La sala estaba bien iluminada y el aire parecía normal. Había varias puertas, pero la pantalla indicaba claramente cuál debían usar. Se adelantó un par de pasos y se dio cuenta de que le costaba fijar la vista: millares de puntos, líneas y figuras geométricas en brillantes colores bailaban ante sus ojos. Estiró los brazos, tratando de mantener el equilibrio. Volvió atrás y comprobó que Alexander y Dil Bahadur también se tambaleaban.
– Me siento muy mal -murmuró Alexander, dejándose caer sentado en el piso.
– Jaguar, abre los ojos! -lo sacudió Nadia-. El efecto de ese polvo se parece a la poción que nos dieron los indios en el Amazonas. ¿Te acuerdas que vimos visiones?
– ¿Un alucinógeno? ¿Crees que estamos drogados?
– ¿Qué es un alucinógeno? -preguntó el príncipe, quien sólo se sostenía de pie gracias al control que siempre ejercía sobre su cuerpo.
– Sí, eso creo. Seguramente cada uno de nosotros verá algo diferente. No es real -explicó Nadia, sosteniendo a sus amigos para ayudarlos a seguir, sin imaginar que en pocos segundos ella misma caería en el infierno de aquella droga.
A pesar de la advertencia de Nadia, ninguno de los tres sospechaba el terrible poder de aquel polvo dorado. El primer síntoma fue que se hundían en un laberinto psicodélico de colores y figuras iridiscentes que se movían a velocidad vertiginosa. Mediante un supremo esfuerzo lograron mantener los ojos abiertos y avanzar trastabillando, preguntándose cómo lo hacía el rey para sobreponerse a la droga. Sentían que se desprendían del mundo y de la realidad, como si fueran a morir; no podían contener los gemidos de angustia. Para entonces habían llegado a la sala siguiente, que resultó ser mucho más amplia que las anteriores. Al ver lo que allí había, lanzaron una exclamación de espanto, a pesar de que una parte de sus cerebros repetía que esas imágenes eran fruto únicamente de la imaginación.
Se encontraron en el infierno, rodeados de monstruos y demonios que los amenazaban como una jauría de fieras. Por todos lados vieron cuerpos destrozados, tortura, sangre y muerte. Un horripilante coro de alaridos los ensordecía; voces cavernosas llamaban sus nombres, como hambrientos fantasmas.
Alexander vio claramente a su madre en las garras de una poderosa ave de rapiña, negra y amenazante. Estiró las manos para tratar de rescatarla y en ese instante el pájaro de la muerte devoró la cabeza de Lisa Cold. Un grito se le escapó de lo más profundo del pecho.
Nadia se encontró de pie, en precario equilibrio, sobre una angosta viga en el último piso de uno de los rascacielos que había visitado con Kate en Nueva York. A sus pies, centenares de metros más abajo, veía todo cubierto de lava ardiente. El vértigo de la muerte se apoderó de su mente, anulando su capacidad de razonar, mientras la viga se inclinaba más y más. Oyó el llamado del abismo como una fatal tentación.
Por su parte, Dil Bahadur sintió que su espíritu se desprendía, cruzaba el firmamento como un rayo y llegaba a las ruinas del monasterio fortificado en el preciso instante en que su padre moría en los brazos de Tensing. Enseguida vio a un ejército de seres sanguinarios que atacaba al desvalido Reino del Dragón de Oro. Y lo único que había entre ambos era él mismo, desnudo y vulnerable.
Las visiones eran distintas para cada uno y todas eran atroces; representaban lo que más temían, sus peores recuerdos, pesadillas y debilidades. Ése era un viaje personal a las cámaras prohibidas de sus propias conciencias. Sin embargo, para ellos fue un viaje mucho menos arduo que para Tex Armadillo y los guerreros del Escorpión, porque los tres jóvenes eran almas buenas, no cargaban el peso de los crímenes abominables de los otros individuos.
El primero en reaccionar fue el príncipe, quien tenía muchos años de practicar control sobre su mente y su cuerpo. Se desprendió con brutal esfuerzo de las figuras maléficas que lo atacaban y dio unos pasos en la habitación.
