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En todo caso, yo estaba tan ocupado con la segunda temporada de la serie que, exceptuando nuestra cena mensual, no tenía más contacto con Bobby. Cuando se empezó a producir la segunda temporada de Te vendo, ya había llegado a la conclusión de que mi vida era un infinito estudio de tiempos y métodos: catorce horas de trabajo al día, siete días a la semana. La única variación de ese horario era el fin de semana al mes que pasaba en Sausalito con Caitlin. Dedicaba las pocas horas libres que tenía al día enteramente a Sally. Ella no se quejaba de la falta de calidad de nuestra vida en común, y de hecho creía que todo lo que estuviera por debajo de una jornada laboral de diecisiete horas era ser perezoso.

Uno de los aspectos más curiosos de estar tan ocupado es que el tiempo realmente transcurre rápido como una bala. Habían pasado otros seis meses. La segunda temporada estaba terminada. La primera reacción de la FRT fue entusiasta. Alison ya había recibido llamadas de Brad Bruce y Ted Lipton acerca de una tercera temporada, y todavía faltaban dos meses para emitir la segunda. La vida era caótica, pero buena. Mi carrera iba viento en popa. Mi pasión por Sally no había disminuido, y ella parecía seguir extasiada conmigo. Mi dinero producía más dinero. Y a pesar de que Lucy todavía se mostraba fría cuando yo iba a Sausalito, al menos Caitlin parecía encantada de ver a su padre, e incluso había empezado a pasar un fin de semana al mes con nosotros en Los Ángeles.

– ¿Se puede saber qué te pasa? -me preguntó Alison un día almorzando-. Pareces feliz.

– Lo soy.

– ¿Debo avisar a los medios?

– ¿Qué tiene de malo ser feliz?

– Nada. Es sólo que… tú nunca habías sido feliz, Dave.

Tenía razón. Pero hasta hacía poco tiempo nunca había tenido lo que quería.

– Bueno -dije-, quizá podría empezar a ser feliz ahora.

– Eso sí que sería un cambio. Y ya puestos: tómate unos días de vacaciones. El éxito te ha desmejorado mucho.

Como siempre, tenía razón. Salvo un fin de semana con Sally en Marina del Rey, no había conocido eso llamado «vacaciones» en más de catorce meses. Sí, estaba cansado y me moría por unos días de reposo. Hasta el punto de que cuando Bobby me llamó a mediados de marzo y me dijo:

– ¿Te apetece ir al Caribe este fin de semana? Puedes traerte a Sally.

Acepté sin pensarlo.

– Bien -dijo Bobby-. Porque Phil Fleck quiere conocerte.

Capítulo 3

Un par de cosas sobre Philip Fleck. Había nacido en Milwaukee, hacía cuarenta y cuatro años. Su padre tenía una pequeña empresa de papel de embalaje. Cuando murió fulminado por un infarto en 1979, su familia instó a Philip, que estaba terminando los estudios de la escuela de cinematografía de la Universidad de Nueva York, a volver a casa para encargarse de los negocios. A pesar de su resistencia a asumir la responsabilidad, especialmente porque estaba decidido a ser director de cine, accedió a los deseos de su madre y se hizo cargo de la dirección de la empresa. Al cabo de diez años, había convertido aquella empresa local en una de las mayores productoras de embalaje al por mayor de Estados Unidos. Entonces entró en bolsa y ganó sus primeros mil millones de dólares. Después de eso, empezó a tener escarceos con el capital de riesgo, y a finales de los ochenta decidió respaldar un oscuro caballo denominado «Internet». Elegía sus inversiones sabiamente, porque en 1997 tenía un capital de más de veinte mil millones de dólares. En 1998 cumplió cuarenta años. Y fue también el año en que decidió de repente desaparecer de la vida pública.

Renunció a la presidencia de la empresa familiar de embalaje. Dejó de vérsele en público. Contrató a una empresa importante de seguridad para asegurarse de que nadie invadía su intimidad. Rechazaba todas las peticiones de entrevistas o apariciones públicas, y se escondió detrás del gran aparato que gestionaba su imperio empresarial. Se desvaneció tan completamente que muchos creían que había muerto, se había vuelto loco o era J. D. Salinger.

