Yo insistí que al menos tratara de explicármelo en más detalle.
– Todo lo que te puedo decir es que los ojos lo hacen -dijo en tono cortante-. No sé cómo, pero lo hacen. Invocan al intento con algo indefinible que poseen, algo que está en su brillo. Los brujos dicen que el intento se experimenta con los ojos, no con la razón.
Se negó a agregar nada más acerca del asunto y continuó explicando el evento de Guaymas. Dijo que tan pronto como su punto de encaje hubo alcanzado la posición específica que lo convertía en un auténtico viejo, las dudas deberían haberse borrado de mi mente por completo. Pero como yo me enorgullecía de ser superracional, inmediatamente hice lo posible para explicar su transformación.
– Te lo he dicho y repetido mil veces que ser demasiado racional es una desventaja -dijo-. Los seres humanos tienen un sentido muy profundo de la magia. Somos parte de lo misterioso. La racionalidad es sólo un barniz, un baño de oro en nosotros. Si rascamos esa superficie encontramos que debajo hay un brujo. Algunos de nosotros, sin embargo, tenemos una gran dificultad para llegar a ese nivel bajo la superficie; otros, en cambio, lo hacen con absoluta facilidad. Tú y yo somos muy parecidos en este respecto: los dos tenemos que sudar tinta antes de soltarnos de nuestra imagen de sí.
Le expliqué que, para mí, aferrarme a la racionalidad había sido siempre una cuestión de vida o muerte. Más aún al tratarse de mis experiencias en el mundo de los brujos.
Comentó que aquel día, en Guaymas, mi racionalidad le había resultado especialmente fastidiosa. Desde el comienzo, tuvo que hacer uso de todo tipo de recursos a su alcance para socavarla. A fin de lograrlo, comenzó por ponerme las manos en los hombros, con toda su fuerza, casi derribándome con su peso. Esa brusca maniobra física fue la primera sacudida a mi cuerpo. Y eso, junto con el miedo que me causaba su falta de continuidad, perforó mi racionalidad.
– Pero perforar tu racionalidad no bastaba -prosiguió don Juan-. Yo sabía que, para forzarte a que llamaras tú mismo al espíritu a que moviera tu punto de encaje al sitio donde no hay compasión, yo tendría que romper hasta el último vestigio de mi continuidad. Fue entonces cuando me volví realmente senil y te hice recorrer la ciudad y, al fin, me enojé contigo y te di de bofetadas.
"Te quedaste helado, pero ya ibas camino hacia una instantánea recuperación cuando le di al espejo de tu imagen de sí lo que debería haber sido el golpe final. Grité a todo pulmón que querías matarme. No esperé que echarías a correr. Me había olvidado de tu violencia. Dijo que, pese a mis apuradas y mal pensadas tácticas de recuperación, mi punto de encaje llegó al sitio donde no hay compasión cuando me enfurecí con su conducta senil. O tal vez fue lo contrario: me enfurecí porque mi punto de encaje había llegado al sitio donde no hay compasión. Realmente no importaba. Lo que contaba era que mi punto de encaje había llegado a ese sitio, y yo había aceptado los requisitos del intento: un abandono y una frialdad totales.
Una vez allí, mi conducta cambió radicalmente. Me volví frío, calculador, indiferente con respecto a mi seguridad personal.
Le pregunté a don Juan si él había visto todo eso. No recordaba habérselo contado. Respondió que, para saber lo que yo sentía, le había bastado la introspección y el acordarse que su propia experiencia pasó bajo condiciones similares.
Señaló que mi punto de encaje quedó fijo en su nueva posición en el momento cuando él volvió a su ser natural. Para entonces, mi convicción de que su continuidad era inmutable había sufrido una conmoción tan profunda que la continuidad normal ya no funcionaba como fuerza cohesiva. Y fue en ese momento, desde su nueva posición, que mi punto de encaje me permitió construir otro tipo de continuidad, que expresé con una dureza extraña, indiferente, desapegada; un abandono y una frialdad que, de allí en adelante, se convirtió en mi modo normal de conducta.