– Todo lo que vemos es ilusión -dijo y, tomando a sus amigos de la mano, los condujo a la fuerza hacia la salida.
Alexander no podía enfocar bien la vista para seguir las instrucciones de la pantalla, pero le alcanzó la cordura para darse cuenta de que en el video no se veía nada más que un cuarto vacío, prueba de que Dil Bahadur tenía razón y esas escenas diabólicas eran sólo producto de su imaginación. Allí se sentaron, apoyándose unos en otros, para descansar, por un rato, hasta que se calmaron y lograron manejar las horrendas visiones del alucinógeno, aunque éstas no desaparecieron. Dándose ánimo entre ellos, los tres jóvenes pudieron ponerse de pie. El rey se había dirigido a la puerta precisa, aparentemente sin sufrir nada de lo que ahora los afectaba a ellos; pensó que seguramente había aprendido a no inhalar el polvo, o bien disponía de un antídoto contra la droga. En todo caso, en el video el monarca parecía a salvo del suplicio psicológico que sufrían ellos.
En la última habitación del laberinto que protegía al Dragón de Oro, la más amplia de todas, los demonios y las escenas de horror desaparecieron súbitamente y fueron reemplazados por un paisaje maravilloso. El malestar producido por la droga había dado paso a una inexplicable euforia. Se sentían livianos, poderosos, invencibles. En la luz cálida de centenares de lamparitas de aceite vieron un jardín envuelto en una suave bruma rosada, que se desprendía del suelo y se elevaba hasta las copas de los árboles. Hasta sus oídos llegaba un coro de voces angélicas, y notaron que había una fragancia penetrante de flores silvestres y frutas tropicales. El techo había desaparecido y en su lugar vieron un cielo a la hora de la puesta del sol, cruzado de pájaros de vivos plumajes. Se restregaron los ojos, incrédulos.
– Esto tampoco es real. Seguro que estamos todavía drogados -murmuró Nadia.
– ¿Vemos todos lo mismo? Yo veo un parque -agregó Alexander.
– Yo también -dijo Nadia.
– Y yo. Si los tres vemos lo mismo, no se trata de visiones. Esto es una trampa, tal vez la más peligrosa de todas. Sugiero que no toquemos nada y pasemos rápidamente… -advirtió Dil Bahadur.
– ¿De modo que no estamos soñando? Esto se parece al jardín del Edén -comentó Alexander, todavía un poco ebrio por los polvos dorados de la sala anterior.
– ¿Qué jardín es ése? -preguntó Dil Bahadur.
– El Jardín del Edén aparece en la Biblia; allí colocó el Creador a la primera pareja de seres humanos. Creo que casi todas las religiones tienen un jardín similar. El Paraíso, un lugar de eterna belleza y felicidad -explicó su amigo.
Alexander pensó que lo que presenciaban podían ser imágenes virtuales o proyecciones de cine, pero enseguida comprendió la imposibilidad de que fuera una tecnología tan moderna. El palacio había sido construido hacía muchos siglos.
Entre las brumas, donde volaban delicadas mariposas, surgieron tres figuras humanas, dos muchachas y un joven de radiante hermosura, con los cabellos como hilos de seda que la brisa levantaba, vestidos de livianas sedas bordadas, con grandes alas de plumas áureas. Se movían con extraordinaria gracia, llamándolos con gestos, tendiéndoles los brazos. La tentación de acercarse a aquellos seres translúcidos y abandonarse al placer de volar con ellos llevados por esas alas poderosas era casi irresistible. Alexander dio un paso adelante, hipnotizado por una de las doncellas, y Nadia le sonrió al joven desconocido, pero Dil Bahadur tuvo suficiente presencia de ánimo para sujetar a sus amigos por los brazos.
– No los toquen, son fatales. Éste es el jardín de las tentaciones -les advirtió.
Pero Nadia y Alexander, perdida la razón, se sacudían, tratando de desprenderse de las manos del príncipe.
– No son reales, están pintadas en los muros o son estatuas. Ignórenlas -repetía éste.
– Se mueven y nos llaman… -murmuró Alexander, embobado.