– ¡Intento! -gritó-. ¡Intento! ¡Intento!
Con cada grito su voz se tornaba más inhumana y más aguda. Se me erizaron los cabellos de la nuca y sentí que se me ponía la piel de gallina. Sin embargo, mi mente en lugar de concentrarse en el terror que estaba experimentando, fue directamente a revivir el sentimiento que había olvidado. Antes de que pudiera saborearlo por completo, se expandió hasta explotar, convirtiéndose en algo más. Entonces comprendí no sólo la razón por la cual la conciencia acrecentada es la puerta de entrada al intento, sino también supe lo que es el intento. Y sobre todo, comprendí que ese conocimiento no se puede traducir en palabras. Ese conocimiento está ahí a disposición de todos. Esta ahí para ser sentido, para ser usado, pero no para ser explicado. Uno puede entrar a él cambiando niveles de conciencia, por lo cual, la conciencia acrecentada es una puerta de entrada. Pero ni aun siquiera la puerta de entrada puede ser explicada. Sólo puede utilizársela.
Todavía hubo otro fragmento de conocimiento que capté sin ninguna instrucción: él conocimiento natural del intento está a disposición de cualquiera, pero el dominarlo le corresponde sólo a quienes lo sondean.
Para entonces estaba terriblemente cansado, y fue sin duda por esa razón que mi crianza católica empezó a afectar profundamente mis reacciones. Por un momento creí que el intento era Dios.
Les dije eso y los tres al unísono se rieron a carcajadas. Vicente, todavía usando su tono de profesor, dijo que no es posible que fuera Dios, porque el intento es una fuerza que no puede describirse y mucho menos representarse:
– No seas presumido -me dijo don Juan en tono severo-. No estás aquí para especular basándote en tu primero y único esfuerzo. Espera hasta dominar tu conocimiento. Entonces decide qué es qué.
Recordar las cuatro disposiciones del acecho me dejó exhausto. El resultado más dramático fue un despliegue de extraordinaria indiferencia. No me hubiera importado un comino caer muerto en ese instante, o si don Juan lo hubiera hecho. Me daba lo mismo si nos quedábamos a pasar la noche ahí o si emprendíamos nuestro camino de regreso en esa oscuridad total.
Don Juan se mostró muy comprensivo. Me guió, tomándome de la mano como si yo estuviera ciego, hasta una enorme roca y me ayudó a sentarme apoyando la espalda contra ella. Me recomendó que me dejara llevar por el sueño natural de regreso a mi estado normal de conciencia.
EL DESCENSO DEL ESPÍRITU
VII. VER AL ESPÍRITU
Después de terminar el almuerzo, mientras aún estábamos sentados a la mesa, don Juan anunció que los dos pasaríamos la noche en la cueva de los brujos y que debíamos ponernos en camino. Dijo que era imperativo que yo volviera a sentarme allí, en total oscuridad, para permitir que la formación rocosa y el intento de los antiguos brujos movieran mi punto de encaje.
Yo iba a levantarme de la silla, pero él me detuvo y dijo que primero deseaba explicarme algo. Se desperezó y puso los pies en el asiento de una silla, luego se reclinó en una posición más cómoda.
– A medida que te veo más detalladamente -dijo-, me doy cuenta de lo parecido que eres a mi benefactor.
Sus palabras no me cayeron nada bien. No le permití continuar. Le dije que no podía imaginar cuál era el parecido, pero si existía, lo cual era una posibilidad que no me resultaba nada tranquilizadora, le agradecería que me lo indicara, para así, darme la oportunidad de corregirme.
Don Juan rió hasta que le corrieron las lágrimas por las mejillas.
– Uno de los parecidos es que, cuando actúas, actúas muy bien -indicó-, pero cuando piensas siempre te trabas. Así era mi benefactor. No pensaba muy bien.
Estaba a punto de defenderme, de decirle que yo sí pensaba muy bien, cuando noté un destello en sus ojos. Me interrumpí en seco. Don Juan, al notar mi cambio de actitud, rió con una nota de sorpresa. Parecía haber estado esperando la reacción opuesta.
