– Es un truco, una ilusión óptica. ¡Miren allí! -exclamó Dil Bahadur obligándolos a dirigir la vista hacia un rincón del jardín.
Tirado boca abajo en el suelo sobre un macizo de flores pintadas, estaba el cuerpo inerte de uno de los hombres azules. Dil Bahadur condujo a la fuerza a sus amigos hasta él. Se inclinó y lo dio vuelta, entonces vieron la forma horrible en que había perecido.
Los guerreros del Escorpión habían penetrado en ese fantástico jardín como en un sueño, drogados por los polvos dorados, que les hacían creer todo lo que veían. Eran hombres brutales, que pasaban la vida a caballo, dormían sobre el duro suelo, estaban habituados a la crueldad, el sufrimiento y la pobreza. Jamás habían visto nada hermoso o delicado, nada sabían de música, de flores, de fragancias o de mariposas como las de ese jardín. Adoraban serpientes, escorpiones y dioses sanguinarios del panteón hindú. Temían a los demonios y al infierno, pero no habían oído hablar del Paraíso o de seres angélicos como los de aquella última trampa del Recinto Sagrado. Lo más cercano a la intimidad o al amor que conocían era la ruda camaradería entre ellos. Tex Armadillo había tenido que amenazarlos con su pistola para impedir que se detuvieran en aquel jardín embrujado, pero no logró evitar que uno de ellos sucumbiera a la tentación.
El hombre estiró la mano y tocó el brazo extendido de una de las hermosas doncellas aladas. Encontró la frialdad del mármol, pero la textura no era lisa como el mármol, sino áspera como lija o vidrio molido. Retiró la mano sorprendido y vio que su palma estaba arañada. Al instante la piel empezó a resquebrajarse, abrirse, mientras la carne se disolvía como si fuera quemada hasta los huesos. A sus gritos acudieron los demás, pero no había nada que hacer: el mortal veneno ya había penetrado en la corriente sanguínea y rápidamente avanzó por el brazo, como un ácido corrosivo. En menos de un minuto el desdichado estaba muerto.
Ahora Alexander, Nadia y Dil Bahadur se hallaban frente al cadáver, que en esos días se había secado como una momia por efecto del veneno. El cuerpo se había reducido, era un esqueleto con un pellejo negro adherido a los huesos, que desprendía un olor persistente a hongos y musgo.
– Como dije, tal vez sea mejor no tocar nada… -repitió el príncipe, pero su advertencia ya no era necesaria, porque ante ese espectáculo Nadia y Alexander despertaron del trance.
Los tres jóvenes se encontraron por fin en la sala del Dragón de Oro. Aunque nunca la había visto, Dil Bahadur la reconoció al punto por las descripciones que le habían dado los monjes en los cuatro monasterios donde aprendió el código. Allí estaban las paredes cubiertas de láminas de oro, grabadas con escenas en bajorrelieve de la vida de Sidarta Gautama, los candelabros de oro macizo con las velas de cera de abeja, las delicadas lámparas de aceite con sus pantallas de filigrana de oro, los perfumeros de oro donde se quemaban mirra e incienso. Oro, oro por todas partes. Aquel oro que había despertado la codicia de Tex Armadillo y los hombres azules dejaba completamente indiferentes a Dil Bahadur, Alexander y Nadia, para quienes ese metal amarillo resultaba más bien feo.
– Tal vez no fuera mucho pedir que nos dijeras qué estamos haciendo aquí -sugirió Alexander al príncipe, sin poder evitar la ironía en su tono.
– Tal vez ni yo mismo lo sepa -replicó Dil Bahadur.
– ¿Por qué tu padre te pidió que vinieras aquí? -quiso saber Nadia.
– Posiblemente para consultar al Dragón de Oro.
– ¡Pero si se lo robaron! Aquí no hay nada más que esa piedra negra con un trocito de cuarzo, que debe ser la base donde antes estaba la estatua -dijo Alexander.
– Ése es el Dragón de Oro -les informó el príncipe.
– ¿Cuál?
– La base de piedra. Se llevaron una estatua muy bonita, pero en realidad el oráculo sale de la piedra. Ése es el secreto de los reyes, que ni los monjes de los monasterios saben. Ése es el secreto que me entregó mi padre y que ustedes jamás podrán repetir.
