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Reconoció que en una escala reducida, los brujos modernos habían recapturado ese antiguo poder. Con un movimiento de sus puntos de encaje podían alterar lo que percibían y así cambiar las cosas. Me aseguró que en ese momento, yo estaba cambiando las cosas al sentirme grande y feroz. Los sentimientos, procesados de ese modo, se llamaban intento.

Dijo que tal vez todo ser humano en condiciones de vida normales había tenido, en algún momento, la oportunidad de salirse de los límites convencionales. Hizo hincapié en que no se refería a los convencionalismos sociales, sino a las convenciones que limitan nuestra percepción. Un momento de regocijo es suficiente para mover nuestro punto de encaje y romper con esas convenciones. Así también un momento de miedo, de dolor, de cólera o de pesadumbre. Pero comúnmente, cuando tenemos la posibilidad de mover nuestro punto de encaje nos asustamos. Nuestros principios religiosos, académicos o sociales se ponen en juego, garantizando nuestra urgencia de mover nuestros puntos de encaje a la posición que prescribe la vida normal; nuestra urgencia de regresar al rebaño.

Me dijo que todos los místicos y los maestros espirituales que se conocían habían hecho exactamente eso: mover sus puntos de encaje, ya fuera a través de disciplina o por casualidad, y sacarlos del sitio habitual y luego volver a la normalidad portando consigo un recuerdo que les duraría por toda la vida.

– En estos momentos tu punto de encaje ya se ha movido bastante -prosiguió-. Y ahora estás en la posición de o bien perder lo ganado o hacer que tu punto de encaje se mueva más. Puedes sentirte ahora que eres muy bueno y muy civilizado y olvidar el movimiento inicial de tu punto de encaje. O puedes sentirte que eres un hombre audaz y que puedes empujarte a ti mismo más allá de tus limites razonables.

Yo sabía exactamente a qué se refería, pero en mí había una extraña duda que me hacía vacilar.

Don Juan insistió un poco más en el mismo punto. Dijo que el hombre común y corriente incapaz de hallar energías para percibir más allá de sus límites diarios, llama al reino de la percepción extraordinaria brujería, hechicería u obra del demonio; y se aleja horrorizado sin atreverse a examinarlo.

– Pero tú ya no puedes seguir haciendo eso -prosiguió-. No eres una persona religiosa y eres recontra curioso. No vas a poder descartar esto. Lo único que podría detenerte ahora es la cobardía.

"Convierte todo en lo que realmente es: lo abstracto, el espíritu, el nagual. No hay brujería, no hay el mal, ni el demonio. Solo existe la percepción.

Yo le entendí perfectamente, pero no llegaba a determinar exactamente qué deseaba él que yo hiciera.

Miré a don Juan, tratando de hallar las palabras más adecuadas para preguntárselo. Había yo entrado en un estado de ánimo extremadamente funcional y no quería malgastar una sola palabra.

– ¡Sé gigantesco! -me ordenó, sonriendo- ¡Acaba con la razón!

Comprendí entonces qué quería decir. Más aún; supe que podía aumentar la intensidad de mis sensaciones de tamaño y ferocidad hasta ser verdaderamente un gigante, alzándose por encima de los arbustos, capaz de ver todo a nuestro alrededor.

Traté de expresar mis pensamientos, sin poder hacerlo. Luego me di cuenta de que don Juan sabía lo que yo pensaba y, obviamente, muchas, muchas cosas más.

Y en ese momento me ocurrió algo extraordinario. Mis facultades de raciocinio cesaron de funcionar. Literalmente, sentí como si me hubiera cubierto una frazada negra que oscurecía mis pensamientos. Y dejé ir a mi razón con el abandono de quien no tiene nada de qué preocuparse. Estaba convencido de que si hubiera querido deshacerme de esa frazada oscura, todo lo que tenía que hacer era sentir que me abría paso a través de ella.

En ese estado me sentí impulsado, puesto en movimiento. Algo me hacía moverme físicamente de un sitio a otro. No experimenté fatiga alguna. La velocidad y la soltura con que me movía me llenaron de júbilo.

