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Aquel día del mes de septiembre, el destino le dio por anticipado, la sensación de su futuro alejamiento de Mashenka, de su alejamiento de Rusia.

Fue como una tortura previa, como un misterioso anuncio. Había una peculiar tristeza en los fresnos, en el rojo color de llama de su fruto, alejándose uno tras otro, perdiéndose en el gris horizonte, y le parecía increíble que en la próxima primavera pudiera ver de nuevo aquellos campos, ese solitario promontorio, estos meditativos postes de telégrafo.

En la casa de San Petersburgo, todo le pareció recién limpiado, brillante y positivo, como todo suele parecer siempre cuando se regresa de vacaciones en el campo. Volvieron a comenzar las clases. Cursaba el penúltimo curso. No sintió la menor atracción hacia los estudios. Cayeron las primeras nieves, y las barandillas de hierro, las grupas de los indiferentes caballos, los montones de leña de las barcazas quedaron cubiertos por una delgada capa blanca, aterciopelada.

Hasta el mes de noviembre Mashenka no regresó a San Petersburgo. Se encontraron bajo el mismo arco en que Liza muere, en La dama de picas de Tchaikovsky. Grandes y suaves copos de nieve caían verticalmente por el aire gris, como vidrio opaco. En aquel primer encuentro en San Petersburgo, Mashenka le causó la impresión de haber experimentado un sutil cambio, debido, quizás, a que llevaba sombrero y abrigo de pieles. Aquel día comenzó la nueva y nevada época de su amor. Les era difícil concertar sus encuentros. Los largos paseos sobre el hielo resultaban atroces, y encontrar un lugar cálido en el que estuvieran solos, en los museos y en los cines, era más atroz todavía. Lógicamente, en sus frecuentes y lacerantemente tiernas cartas, cartas que se escribían los días en que no podían verse (Ganin vivía en el Muelle Inglés, y Mashenka en la calle Caravana), los dos recordaban los senderos del parque y el aroma de las hojas caídas como algo inimaginablemente amado, e ido para siempre. Quizá tan sólo lo hacían para avivar su amor con agridulces recuerdos, pero quizá se daban cuenta de que, verdaderamente, el más dulce período de su felicidad había ya terminado. Por la tarde, se llamaban por teléfono, para averiguar si la carta había llegado, o para concertar una cita. Mashenka le recitaba fragmentos de poemillas, reía cálidamente, y se colocaba el teléfono en el pecho, en cuyo instante Ganin imaginaba que oía el latir de su corazón.

Y así hablaban durante horas.

Aquel invierno, Mashenka llevó un abrigo de pieles grises y chanclos suecos sobre los zapatos que utilizaba para ir por casa. Ganin nunca la vio resfriada, ni siquiera con frío. Las heladas y las nevadas sólo servían para infundirle más vida. En plena nevada, con viento helado y en una oscura calleja, Mashenka era capaz de quedarse con los hombros al aire. Los copos de nieve le producían cosquillas, sonreía a través de sus mojadas pestañas, y oprimía contra su cuerpo la cabeza de Ganin, mientras del gorro de astracán de éste caía una nevada en miniatura sobre los desnudos senos de la muchacha.

Estos encuentros con viento y hielo eran más penosos para él que para ella. Ganin pensaba que el amor que los unía a los dos se estaba marchitando como consecuencia de estas incompletas efusiones. El amor exige intimidad, cobijo, refugio. Y ellos carecían de refugio. Los familiares de cada uno de ellos no conocían al otro. Su secreto, que tan maravilloso fue al principio, era ahora una carga. Ganin comenzó a pensar que nada tendría que objetar si Mashenka se convertía en su amante, incluso si ello ocurría únicamente en amuebladas habitaciones de alquiler. Y esta idea persistió en su mente, de un modo totalmente independiente de sus sentimientos de deseo, que ya comenzaban a menguar bajo la tortura de sus deficientes encuentros.

Y así pasaron el invierno, recordando el campo, soñando en el próximo verano, peleándose alguna que otra vez impulsados por los celos, oprimiéndose las manos bajo las burdas mantas de los trineos de alquiler. Entonces, a primeros de año, Mashenka tuvo que irse a Moscú.