– Lo que quiero decir es que, por ejemplo, a ti sólo te cuesta comprender el espíritu cuando piensas -prosiguió, con una sonrisa burlona-. Cuando actúas, en cambio, el espíritu se te revela con facilidad. Así era mi benefactor.
"Antes de que salgamos para la cueva voy a contarte la historia de mi benefactor y el cuarto centro abstracto: el descenso del espíritu.
Los brujos creen que, hasta el momento mismo en que desciende el espíritu, cualquier brujo puede dejar la brujería, puede alejarse del espíritu, pero ya no después.
Don Juan me instó, con un movimiento de cejas, a reflexionar sobre lo que me estaba diciendo.
– El cuarto centro abstracto es el golpe brutal del descenso del espíritu -prosiguió-. El cuarto centro abstracto es un acto de revelación. El espíritu se nos revela. Los brujos dicen que el espíritu nos espera emboscado y luego desciende sobre nosotros, su presa. Dicen los brujos que ese descenso casi siempre viene velado. Sucede, pero parece no haber sucedido en absoluto.
Me puse muy nervioso. El tono de voz de don Juan me daba la sensación de que se estaba preparando para soltarme algo inusitado en cualquier momento.
Me preguntó si recordaba el momento en que el espíritu había descendido sobre mí, sellando mi alianza permanente con lo abstracto.
Yo no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo.
– Existe un umbral que, una vez franqueado, no permite retiradas -dijo-. Normalmente, desde el momento en que el espíritu toca la puerta, pasan años antes de que el aprendiz llegue a ese umbral. Sin embargo, en algunas ocasiones se logra llegar a él casi de inmediato. El caso de mi benefactor es un buen ejemplo.
Don Juan dijo que todos los brujos tenían la obligación de recordar muy claramente cuándo y cómo habían cruzado ese umbral, a fin de fijar en sus mentes el nuevo estado de su potencial perceptivo. Explicó que cruzar ese umbral significa entrar a un nuevo mundo, y que no es esencial el ser aprendiz de brujo para llegar a ese umbral; la única diferencia entre el hombre común y corriente y el brujo, en esos casos, es lo que cada uno pone en relieve. El brujo recalca el cruce del umbral y usa ese recuerdo como punto de referencia. El hombre común y corriente recalca el hecho de que se refrena de cruzarlo y de que hace lo posible por olvidarse de haber llegado a él.
Le comenté que yo no estaba totalmente de acuerdo, pues no podía aceptar que hubiera un solo umbral que cruzar para entrar en un nuevo mundo de la percepción.
Don Juan elevó los ojos al cielo, y sacudió la cabeza en un fingido gesto de resignación. Yo continué con mi discusión, no tanto para contradecirle, sino para entender mejor las cosas, pero rápidamente perdí el ímpetu. De pronto tuve la sensación de estar deslizándome por un túnel.
– Dicen los brujos que el cuarto centro abstracto nos acontece cuando el espíritu corta las cadenas que nos atan a nuestro reflejo -continuó-. Cortar nuestras cadenas es algo maravilloso, pero también algo muy fastidioso porque nadie quiere ser libre.
La sensación de deslizarme por un túnel se prolongó un momento más y luego todo quedó en claro. Me eché a reír. Extrañas intuiciones acumuladas dentro de mí estaban estallando en carcajadas,
Don Juan parecía leerme la mente como si fuera un libro abierto.
– Qué sensación más extraña, ¿no?: el darse cuenta de que todo cuanto pensamos, todo cuanto decimos, depende de la posición del punto de encaje -comentó.
Y eso era, exactamente, lo que yo había estado pensando y lo que provocaba mi risa.
– Sé que en este, momento tu punto de encaje se ha movido -prosiguió- y que has comprendido el secreto de nuestras cadenas. Has comprendido que nos aprisionan; que nos mantienen amarrados a ese reflejo nuestro a fin de defendernos de los ataques de lo desconocido.