Tres años después, Philip Fleck reapareció en público. Mejor dicho: su nombre reapareció de repente, con regularidad, cuando La última oportunidad, su primera película, llegó a las pantallas. Él mismo había escrito el guión y dirigido la película (y también la había financiado con un presupuesto de veinte millones de dólares), y en la entrevista que concedió a Esquire antes del estreno de la película, la calificó de «la culminación de diez años de planificación y reflexión». La película era un cuento apocalíptico ambientado en una isla de la costa de Maine, sobre dos parejas que se enfrentaban a una crisis de proporciones metafísicas cuando un accidente nuclear arrasaba casi toda Nueva Inglaterra. Se encuentran atrapados en la isla, donde esperan que el viento se lleve las toxinas mortales. Durante ese tiempo se pelean, discuten y charlan, empiezan a debatir sobre el auténtico significado de la existencia terrenal… y, con mucha imaginación, sobre sus muertes inminentes.

La película recibió algunas de las peores críticas imaginables. Se acusó a Fleck de ser pomposo y risible; un hombre rico sin talento que había tirado una montaña de dinero en una de las películas más pretenciosas y absurdas jamás rodadas.

Tras esa semejante acogida por parte de la crítica, Philip Fleck volvió a esfumarse; sólo se veía con unos pocos miembros del denominado círculo íntimo de amigos. Pero su nombre volvió a aparecer en las noticias cuando se filtró que finalmente se había casado… con la mujer que había sido la editora del guión de La última oportunidad (por cierto: cuando Brad Bruce vio la noticia de la boda en la sección de Sociedad del Times, en la oficina de la productora, se volvió hacia mí y dijo: «Puede que se haya casado con ella porque es la única persona que no se rió de su puto guión»).

Pero aunque los críticos hubiesen mellado el orgullo de Philip Fleck, no podían hacer nada contra su cuenta bancaria. En la clasificación Forbes del último año de los cien estadounidenses más ricos, él era el octavo, con un valor neto actual de 24.400 millones de dólares. Poseía casas en Manhattan, Malibú, París, San Francisco y Sidney, por no hablar de su propia isla privada cerca de Antigua. Tenía su propio jet 767 privado. Era un coleccionista de arte ávido, con predilección por los pintores norteamericanos del siglo XX, concretamente, abstractos de los sesenta como Motherwell, Philip Guston y Rothko. Por muchas obras de beneficencia que hiciera, era más conocido por su obsesión por el cine, hasta el punto de que había subvencionado generosamente organizaciones como el American Film Institute, la Cinemathèque Francaise y el departamento cinematográfico de la Universidad de Nueva York. Más precisamente, era un auténtico cinéfilo: en su entrevista en Esquire había afirmado haber visto más de diez mil películas. En alguna ocasión se le había visto asistir a cines de la orilla izquierda parisina como el Accatone y el Action Christine, aunque, por lo que se sabía de él, era difícil distinguirle en una multitud, porque se trataba de un hombre de aspecto muy corriente: «… alguien que, a pesar del vestuario de diseño de lujo, sigue pareciendo un don nadie del Medio Oeste un poco grueso» (según el perfil más bien quisquilloso de Esquire). «Sin embargo, es su carácter taciturno lo que realmente le define. Uno no sabe si sufre de timidez terminal o de una especie de arrogancia misantrópica que procede de su estratosférica riqueza. Porque él no tiene auténtica necesidad de relacionarse con el resto del mundo. Conoces a Philip Fleck, echas un vistazo a sus dominios, a su inmenso poder financiero, en toda su infinita magnificencia, y después le miras a él cuidadosamente, y piensas: a veces los dioses sonríen a los cretinos.»

Después de que Bobby me propusiera pasar el fin de semana en el refugio caribeño de Fleck, pedí a mi ayudante que buscara la entrevista de Esquire. En cuanto terminé de leerla, llamé a Bobby a su oficina y le pregunté:

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