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– Y ahora quiero que tú pienses en todo lo que te he contado -prosiguió don Juan-. Cavila, a ver qué conclusiones se te ocurren.

Me puse a pensar, pero como siempre que él me pedía que hiciera algo específico, no pude hacerlo. Por fin, le pregunté a don Juan qué pensaba del modo de llamar al intento de los Tulios. Y él dijo que tanto su benefactor, como el nagual Elías, eran un poco más dados a los ritos que él; por lo tanto, preferían utensilios tales como velas, lugares oscuros y mesas negras.

Comenté, sin darle importancia, que a mi también me atraía muchísimo la conducta ritualista. El rito me parecía algo esencial para centrar la atención. Don Juan tomó mi comentario en serio. Dijo que había visto que existía en mí, como campo energético, un rasgo que todos los brujos de antaño tenían y buscaban ávidamente en otros: una zona brillante en el lado inferior derecho del capullo luminoso. Dicha brillantez se asociaba con el ingenio de una persona y su tendencia a la morbosidad. Los sombríos brujos de aquellos tiempos se complacían en domar a ese codiciado rasgo para engrandecer al lado oscuro del hombre.

– Entonces el hombre tiene un lado que es el mal -dije, jubiloso-. Usted siempre lo negó. Siempre dice que el mal no existe, que sólo existe el poder.

Me sorprendí a mí mismo con tal arrebato: en un solo instante toda mi crianza católica se había apoderado de mí y el Príncipe de las Tinieblas creció a tamaño descomunal.

Don Juan rió hasta acabar tosiendo.

– Claro que tenemos un lado oscuro -dijo-. Matamos por capricho, ¿no es cierto? Quemamos gente en el nombre de Dios. Nos destruimos a nosotros mismos; aniquilamos la vida en este planeta; destruimos la tierra. Y luego nos ponemos un hábito y el Señor nos habla directamente. ¿Y qué nos dice el Señor? Nos dice que si no nos portamos bien nos va a castigar. El Señor lleva siglos amenazándonos sin que las cosas cambien. Y no porque exista el mal, sino porque somos estúpidos. El hombre si que tiene un lado oscuro, que se llama estupidez.

No dije nada más, pero aplaudí para mis adentros, pensando con placer que don Juan era todo un maestro del debate. Una vez más, me envolvía en mis propias palabras.

Tras un momento de pausa, don Juan explicó que en la misma medida en que el rito obliga al hombre común y corriente a construir enormes iglesias que son monumentos a la importancia personal, también obliga a los brujos a construir edificios de morbidez y obsesión. La tarea de todo nagual es, por lo tanto, guiar a la conciencia para que vuele hacia lo abstracto, libre de cargas e hipotecas.

– ¿A qué se refiere usted don Juan con eso de cargas e hipotecas? -pregunté.

– El ritual puede atrapar nuestra atención mejor que ninguna otra cosa -dijo-, pero también exige un precio muy alto. Ese precio es la morbidez; y la morbidez podría cobrar altísimas cargas e hipotecas a nuestra conciencia de ser.

Don Juan dijo que la conciencia de ser es como una inmensa casa. La conciencia de la vida cotidiana es como estar herméticamente encerrado en un solo cuarto de esa inmensa casa durante toda la vida. Se entra en ese cuarto por medio de una abertura mágica: el nacimiento. Y se sale por medio de otra abertura mágica: la muerte.

Sin embargo, los brujos son capaces de hallar una abertura más y salir de ese cuarto herméticamente cerrado estando aún vivos. Un logro estupendo. Pero un logro más estupendo todavía es que, al escapar de ese cuarto sellado, los brujos son capaces de elegir la libertad. Eligen abandonar por completo esa casa inmensa, en vez de perderse en otras partes de ella.

Don Juan dijo que la morbidez es la antítesis de la oleada de energía que la conciencia necesita para alcanzar la libertad. Hace que los brujos pierdan el rumbo y se queden atrapados en los intrincados y oscuros corredores de lo desconocido.

Pregunté a don Juan si había algo de morbidez en los Tulios.

