Me apresuré a describir a don Juan el evento del que me estaba acordando. El sugirió que permaneciera en la piedra y moviera mi punto de encaje hasta el sitio exacto en donde estaba cuando sucedió lo que le describía.
– Tienes que acordarte de todos los detalles -me advirtió.
Había ocurrido hacía ya muchos años; una tarde en que don Juan y yo estuvimos en los altos del estado de Chihuahua, una zona plana y desierta, en el norte de México. Yo solía ir allí con él, porque la zona era rica en las hierbas medicinales que él recogía. Desde un punto de vista antropológico, aquella región era de un gran interés para mí. Los arqueólogos habían descubierto allí restos de lo que creían que había sido un gran puesto de intercambio comercial prehistórico, estratégicamente situado en una ruta natural que unía el sudeste norteamericano con el sur de México y América Central.
Cuantas veces había yo estado en ese desierto de Chihuahua sentía reforzada mi convicción de que los arqueólogos estaban acertados en su conclusión de que se trataba de una ruta natural. Yo, por supuesto, había explicado mis teorías a don Juan sobre la influencia de esa ruta en la diseminación de las culturas prehistóricas en el continente norteamericano. En aquel entonces yo estaba profundamente interesado en explicar la brujería entre los indios del sudeste norteamericano, México y América Central como un sistema de creencias transmitido a lo largo de las rutas comerciales, que había servido para crear, en cierto nivel abstracto, una especie de panindianismo precolombino.
Don Juan, naturalmente, reía estruendosamente cada vez que yo exponía mis teorías.
Al promediar la tarde, después que don Juan y yo hubimos llenados dos bolsas con hierbas medicinales sumamente raras, nos sentamos en la cima de un enorme peñasco a tomarnos un descanso antes de regresar hasta donde yo había dejado mi auto. Don Juan insistió en hablar allí sobre el arte del acecho. Dijo que el lugar y el momento eran de lo más adecuados para explicar sus complejidades, pero que a fin de comprenderlas yo debía primeramente entrar en la conciencia acrecentada.
Le exigí que, antes que nada, me explicara qué era la conciencia acrecentada. Don Juan, haciendo gala de una gran paciencia, la explicó en términos del movimiento del punto de encaje. Yo sabía todo cuanto me estaba diciendo. Le confesé que, en realidad, no necesitaba esas explicaciones. El respondió que las explicaciones nunca estaban de más, ya que se acumulan en nosotros y podían servir para uso inmediato o posterior o para ayudarnos a alcanzar el conocimiento silencioso.
Cuando le pedí que me explicara más detalladamente lo del conocimiento silencioso, se apresuró a responderme que el conocimiento silencioso es una posición general del punto de encaje, que milenios antes había sido la posición normal, del género humano, pero que por motivos imposibles de determinar, el punto de encaje del hombre se había alejado de esa posición específica para adoptar una nueva, llamada la "razón".
Don Juan observó que la mayoría de los seres humanos no son representativos de esa nueva posición, porque sus puntos de encaje no están situados exactamente en la posición de la razón en sí, sino en su vecindad inmediata. Lo mismo había sucedido en el caso del conocimiento silencioso: tampoco los puntos de encaje de todos los seres humanos estaban situados directamente en esa posición.
También dijo que otra posición del punto de encaje, el "sitio donde no hay compasión", es la vanguardia del conocimiento silencioso; y que existe aún otra posición clave llamada el "sitio de la preocupación", la antesala de la razón.
No vi nada oscuro en esa explicación tan crítica. Para mí todo era más que obvio. Comprendí cuanto él decía, en tanto esperaba el habitual golpe entre los omóplatos para hacerme entrar en la conciencia acrecentada. Pero el golpe nunca llegó, y yo seguí comprendiendo todo lo que él decía sin darme cuenta de que comprendía. Perduraba en mí la sensación de tranquilidad, de dar las cosas por hechas, propia de mi conciencia normal, así que no puse en tela de juicio mi extraña capacidad de comprender.