– ¿Cómo funciona?
– Primero tengo que salmodiar la pregunta en el idioma de los yetis, entonces el cuarzo en la piedra comienza a vibrar y emite un sonido, que luego debo interpretar.
– ¿Me estás tomando el pelo? -preguntó Alexander. Dil Bahadur no entendió qué quería decir. No tenía la menor intención de coger a nadie por el pelo.
– Veamos cómo se hace. ¿Qué piensas preguntarle?
– dijo Nadia, siempre práctica.
– Tal vez lo más importante es saber cuál es mi karma, para cumplir mi destino sin desviarme -decidió Dil Bahadur.
– ¿Hemos desafiado a la muerte para llegar aquí a consultar sobre tu karma? -se burló Alexander.
– Eso te lo puedo decir yo: eres un buen príncipe y serás un buen rey -agregó Nadia.
Dil Bahadur les pidió a sus amigos que se sentaran en silencio al fondo de la sala y luego se aproximó a la plataforma donde antes se apoyaban las patas de la magnífica estatua. Encendió los perfumeros de incienso y las velas, luego se sentó con las piernas cruzadas por un tiempo que a los otros les pareció muy largo. El príncipe meditó en silencio hasta calmar su ansiedad y limpiar su mente de todo pensamiento, de deseos y temores, también de curiosidad. Se abrió por dentro como la flor del loto, tal como le había enseñado su maestro, para recibir la energía del universo.
Las primeras notas fueron casi un murmullo, pero rápidamente el cántico del príncipe se convirtió en un rugido poderoso que brotaba de la tierra misma, un sonido gutural que los otros dos jóvenes nunca habían escuchado. Costaba imaginar que fuera un sonido humano, parecía provenir de un gran tambor al centro de una enorme caverna. Las roncas notas rodaban, ascendían, bajaban, adquirían ritmo, volumen y velocidad; luego se calmaban para volver a comenzar, como el oleaje del mar. Cada nota se estrellaba contra las láminas de oro de las paredes y volvía multiplicada. Fascinados, Nadia y Alexander sentían la vibración dentro de sus propios vientres, como si fueran ellos quienes la emitían. Pronto se dieron cuenta de que al canto del príncipe se había sumado una segunda voz, muy diferente: era la respuesta del pequeño trozo de cuarzo amarillento incrustado en la piedra negra. Dil Bahadur se calló para escuchar el mensaje de la piedra, que continuaba en el aire como el eco de grandes campanas de bronce repicando al unísono. Su concentración era total, ni un músculo se movía en su cuerpo, mientras su mente retenía las notas de cuatro en cuatro y simultáneamente las traducía a los ideogramas del lenguaje perdido de los yetis, que durante doce años había memorizado.
El cántico de Dil Bahadur se prolongó por más de una hora, que a Nadia y Alexander les pareció apenas unos pocos minutos, porque esa extraordinaria música los había transportado a un estado superior de la consciencia. Sabían que durante dieciocho siglos esa sala había sido visitada solamente por los reyes del Reino Prohibido y que nadie antes que ellos había presenciado un oráculo. Mudos, con los ojos redondos de asombro, los dos jóvenes seguían el ondulante sonido de la piedra, sin comprender con exactitud lo que hacía Dil Bahadur, pero seguros de que era algo prodigioso y con profundo sentido espiritual.
Por fin reinó el silencio en el Recinto Sagrado. El trozo de cuarzo, que durante el cántico parecía brillar con una luz interna, se tornó opaco, como al principio. El príncipe, agotado, permaneció en la misma posición durante un buen rato, sin que sus amigos se atrevieran a interrumpirlo.
– Mi padre ha muerto -dijo finalmente Dil Bahadur, poniéndose de pie.
– ¿Eso dijo la piedra? -preguntó Alexander.
– Sí. Mi padre esperó a que yo llegara hasta aquí y luego pudo abandonarse a la muerte.
– ¿Cómo supo que habías llegado?
– Se lo comunicó mi maestro Tensing -dijo el joven príncipe, tristemente.
– ¿Qué más dijo la piedra? -preguntó Nadia.