– La rareza no es morbidez -replicó-. Los Tulios eran la rareza misma; increíbles actores, adiestrados por el espíritu mismo.

– ¿Cuál fue la razón que llevó al nagual Elías a adiestrar a los Tulios de ese modo?

Don Juan me miró y soltó una carcajada. En ese instante se encendieron las luces de la plaza. Se levantó de su banca favorita y la acarició con la palma de la mano, como si fuera un animal querido.

– La libertad -dijo-. Quería liberarlos de la convención perceptual. Y les enseñó a ser artistas. Acechar es un arte. Para un brujo, puesto que no es mecenas ni vendedor de arte, la única importancia de una obra de arte es que puede ser lograda.

XV. EL BOLETO PARA IR A LA IMPECABILIDAD

Después de ayudarle todo el día a don Juan con sus pesados quehaceres, en la ciudad de Oaxaca, quedamos en encontrarnos en la plaza. Al caer la tarde, don Juan se reunió conmigo. Le dije que me hallaba completamente exhausto, que debíamos cancelar el resto de nuestra estadía en la ciudad y volver a su casa, pero él sostuvo que debíamos emplear hasta el último minuto disponible para repasar las historias de brujería o bien para hacer mover mi punto de encaje cuantas veces me fuera posible.

Mi cansancio sólo me permitía quejarme. Le dije que, al experimentar una fatiga tan profunda como la mía, sólo se llegaba a la incertidumbre y a la falta de convicción.

Tu incertidumbre es de esperar -dijo don Juan, muy calmadamente-. Después de todo, estás lidiando con un nuevo tipo de continuidad. Toma tiempo acostumbrarse a ella. Los brujos pasan años en el limbo, donde no son ni hombres comunes y corrientes ni brujos.

– ¿Y qué les pasa al final? -pregunté-. ¿Optan por lo uno o lo otro?

– No, no pueden optar. Al final, todo ellos se dan cabal cuenta de lo que son; brujos. La dificultad consiste en que el espejo de la imagen de sí es sumamente poderoso y sólo suelta a sus víctimas después de una lucha feroz.

Me dijo que comprendía a la perfección que por mucho que tratara, mi imagen de sí aún no me dejaba comportarme como le correspondía a un brujo. Me aseguro que mi desventaja, en el mundo de los brujos, era mi falta de continuidad. En ese mundo debía relacionarme con todo y con todos de una nueva manera.

Describió el problema de los brujos en general como una doble imposibilidad. Una es la imposibilidad de restaurar la destrozada continuidad cotidiana; y la otra, la imposibilidad de utilizar la continuidad dictada por la nueva posición del punto de encaje. Esa nueva continuidad, dijo él, es siempre demasiado tenue, demasiado inestable, y no ofrece a los brujos la seguridad que necesitan para actuar como si estuvieran en el mundo de todos los días.

– ¿Cómo resuelven los brujos ese problema? -pregunté.

– Ninguno resuelve nada -replicó él-. O bien el espíritu lo resuelve o no lo hace. Si lo hace, el brujo se descubre manejando el intento, sin saber cómo. Esta es la razón por la cual he insistido, desde el día en que te conocí, que la impecabilidad es lo único que cuenta. El brujo lleva una vida impecable, y eso parece atraer la solución. ¿Por qué? Nadie lo sabe.

Don Juan permaneció en silencio por un momento. Luego, otra vez, él comentó acerca de un pensamiento que pasaba por mi mente. Yo estaba pensando en que la impecabilidad siempre me hacía pensar en moralidad religiosa.

– La impecabilidad, como tantas veces te lo he dicho, no es moralidad -me dijo-. Sólo parece ser moralidad. La impecabilidad es, simplemente, el mejor uso de nuestro nivel de energía. Naturalmente, requiere frugalidad, previsión, simplicidad, inocencia y, por sobre todas las cosas, requiere la ausencia de la imagen de sí. Todo esto se parece al manual de vida monástica, pero no es vida monástica.

"Los brujos dicen que, a fin de tener dominio sobre el movimiento del punto de encaje, se necesita energía. Y lo único que acumula energía es nuestra impecabilidad.

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