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Los jóvenes trataron de evitar a los bandidos, pero de pronto se encontraron frente a una pareja de ellos, que al verlos se paralizó de sorpresa por un breve instante. Esa vacilación fue suficiente para dar tiempo al príncipe de lanzar una flecha dirigida a la pierna de uno de sus contrincantes. De acuerdo a sus principios, no podía tirar a matar, pero debía inmovilizarlo. El hombre cayó al suelo con un grito visceral, pero el otro ya tenía en las manos dos cuchillos, que salieron disparados contra Dil Bahadur.

La acción fue tan rápida, que Alexander no se dio cuenta de cómo habían sucedido las cosas. Él jamás habría podido esquivar las dagas, pero el príncipe se movió levemente, como si ejecutara un discreto paso de danza, y las afiladas hojas de acero pasaron rozándolo, sin herirlo. Su enemigo no alcanzó a empuñar otro cuchillo, porque una flecha se le clavó con prodigiosa precisión en el pecho, a pocos centímetros del corazón, bajo la clavícula, sin tocar ningún órgano vital.

Alexander aprovechó ese momento para descargar un bastonazo sobre el primer bandido, quien desde el suelo y sangrando de la pierna, ya se preparaba para usar otros de sus numerosos puñales. Lo hizo sin pensar, movido por la desesperación y la urgencia, pero en el instante en que el grueso palo hizo contacto con el cráneo del otro, Alexander oyó el sonido de una nuez al ser partida. Eso le hizo recuperar la razón y se dio cuenta de la brutalidad de su acto. Una oleada de náusea lo invadió. Se cubrió de sudor frío, se le llenó la boca de saliva y creyó que iba a vomitar, pero ya Dil Bahadur iba corriendo adelante y tuvo que vencer su debilidad y seguirlo.

El príncipe no temía las armas de los bandidos, porque se creía protegido por el mágico amuleto que le había dado Tensing y que llevaba colgado al cuello: el excremento petrificado de dragón. Mucho más tarde, cuando Alexander se lo contó a su abuela Kate, ésta comentó que eso no había salvado a Dil Bahadur de los puñales, sino su entrenamiento en tao-shu, que le permitió esquivarlos.

– No importa lo que fuera, lo cierto es que funciona -replicó su nieto.

Dil Bahadur y Alexander irrumpieron en la sala donde estaba el rey en el mismo instante en que la mano de Tex Armadillo se cerraba sobre la pistola, ganándole por una milésima de segundo a Judit Kinski. En lo que el americano se demoró en colocar el dedo en el gatillo, el príncipe lanzó su tercera flecha, atravesándole el antebrazo. Un terrible alarido escapó del pecho de Armadillo, pero no soltó el arma. La pistola quedó entre sus dedos, aunque era de suponer que le faltarían fuerzas para apuntar o disparar.

– ¡No se mueva! -gritó Alexander, casi histérico, sin calcular cómo podía evitarlo, puesto que su palo nada podía contra las balas del americano.

Lejos de obedecerle, Tex Armadillo tomó a Nadia con su brazo sano y la levantó como una muñeca, protegiéndose con el cuerpo de ella. Borobá, que había seguido a Dil Bahadur y Alexander, corrió a colgarse de la pierna de su ama, chillando desesperado, pero una patada del americano lo lanzó lejos. Aunque todavía estaba medio aturdida por el golpe, la chica intentó débilmente defenderse, pero el brazo de hierro de Armadillo no le permitió hacer ni el menor movimiento.

El príncipe calculó sus posibilidades. Confiaba ciegamente en su puntería, pero el riesgo de que el hombre disparara a Nadia era muy alto. Impotente, vio a Tex Armadillo retroceder hacia la salida, arrastrando a la muchacha inerte, en dirección a la pequeña cancha donde aguardaba el helicóptero sobre una delgada capa de nieve.

Judit Kinski aprovechó la confusión para escapar corriendo en la dirección contraria, perdiéndose entre los vericuetos del monasterio.