No tenía la sensación de estar caminando, ni tampoco estaba volando. Más bien, era transportado con suma facilidad. Mis movimientos se volvían espasmódicos y torpes sólo cuando trataba de pensar en ellos. Cuando los disfrutaba sin que mediase el pensamiento, entraba en un estado de júbilo físico sin precedente en mi existencia. De haberse dado algún caso de ese tipo de felicidad física en mi vida, debe haber sido tan breve que no había dejado recuerdos. Sin embargo, al experimentar ese éxtasis me parecía reconocerlo vagamente, como si en otro tiempo lo hubiera conocido, pero lo hubiese olvidado.

El goce de ser transportado a través del chaparral era tan intenso que todo lo demás cesó. Lo único que existía para mí eran ese estado de júbilo y felicidad física y los momentos en que dejaba de ser transportado, el goce cesaba y entonces me encontraba de cara al chaparral.

Pero aún más inexplicable era la sensación, totalmente corporal, de que me erguía capaz dos metros por encima de los arbustos.

En cierto instante vi con toda claridad la silueta del jaguar no muy lejos por delante de mí. Huía a toda velocidad. Sentí cómo trataba de evitar las espinas de los cactos. Pisaba con muchísimo cuidado.

Sentí la incontrolable urgencia de correr detrás del animal para asustarlo hasta hacerle perder la cautela. Sabía que de ese modo se pincharía con las espinas. Una idea literalmente irrumpió en mi mente silenciosa: pensé que el jaguar resultaría mucho más peligroso si se lastimaba con las espinas. Esa idea me produjo el mismo efecto que si alguien me hubiera despertado de un sueño.

Cuando me di cuenta de que mis procesos intelectuales volvían a funcionar, me encontré en la base de una pequeña cadena de colinas rocosas. Miré a mi alrededor. Don Juan estaba a un par de metros de distancia. Estaba visiblemente exhausto, pálido y respirando agitadamente.

– ¿Qué pasó, don Juan? -pregunté, después de carraspear para aclararme la garganta irritada.

– Dime tú qué pasó -balbuceó acezando.

Le conté lo que había sentido. Y luego noté que apenas podía distinguir la cumbre de las colinas. Quedaba muy poca luz diurna. Lo cual significaba que yo había perdido la noción del tiempo, y había corrido o caminado por lo menos dos horas.

Le pedí a don Juan que me explicara esta discrepancia. Dijo que mi punto de encaje se había movido más allá del sitio donde no hay compasión, hasta entrar en el sitio del conocimiento silencioso, pero que aún me faltaba suficiente energía para controlar ese movimiento por mi cuenta. Para controlarlo yo necesitaba energía para moverme a voluntad entre la razón y el conocimiento silencioso. Agregó que, cuando el brujo tenía la energía necesaria podía fluctuar entre la razón y el conocimiento silencioso, y que también podía, aún si no tenía energía, pero mover su punto de encaje era cuestión de vida o muerte.

Sus conclusiones acerca de mi experiencia fueron que, debido a lo grave de la situación, yo había dejado que el espíritu moviera mi punto de encaje. El resultado había sido mi entrada en el conocimiento silencioso, lo cual naturalmente, aumentó el alcance de mi percepción, al punto de permitirme la sensación de corpulencia, de ser un gigante erguido por sobre los arbustos.

En ese entonces, debido a mis estudios académicos, yo estaba apasionadamente interesado en la validación por medio del consenso. Le formulé mi pregunta habitual de aquella época.

– Si alguien del departamento de antropología de la universidad me hubiese estado observando, ¿me habría visto como un gigante moviéndose por el chaparral?

– En verdad, no sé -respondió don Juan-. La forma de descubrirlo sería moviendo tu punto de encaje en el departamento de antropología.

– Lo he tratado -contesté-, pero nunca pasa nada. Sin duda necesito tenerlo a usted cerca para que ocurra algo.

– No habrá sido cuestión de vida o muerte, eso es todo -explicó-. Si lo hubiera sido, habrías movido tu punto de encaje por cuenta propia.

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