba, a una distancia de treinta metros a nuestra derecha.
– ¿Qué vamos a hacer, don Juan? -pregunté, sabiendo que él también había visto al jaguar.
– Seguir subiendo hasta la cumbre y buscar refugio allá -respondió él, tranquilamente.
Luego agregó, como si no tuviera nada de que preocuparse, que yo había perdido un tiempo valioso gozando del placer de mirar por encima de los arbustos. En vez de encaminarme hacia las colinas que él me había indicado, me encaminé hacia unos cerros más altos del lado este.
– Debemos llegar a esa escarpa antes que el jaguar, o no tendremos escapatoria -dijo, señalando la faz casi vertical, en la cumbre misma del cerro.
Miré hacia la derecha y vi que el jaguar saltaba de roca en roca. Definitivamente avanzaba así para cortarnos el paso.
– ¡Vamos, don Juan! -grité, de puros nervios.
Don Juan sonrió. Parecía que mi miedo y mi impaciencia lo hacían disfrutar. Nos movimos tan rápido como pudimos y no paramos de subir. Yo trataba de no prestar atención a la masa oscura del jaguar, que aparecía de vez en cuando algo hacia adelante, siempre a nuestra derecha.
Los tres llegamos a la base de la escarpa al mismo tiempo. El jaguar estaba a unos veinte metros más a la derecha de nosotros. Saltó y trató de trepar por la escarpada faz del cerro, pero falló: la pared de roca era demasiado empinada.
Don Juan me gritó que no perdiera tiempo observando al animal, porque se nos echaría encima al no poder escalar. No había terminado de hablar cuando el animal corrió hacia nosotros.
No había un segundo que perder. Trepé por la faz rocosa, seguido por don Juan. El agudo bramido de la frustrada bestia sonó justo junto a mi talón derecho. La fuerza propulsora del miedo me hizo trepar por esa escarpa resbalosa como si yo hubiera sido una mosca.
Llegué a la cumbre antes que don Juan, que se había detenido a reírse.
Ya a salvo, tuve más tiempo para pensar en lo ocurrido. Don Juan no quería discutir nada. Arguyó que, en esa etapa de mi desarrollo, cualquier movimiento de mi punto de encaje seguiría siendo un misterio. Mi desafío al principio del aprendizaje era, según dijo, el conservar mis logros, en vez de explicarlos, pero que en un momento dado todo cobraría sentido para mí.
Le aseguré que, en el presente, todo tenía total sentido para mí. Pero él se mostró inflexible en que antes de poder yo asegurar que encontraba sentido a lo que él decía, yo tenía que explicarme el conocimiento a mí mismo. Insistió que, para que un movimiento de mi punto de encaje tuviera total sentido, me hacía falta tener energía para fluctuar, a voluntad, entre el sitio de la razón y el del conocimiento silencioso.
Guardó silencio por un rato, barriéndome todo el cuerpo con la mirada. Después pareció decidirse. Sonrió y volvió a hablar.
– Hoy te moviste más allá del sitio donde no hay compasión -dijo, con aire de finalidad-. Hoy llegaste al sitio del conocimiento silencioso.
Explicó que esa tarde mi punto de encaje se había movido por sí sólo, sin intervención suya. Yo había intentado el movimiento, y al modelar y enriquecer mi sensación de ser gigantesco, mi punto de encaje había alcanzado la posición del conocimiento silencioso.
Dijo que un modo de describir la percepción que se logra desde el sitio del conocimiento silencioso es llamarla "aquí y aquí". Explicó que, al decirle yo que había sentido que miraba por sobre los arbustos, debería haber agregado que estaba viendo el suelo del desierto al mismo tiempo que la copa de los matorrales. O que había estado en el sitio en donde estaba parado y, a la vez, en el sitio donde estaba el jaguar. De ese modo había podido notar el cuidado que ponía el animal en evitar las espinas. En otras palabras, en vez de percibir el aquí y allá normales, había percibido el "aquí y el aquí".
Sus comentarios me asustaron. Tenía razón. Yo no le había mencionado eso; ni siquiera había admitido para mis adentros que estuve en dos lugares al mismo tiempo. No me habría atrevido a pensar en esos términos, de no ser por sus comentarios.
Repitió que yo era demasiado nuevo en esas lides y que necesitaba más tiempo y más energía para controlar por mí mismo esa percepción dividida. Por el momento, yo aún requería mucha supervisión; por ejemplo, mientras me alzaba por sobre la copa de los arbustos, él había tenido que hacer fluctuar rápidamente su propio punto de encaje entre los sitios de la razón y el conocimiento silencioso para cuidar de mí.
– Dígame una cosa -le dije, poniendo a prueba su razonabilidad-. Ese jaguar era más extraño de lo que usted quiere admitir, ¿verdad? Los jaguares no son parte de la fauna de esta zona. Los pumas sí, pero los jaguares no. ¿Cómo me explica eso?
Antes de responder arrugó la boca. De pronto se había puesto muy serio.
– Creo que este jaguar, en particular, confirma tus teorías antropológicas -dijo, con voz solemne-. Evidentemente, ese era un jaguar antropológico que seguía esa famosa ruta comercial que conecta Chihuahua con América Central.
Don Juan rió tanto que el sonido de su risa despertó ecos en las montañas. Ese eco me perturbó tanto como el mismo jaguar. Pero no era el eco en sí lo que me perturbaba, sino el hecho de que yo nunca había oído un eco por la noche. Los ecos, en mi mente, sólo se asociaban con el día.
Me había llevado varias horas acordarme de todos los detalles de mi experiencia con el jaguar. Durante ese tiempo, don Juan no me habló. Se limitó a apoyarse contra una roca y se durmió sentado. Al cabo de un rato, dejé de notar su presencia y, por fin, yo también me dormí.
Me despertó un dolor en la mandíbula; me había dormido con la cara apoyada contra una roca. En cuanto abrí los ojos traté de deslizarme del pedrón en donde estaba tendido, pero perdí el equilibrio y caí sentado, ruidosamente. Don Juan surgió de entre unos arbustos justo a tiempo para reírse.
Estaba oscureciendo. Comenté en voz alta que no tendríamos tiempo de llegar al valle antes de que cayera la noche. Don Juan se encogió de hombros. Sin aparentar preocupación alguna, tomó asiento a mi lado.
Le pregunte si quería que le contara lo que me había acordado. Indico que le parecía muy bien, pero no me hizo preguntas. Supuse que dejaba el relato por mi cuenta y le dije que había dos puntos de gran importancia para mí. Uno era que él había hablado del conocimiento silencioso; y el otro era que yo había movido mi punto de encaje utilizando el intento.
– No -dijo don Juan-. Eso no fue lo más importante. Tu logro de ese día ni siquiera fue el entrar en el conocimiento silencioso. Tu logro fue que llenaste otro de los requisitos del intento: la audacia. Para enfrentarnos con el intento, necesitamos abandono y frialdad y, sobre todo, audacia.