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– ¡Pero no puede ver dentro de mí!

– Dentro de usted sólo puede haber belleza y lealtad -le aseguró el monarca.

– La inscripción de su medallón sugiere que el cambio es posible. ¿Usted realmente cree eso, Dorji? ¿Podemos transformarnos por completo? -preguntó Judit, volviéndose para mirarlo a los ojos.

– Lo único cierto es que en este mundo todo cambia constantemente, Judit. El cambio es inevitable, ya que todo es temporal. Sin embargo, a los seres humanos nos cuesta mucho modificar nuestra esencia y evolucionar a un estado superior de consciencia. Los budistas creemos que podemos cambiar por nuestra propia voluntad, si estamos convencidos de una verdad, pero nadie puede obligarnos a hacerlo. Eso es lo que ocurrió con Sidarta Gautama: era un príncipe mimado, pero al ver la miseria del mundo se transformó en Buda -replicó el rey.

– Yo creo que es muy difícil cambiar… ¿Por qué confía en mí?

– Tanto confío en usted, Judit, que estoy dispuesto a decirle cuál es el código del Dragón de Oro. No puedo soportar la idea de que usted sufra y mucho menos por mi culpa. No debo ser yo quien decida cuánto sufrimiento puede soportar usted, ésa es su decisión. Por eso el secreto de los reyes de mi país debe estar en sus manos. Entréguelo a estos malhechores a cambio de su vida, pero por favor, hágalo después de mi muerte -pidió el soberano.

– ¡No se atreverán a matarlo! -exclamó ella.

– Eso no ocurrirá, Judit. Yo mismo pondré fin a mi vida, porque no deseo que mi muerte pese sobre la conciencia de otros. Mi tiempo aquí ha terminado. No se preocupe, será sin violencia, sólo dejaré de respirar -le explicó el rey.

– Escuche atentamente, Judit, le daré el código y usted debe memorizarlo -dijo el rey-. Cuando la interroguen, explique que el Dragón de Oro emite siete sonidos. Cada combinación de cuatro sonidos representa uno de los ochocientos cuarenta ideogramas de un lenguaje perdido, el lenguaje de los yetis.

– ¿Se refiere a los abominables hombres de las nieves? ¿Realmente existen esos seres? -preguntó ella, incrédula.

– Quedan muy pocos y han degenerado, ahora son como animales y se comunican con muy pocas palabras; sin embargo, hace tres mil años tuvieron un lenguaje y una cierta forma de civilización.

– ¿Ese lenguaje está escrito en alguna parte?

– Se preserva en la memoria de cuatro lamas en cuatro diferentes monasterios. Nadie, salvo mi hijo Dil Bahadur y yo, conoce el código completo. Estaba escrito en un pergamino, pero lo robaron los chinos cuando invadieron Tíbet.

– De modo que la persona que tenga el pergamino puede descifrar las profecías… -dijo ella.

– El pergamino está escrito en sánscrito, pero si se moja con leche de yak aparece en otro color un diccionario donde cada ideograma está traducido en la combinación de los cuatro sonidos que lo representan. ¿Comprende, Judit?

– ¡Perfectamente! -irrumpió Tex Armadillo, con una expresión de triunfo y una pistola en la mano-. Todo el mundo tiene su talón de Aquiles, Majestad. Ya ve cómo obtuvimos el código después de todo. Admito que me tenía un poco preocupado, pensé que se llevaría el secreto a la tumba, pero mi jefa resultó mucho más astuta que usted -agregó.

– ¿Qué significa esto? -murmuró el monarca, confundido.

– ¿Nunca sospechó de ella, hombre, por Dios? ¿Nunca se preguntó cómo y por qué Judit Kinski entró en su vida justamente ahora? No me explico cómo no averiguó el pasado de la paisajista experta en tulipanes antes de traerla a su palacio. ¡Qué ingenuo es usted! Mírela. La mujer por la cual pensaba morir es mi jefa, el Especialista. Ella es el cerebro detrás de toda esta operación -anunció el americano.

– ¿Es cierto lo que dice este hombre, Judit? -preguntó el rey, incrédulo.

– ¿Cómo cree que robamos su Dragón de Oro? Ella descubrió cómo entrar al Recinto Sagrado: colocó una cámara en su medallón. Y para hacerlo tuvo que ganar su confianza -dijo Tex Armadillo.

