A pesar de todo no me quejaba. Porque, exceptuando las frecuentes punzadas de remordimiento por Lucy y Caitlin, todo iba de maravilla. Tenía éxito. Ganaba mucho dinero. Había conseguido el respeto de los colegas. Había conquistado el amor de una mujer extraordinaria. Y, por supuesto, estaba a punto de presentar al público estadounidense la segunda temporada de episodios de la aclamada serie que llevaba mi nombre como creador.
– Todo el mundo debería tener tus problemas -dijo Bobby Barra una de las raras noches que salí (bueno, era viernes), después de tomarme un martini de más y confiarle que todavía me martirizaba la culpabilidad por haber echado a perder mi matrimonio.
A Bobby Barra le encantaba que le utilizara de padre confesor, porque eso significaba que éramos íntimos. Y a Bobby Barra le encantaba la idea de ser íntimo mío, porque yo era famoso, un personaje; uno de los pocos triunfadores de verdad en una ciudad de ansiadas aspiraciones y fracasos dominantes.
– Plantéatelo así, chico. Tu matrimonio pertenece a ese segmento de tu vida en que nada funcionaba. Por lo tanto, era lógico que tuvieras que desprenderte de él cuando cruzaste la calle a la acera de los afortunados.
– Supongo que tienes razón -dije, no muy convencido.
– Claro que tengo razón. Una nueva vida significa que todo debe ser nuevo.
Incluidos amigos nuevos, como Bobby Barra.
Capítulo 2
Bobby Barra era rico. Rico de verdad. Pero no «asquerosamente» rico.
– ¿Qué entiendes por «asquerosamente» rico? -le pregunté un día.
– ¿Te refieres a la actitud o a las cifras? -precisó él.
– La actitud puedo imaginármela. Dime las cifras.
– Cien millones.
– ¿Tanto?
– No es tanto.
– A mí me parece suficiente.
– ¿Cuántos millones tiene un millardo, chico?
– La verdad es que no lo sé.
– Mil.
– ¿Mil millones son un millardo?
– Has calculado bien.
– Entonces un billón es ser «asquerosamente» rico.
– No sólo «asquerosamente» rico sino asquerosamente rico tú y diez generaciones de tu familia.
– Eso es ser muy rico. Pero si sólo tienes cien millones…
– Puedes comportarte como un asqueroso, pero debes elegir a tu público más cuidadosamente.
– Tú ya debes de ser «asquerosamente» rico, Bobby.
– Aspirante a serlo.
– No está mal, ¿no?
– Pero sigue sin ser «asquerosamente» rico. Te lo explicaré: si te relacionas con los peces verdaderamente gordos -Bill Gates, Paul Allen, Phil Fleck- cien millones son cosa de niños. Un décimo de millardo. ¿Qué es eso para unos tipos que tienen treinta, cuarenta y cincuenta mil millones?
– ¿Calderilla?
– Acertaste. Calderilla. Negocios de baratillo.
Me permití una sonrisa.
– Como pordiosero, sólo gané un millón el año pasado…
– Sí, pero ya llegarás. Sobre todo si me dejas que te eche una mano.
– Soy todo oídos.
Bobby Barra tenía muchos consejos cuando se trataba de la bolsa porque eso era lo que hacía para ganarse la vida. Jugar a bolsa. Y lo hacía tan bien, que a los treinta y cinco años ya era aspirante a «asquerosamente rico».
Lo que hacía más espectacular su reciente riqueza era que venía de la nada. Bobby se refería a sí mismo como «El dago de Detroit», utilizando el apodo despreciativo con el que se llamaba a los inmigrantes. Era hijo de un electricista de la fábrica Ford de Dearborn que había abandonado la ciudad de los coches en cuanto aprobó el examen de conducir. Antes de eso, a una edad en que los niños pensaban en la mala suerte de tener acné, Bobby pensaba en las altas finanzas.
– Déjame adivinar lo que leías a los trece -comentó Bobby Barra cuando empezábamos a ser amigos-. A John Updike.
– No me agobies -dije-. No he llevado un Shetland marrón en mi vida. Prueba con Tom Wolfe…
– Eso encaja.
– ¿Y tú qué? ¿Qué leías tú a los trece?