Sorprendentemente, esta partida fue un alivio para Ganin.

Sabía que Mashenka proyectaba trasladarse, el verano siguiente, a una casita que sus padres tenían en la tierra de que eran oriundos, cerca de San Petersburgo. Al principio, Ganin pensó mucho en este retorno. Imaginó un nuevo verano, nuevos encuentros, y escribió conmovedoras cartas a Mashenka, pero luego la frecuencia de sus cartas disminuyó, y cuando su familia se trasladó a la finca en el campo, a mediados de mayo, Ganin dejó de escribir a la muchacha. Al mismo tiempo, encontró tiempo para iniciar y terminar una aventura con una encantadora rubia, cuyo marido estaba luchando en Galitzia.

Entonces, Mashenka regresó.

Su voz sonó débilmente, muy lejana, como un sonido leve emitido junto al teléfono, al otro extremo del hilo, como el susurro de una caracola, y, alguna que otra vez, otra voz, más distante todavía, se cruzaba, interrumpiendo sus palabras, prosiguiendo una conversación con otra persona situada en una cuarta dimensión. El teléfono de la casa de campo en que se encontraba Mashenka era antiguo, con manivela, y entre ella y él mediaban treinta millas de rugiente oscuridad.

– Iré a verte -gritó Ganin-. He dicho que iré a verte. En bicicleta. Será cuestión de un par de horas.

– …no quiere volver a Voskresensk, ¿oyes? Papá no quiere alquilar una dacha en Voskresensk. Desde donde tú estás hasta este pueblo hay treinta…

Una voz ajena, terció:

– No olvides traerme las botas.

Entonces, a través de los zumbidos, volvió a oír a Mashenka, en miniatura, como si hablara por un telescopio puesto al revés. Y cuando Mashenka se desvaneció totalmente, Ganin se apoyó en la pared y tuvo la sensación de que los oídos le ardían.

Inició el viaje a las tres de la tarde, con camisa y sin corbata, pantalones de futbolista, calzado con zapatos de suela de goma y sin calcetines. Gracias a tener el viento a favor, avanzó aprisa, sorteando los baches de la carretera, y sin dejar de acordarse de cómo solía pasar en bicicleta junto a Mashenka, antes de conocerla.

Cuando llevaba recorridas unas diez millas, se le reventó el neumático de la rueda trasera. Pasó largo rato ocupado en repararlo, sentado en la cuneta. Los pájaros cantaban en los campos a uno y otro lado de la carretera, y pasó un descapotable gris, levantando una nube de polvo, con dos militares que llevaban unas gafas protectoras que les daban aspecto de lechuza. Con el neumático ya reparado, lo hinchó cuanto pudo, y prosiguió su camino, consciente de no haber previsto aquel contratiempo y de llevar ya una hora de retraso. Abandonó la carretera y penetró en un sendero que cruzaba un bosque, sendero que le había recomendado un mujik. Después tomó una curva, pero se equivocó, y estuvo pedaleando largo rato, hasta que de nuevo se encontró en la carretera. Descansó, y tomó un tentempié en un pueblecito, y después, cuando sólo le faltaban ocho millas para llegar, pasó por encima de una afilada piedra, y el neumático que antes había reventado se deshinchó con un lento silbido.

Oscurecía ya cuando llegó al pueblecito en que Mashenka pasaba el verano. Le esperaba en la puerta de entrada al parque público, tal como habían quedado, pero la muchacha ya había perdido toda esperanza de que él llegara, debido a que le estaba esperando desde las seis. Al verle, se emocionó tanto que tropezó, y poco le faltó para caer al suelo. Iba con un diáfano vestido blanco que Ganin no le había visto aún. No llevaba el lazo negro, por lo que su adorable cabecita parecía todavía más pequeña. Lucía flores azules en el pelo recogido.

Aquella noche, en la extraña y furtivamente creciente oscuridad, bajo los tilos de aquel espacioso parque público, sobre una piedra plana profundamente hundida en el césped, Ganin, en el curso de unas breves efusiones, llegó a amarla más intensamente que en cualquier otro instante, y dejó de amarla, así se lo pareció en aquel momento, para siempre jamás.

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