– Usted se valió de mis sentimientos… -murmuró el monarca, pálido como la ceniza, con los ojos fijos en Judit Kinski, quien no fue capaz de sostener su mirada.

– ¡No me diga que hasta se enamoró de ella! ¡Qué cosa más ridícula! -exclamó el americano, soltando una risotada seca.

– ¡Basta, Armadillo! -le ordenó Judit.

– Ella estaba segura de que no podríamos arrancarle el secreto por la fuerza, por eso se le ocurrió la amenaza de que la torturáramos a ella. Es tan profesional, que pensaba cumplirla, nada más que para asustarlo a usted y obligarlo a confesar -explicó Tex Armadillo.

– Está bien, Armadillo, esto ha concluido. No es necesario hacerle daño al rey, ya podemos partir -le ordenó Judit Kinski.

– No tan rápido, jefa. Ahora me toca a mí. No pensará que voy a entregarle la estatua, ¿verdad? ¿Por qué haría eso? Vale mucho más que su peso en oro y pienso negociar directamente con el cliente.

– ¿Se ha vuelto loco, Armadillo? -ladró la mujer, pero no pudo seguir, porque él la interrumpió, poniéndole la pistola frente a la cara.

– Deme la grabadora o le vuelo los sesos, señora -la amenazó Armadillo.

Por un segundo las pupilas siempre alertas de Judit Kinski se dirigieron a su bolso, que estaba en el suelo. Fue apenas un parpadeo, pero eso dio la clave a Armadillo. El hombre se inclinó para recoger el bolso, sin dejar de apuntarla, y vació el contenido en el suelo. Apareció una combinación de artículos femeninos, una pistola, unas fotografías y algunos aparatos electrónicos, que el rey nunca había visto. Varias cintas de grabación, en un formato minúsculo, cayeron también. El americano las pateó lejos, porque no eran ésas las que buscaba. Sólo le interesaba aquella que aún estaba en el aparato.

– ¿Dónde está la grabadora? -gritó furioso.

Mientras con una mano apretaba la pistola contra el pecho de Judit Kinski, con la otra la cacheaba de arriba abajo. Por último le ordenó desprenderse del cinturón y las botas, pero no encontró nada. De súbito se fijó en el ancho brazalete de hueso tallado que adornaba su brazo.

¡Quíteselo! -le ordenó en un tono que no admitía demoras.

A regañadientes la mujer se desprendió del adorno y se lo pasó. El americano retrocedió varios pasos para examinarlo a la luz; enseguida dio un grito de triunfo: allí se ocultaba una diminuta grabadora que habría hecho las delicias del más sofisticado espía. En materia de tecnología, el Especialista iba a la vanguardia.

– Se arrepentirá de esto, Armadillo, se lo juro. Nadie juega conmigo -masculló Judit, desfigurada de ira.

– ¡Ni usted ni este viejo patético vivirán para vengarse! Me cansé de obedecer órdenes. Usted ya pasó a la historia, jefa. Tengo la estatua, el código y el helicóptero, no necesito nada más. El Coleccionista estará muy satisfecho -replicó él.

Un instante antes que Tex Armadillo apretara el gatillo, el rey empujó violentamente a Judit Kinski, protegiéndola con su cuerpo. La bala destinada a ella le dio a él en medio del pecho. La segunda bala sacó chispas en el muro de piedra, porque Nadia Santos había corrido como un bólido y se había estrellado con todas sus fuerzas contra el americano, lanzándolo al suelo.

Armadillo se puso de pie de un salto, con la agilidad que le daban muchos años de entrenamiento en artes marciales. Apartó a Nadia de un puñetazo y dio un salto de felino, para caer junto a la pistola, que había rodado a cierta distancia. Judit Kinski también corría hacia ella, pero el hombre fue más rápido y se le adelantó.

Tensing irrumpió con los yetis en el otro extremo del monasterio, donde aguardaba la mayoría de los hombres azules, mientras Alexander seguía a Dil Bahadur en busca del rey, orientándose por las imágenes que Nadia había enviado mentalmente. Aunque Dil Bahadur había estado allí antes, no recordaba bien el plano del edificio y además le costaba ubicarse entre los montones de escombros y otros obstáculos diseminados por todas partes. Iba adelante con su arco preparado, mientras Alexander lo seguía, armado precariamente con el bastón de madera que él le había prestado.

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