Don Juan me miró fijamente y me recomendó que me tendiera boca abajo en un peñasco redondo, con los brazos y las piernas abiertas como una rana.
Así permanecí por unos diez minutos, completamente tranquilo, casi dormido, hasta que me sacó de mi sopor el suave gruñido de un animal. Levanté la cabeza y, al mirar hacia arriba, se me erizaron los cabellos. Un gigantesco jaguar oscuro estaba sentado en otro peñasco, a escasos tres metros de mí, justo por encima de donde estaba don Juan sentado en el suelo. El jaguar, con la vista fija en mí, mostraba los colmillos, como si estuviera listo para saltar sobre mí.
– ¡No te muevas! -ordenó don Juan, en voz muy baja-. Y no lo mires a los ojos. Míralo fijamente al hocico y no parpadees. Tu vida depende de tu mirada.
Hice lo que me decía. El jaguar y yo nos miramos fijamente por un instante, hasta que don Juan quebró la tensión arrojándole su sombrero a la cabeza. Cuando el animal saltó hacia atrás para evitar el golpe, don Juan emitió un largo y penetrante silbido. Después gritó a todo pulmón y dio tres o cuatro palmadas con las dos manos juntas, que sonaron como disparos apagados.
Don Juan me hizo señas a que me bajara de la piedra y me reuniera con él. Los dos dimos gritos y palmeamos las manos hasta que él decidió que habíamos ahuyentado a la fiera.
Mi cuerpo temblaba; sin embargo, no me había asustado. Le dije a don Juan que lo que más me había atemorizado no era el súbito gruñido del felino ni su mirada fija, sino la certeza de que ya había llevado mucho tiempo mirándome, antes de que yo levantara la cabeza.
Don Juan no dijo una sola palabra sobre la experiencia. Estaba sumido en profundos pensamientos. Cuando comencé a preguntarle si había visto al animal antes que yo, hizo un enérgico gesto para acallarme. Me dio la impresión de que hasta se hallaba intranquilo, confuso.
Al cabo de un momento me hizo señas de que echáramos a andar y abrió la marcha. Nos alejamos de las rocas, serpenteando a paso rápido por entre la maleza.
Media hora después llegamos a un claro del chaparral, donde descansamos por unos momentos. No habíamos dicho una palabra y yo ansiaba saber qué estaba pensando él.
– ¿Por qué caminamos serpenteando? -pregunté- ¿No sería mejor salir volando de aquí, en línea recta, como una flecha?
– ¡No! -dijo con firmeza-. No nos valdría de nada. Ese es un jaguar macho. Está hambriento y va a seguirnos.
– Mayor razón para salir de aquí como flechas -insistí.
– No es tan fácil -dijo-. Ese jaguar no se halla estorbado por la razón. Sabrá exactamente lo que tiene qué hacer para cazarnos. De verdad que verá nuestros pensamientos.
¿Qué es eso de que el jaguar ve los pensamientos? -pregunté, francamente incrédulo.
– No se trata de una metáfora -aseguró-. Lo digo en serio. Los animales grandes, como ése, tienen la capacidad de ver el pensamiento. Y no me refiero a acertar; lo que quiero decir es que lo saben todo directamente.
– Entonces ¿qué debemos hacer? -pregunté, esta vez realmente alarmado.
– Debemos volvernos menos racionales y tratar de ganar la batalla haciéndole imposible ver lo que tenemos en mente -respondió.
– ¿Y cómo puede ayudarnos el ser menos racionales? -pregunté.
– La razón nos hace escoger lo que le parece sensato a la mente. Por ejemplo, tu razón ya te indicó correr velozmente en línea recta. Lo que tu razón no tuvo en cuenta es que si corremos tenemos que cubrir como diez kilómetros antes de llegar a tu coche. Y el jaguar es más veloz que nosotros. Nos sacaría ventaja y nos cortaría el camino, esperándonos en el sitio más apropiado para saltarnos encima.
"Una alternativa mejor, pero menos racional, es correr serpenteando.