– La continuidad es tan importante en nuestra vida que, si se rompe, siempre se repara instantáneamente -prosiguió-. En el caso de los brujos, en cambio, una vez que sus puntos de encaje llegan al sitio donde no hay compasión, la continuidad ya no vuelve a ser la misma.
"Puesto que tú eres lento por naturaleza, no has notado todavía que, desde aquel día en Guaymas, entre otras cosas, has adquirido la capacidad de aceptar cualquier tipo de discontinuidad después de una breve lucha con tu razón, naturalmente.
Le brillaban los ojos de risa.
– Fue también ese día cuando aprendiste a enmascarar el no tener compasión -prosiguió-. Tu máscara no estaba tan bien desarrollada como está ahora, por supuesto, pero lo que adquiriste entonces fueron los rudimentos de lo que se convertiría en tu máscara de generosidad.
Traté de protestar. No me gustaba la idea de no tener compasión y menos aún la idea de que la tenía enmascarada.
– No uses tu máscara conmigo -dijo, riendo-. Guárdala para alguien mejor, para alguien que no te conozca.
Me instó a acordarme exactamente el momento en que la máscara vino a mí, pero yo no pude.
– Vino al instante en que sentiste que esa furia fría se apoderaba de ti -me dijo-, y tuviste que enmascararla. No bromeaste al respecto, como hubiera hecho mi benefactor. No trataste de parecer razonable como lo hubiera hecho yo. No fingiste que te intrigaba, como hubiera hecho el nagual Elías. Esas son las tres máscaras de nagual que conozco. ¿Qué hiciste, entonces? Caminaste tranquilamente hasta tu auto y regalaste la mitad de los paquetes al muchacho que te ayudaba a llevarlos.
Hasta ese momento yo no me acordaba de que ciertamente le pedí al primer muchacho que pasó junto a mí que me ayudara a llevar los paquetes. Le conté a don Juan que también me había acordado de haber visto luces bailando delante de mis ojos. Yo pensé que las veía, porque estaba a punto de desmayarme a causa de la furia que sentía.
– No, no estabas a punto de desmayarte -corrigió don Juan-. Estabas a punto de entrar en un estado de ensueño y de ver al espíritu por tu propia cuenta, como Talía y mi benefactor, pero no lo hiciste porque eres un idiota. En vez de esto, regalaste tus paquetes.
Le dije a don Juan que no era generosidad lo que me había impulsado a regalar los paquetes, sino esa furia fría que me consumía.
Tenía que hacer algo para tranquilizarme y eso fue lo primero que se me ocurrió.
– Pero eso es exactamente lo que vengo diciéndote: tu generosidad no es auténtica -replicó.
Y, para fastidio mío, se echó a reír.
XII. EL TERCER PUNTO
Frecuentemente, don Juan nos llevaba a mí y al resto de sus aprendices, en breves viajes de un día, a la cordillera occidental. En una ocasión partimos al amanecer y en la tarde emprendimos el viaje de regreso. Decidí caminar junto a don Juan. Estar cerca de él siempre me tranquilizaba, mientras que estar entre sus volátiles aprendices me producía el efecto opuesto.
Todavía en las montañas, antes de llegar al llano, tuve que detenerme. Me dio un ataque de profunda melancolía, tan inesperado y tan fuerte que no pude hacer otra cosa que sentarme. Don Juan se sentó conmigo. Siguiendo su sugerencia, me tendí boca abajo sobre un gran peñasco redondo.
El resto de los aprendices, después de mofarse de mí, continuaron caminando. Sus risas y sus chillidos se fueron perdiendo en la distancia. Don Juan me instó a quedarme tranquilo y dejar que mi punto de encaje, que se había movido con súbita rapidez, según dijo, se acomodara en su nueva posición.
– No te pongas agitado -me aconsejó-. Dentro de un rato sentirás una especie de tirón, una palmada en la espalda, como si alguien te hubiera tocado. Y luego estarás bien.
El hecho de yacer inmóvil sobre la roca, esperando una palmada en la espalda, me hizo acordar espontáneamente de un evento pasado. La visión fue tan intensa y clara que no llegué a notar la esperada palmada. Supe que la recibí, porque mi melancolía desapareció instantáneamente.