– Lee Iaccocca… y te prohíbo que te rías.
– ¿Quién se ha reído?
– No sólo Iaccocca, sino Tom Peters y Adam Smith, John Maynard Keynes y Donald Trump…
– No está mal como cultura transversal, Bobby. ¿Crees que Trump ha leído a Keynes?
– Sí, seguramente cuando Ivana todavía le calentaba la cama. Pero mira, él sabe cómo montar un casino. Y es asquerosamente rico de verdad. Que es lo que decidí ser en cuanto leí su libro.
– Entonces ¿por qué no te metiste en el negocio inmobiliario?
– Porque tienes que hacer de mafioso: eso del primo Sal que tiene un tío Joey que tiene un sobrino Tony que puede poner en su sitio al judío que es dueño de la parcela vacía que quieres comprar… ¿Entiendes cómo funciona?
– Suena muy selecto.
– Los de buena familia juegan a lo mismo, sólo que lo hacen con trajes de Brooks Brothers y másters en economía y comprando todas las acciones de una sociedad. El caso es que no me apetecía hacerlo y también sabía que en Wall Street no les gustarían ni mi acento ni mis orígenes obreros. Así que decidí que Los Ángeles sería un lugar mucho más adecuado para un chico como yo. Porque, no nos engañemos, ésta es la capital mundial del dinero que manda y la tontería que habla. Más aún: aquí, a nadie le importa si hablas como el hijo mutante de John Gotti. Cuanto mayor tienes la cuenta, mayor tienes la herramienta.
– Como observó en una ocasión John Maynard Keynes.
En honor de Bobby diré que se pagó la Universidad de California trabajando tres noches a la semana como ayudante para todo de Michael Milken, en los últimos días memorables de reinado financiero. Después de la universidad, le contrató un personaje dudoso llamado Eddie Edelstein, que tenía su propia empresa de consultores en Century City y finalmente acabó en prisión por fraude.
– Eddie fue mi mentor, el mejor consultor financiero al oeste del continente. El tipo tenía un olfato de pit bull para las inversiones. Y cuando se trataba de sacar margen…, créeme, era un artista de los pies a la cabeza. Por supuesto, el muy idiota tuvo que estropearlo todo embolsándose cien millones después de darle un soplo a un consultor surafricano, una especie de nazi afrikáner, sobre una OPI de fundiciones y refinerías. Resultó que el nazi era en realidad un empleado de incógnito de la Comisión Federal de Acciones. De incógnito, no te jode. Le dije a Eddie que alegara engaño, pero no sirvió de nada. De tres a cinco, y a pesar de que era una de esas cárceles donde uno puede llevarse la raqueta de tenis, le mató. Cáncer de próstata, a los cincuenta y tres. ¿Te pasas el hilo dental, Dave?
– ¿Perdona? -dije, bastante aturdido por el súbito giro de la conversación.
– En el lecho de muerte, Eddie me dio dos consejos: no fiarse nunca de alguien que te diga que es un afrikáner y parezca educado en Nueva Jersey, y pasarse siempre el hilo dental para evitar el cáncer de próstata!
– No entiendo nada.
– Si no te pasas el hilo dental, la placa y la porquería te baja por la garganta y se acaba instalando en tu próstata. Es lo que le pasó al pobre Eddie, el mejor corredor de bolsa, el mejor tipo que…, pero no se pasaba el hilo dental.
Empecé a pasarme el hilo dental más en serio después de aquella conversación con Bobby. Y también empecé a preguntarme a menudo por qué me gustaba tanto estar con él.
Sabía la respuesta a esa pregunta: a) porque, como corredor, empezaba a hacerme ganar bastante dinero, y b) porque siempre era divertido.
Bobby había entrado en mi vida durante la primera temporada de Te vendo. Cuando ya habían emitido el tercer capítulo, me escribió a la FRT con su papel de cartas oficial, diciéndome que mi programa era lo mejorcito que había visto en años, y ofreciéndome sus servicios como agente de bolsa. «No soy el típico liante que lo promete todo. No prometo hacerle rico en un abrir y cerrar de ojos. Pero sí soy el mejor corredor de la ciudad y, con el tiempo, ganaré un montón de dinero para usted. Además soy escrupulosamente honesto y, si no me cree, llámeme…»