Mientras todo esto sucedía en un extremo del edificio, en el otro también se desarrollaba una escena violenta. La mayoría de los hombres azules se había concentrado en los alrededores de la improvisada cocina, donde tomaban licor de sus cantimploras, masticaban betel y discutían en voz baja la posibilidad de traicionar a Tex Armadillo. Ignoraban, por supuesto, que Judit Kinski era realmente quien daba las órdenes; creían que era un rehén, como el rey. El americano les había pagado lo acordado en dinero contante y sonante, y sabían que en India les esperaban las armas y caballos que completaban el trato, pero después de ver la estatua de oro cubierta de piedras preciosas, consideraban que se les debía mucho más. No les gustaba la idea de que el tesoro estuviera fuera de su alcance, instalado en el helicóptero, aunque comprendían que era la única forma de sacarlo del país.

– Hay que raptar al piloto -propuso el jefe entre dientes, echando miradas de reojo al héroe nepalés, quien bebía su taza de café con leche condensada en un rincón.

– ¿Quién irá con él? -preguntó uno de los bandidos.

– Yo iré -decidió el jefe.

– ¿Y quién nos asegura que tú no te vas a quedar con el botín? -lo emplazó otro de sus hombres.

El jefe, indignado, llevó la mano a uno de sus puñales, pero no pudo completar el gesto, porque Tensing, seguido por los yetis, entró como un tornado por el ala sur de Chenthan Dzong. El pequeño destacamento era verdaderamente aterrador. Adelante iba el monje, armado con dos palos unidos por una cadena, que halló entre las ruinas de lo que en su tiempo fuera la sala de armas de los célebres monjes guerreros que habitaban el monasterio fortificado. Por la forma en que enarbolaba los palos y movía su cuerpo, cualquiera podía adivinar que era un experto en artes marciales. Detrás iban los diez yetis, que normalmente eran de aspecto bastante temible y que en esas circunstancias eran como monstruos escapados de la peor pesadilla. Parecían haberse multiplicado al doble, provocando el alboroto de una horda. Armados de garrotes y peñascos, con sus corazas de cuero y sus horrendos sombreros de cuernos ensangrentados, nada tenían de humanos. Gritaban y saltaban como orangutanes enloquecidos, felices de la oportunidad que se les brindaba de repartir garrotazos y, por qué no, de recibirlos también, ya que era parte de la diversión. Tensing les ordenó atacar, resignado al hecho de que no podría controlarlos. Antes de irrumpir en el monasterio elevó una breve oración pidiendo al cielo que no hubiera muertos en el enfrentamiento, porque caerían sobre su conciencia. Los yetis no eran responsables de sus actos; una vez que despertaba su agresividad, perdían el poco uso de razón que tenían.

Los supersticiosos hombres azules creyeron que eran víctimas del maleficio del Dragón de Oro y que un ejército de demonios acudía a vengarse por el sacrilegio cometido. Podían enfrentar a los peores enemigos, pero la idea de encontrarse ante fuerzas del infierno los aterrorizó. Echaron a correr como gamos, seguidos de cerca por los yetis, ante el espanto del piloto, quien se había aplastado contra el muro para dejarlos pasar, todavía con la taza en la mano, sin saber qué sucedía a su alrededor. Supuestamente había ido a buscar a unos científicos, y en vez de ello se halló al centro de una horda de bárbaros pintados de azul, de simios extraterrestres y un gigantesco monje armado como en las películas chinas de kung-fu.

Pasada la estampida de bandidos y yetis, el lama y el piloto se encontraron súbitamente solos.

Namasté -saludó el piloto, cuando recuperó la voz, porque no se le ocurrió nada más.

– Tachu kachi -saludó en su lengua Tensing, inclinándose brevemente, como si fuera una reunión social.

– ¿Qué diablos pasa aquí? -preguntó el primero.

– Tal vez sea un poco difícil de explicar. Los que llevan cascos con cuernos son mis amigos, los yetis. Los otros robaron el Dragón de Oro y secuestraron al rey -le informó Tensing.

– ¿Se refiere al legendario Dragón de Oro? ¡Entonces eso es lo que pusieron en mi helicóptero! -gritó el héroe de Nepal y salió disparado rumbo a la cancha de aterrizaje.

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