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– No, no puedes.

– ¿Por qué no?

– Porque es miércoles, y si fueras un padre responsable, te acordarías de que los miércoles tu hija va a clase de ballet.

– Soy un padre responsable.

– No pienso ni comentarlo.

– Me parece bien. Te daré el número del sitio donde estoy en el Caribe…

– Vaya, vaya, qué bien tratas a esa furcia de Princeton.

Apreté el receptor con fuerza.

– No me molestaré en responder a ese censurable comentario. Pero si te interesa saberlo…

– No especialmente.

– Entonces apunta el número y dile a Caitlin que me llame.

– ¿Por qué tiene que llamarte si vas a verla pasado mañana?

Mi nivel de angustia, ya bastante alto, gracias a la cordial y cálida conversación, subió un par de puntos.

– ¿Qué dices? -exclamé-. No me toca verla hasta dentro de dos semanas.

– Oh, no me digas que te has olvidado…

– ¿Olvidado qué?

– Olvidado que, «como habíamos acordado», te quedarías con Caitlin este fin de semana porque yo tengo que ir a un congreso.

Oh, mierda. Mierda. Mierda. Tenía razón. Aquello no me resultaría fácil.

– Espera un momento… ¿Cuándo hablamos de eso? ¿Hace seis u ocho semanas?

– No me vengas con el rollo de la amnesia.

– Pero es la verdad.

– Tonterías.

– ¿Qué puedo decir, excepto un gran mea maxime culpa?

– No se acepta. En fin, un trato es un trato, de modo que tienes que estar aquí en treinta y seis horas.

– Lo siento, pero no es posible.

– David, vas a volver, como quedamos.

– Ojalá pudiera, pero…

– No me jodas esta vez…

– Estoy a ocho mil kilómetros de ti. Tengo trabajo. No puedo marcharme.

– Si no vienes…

– Seguro que tu hermana puede venir de Portland. O puedes contratar a una canguro para el fin de semana. Por supuesto, me encargaré de la factura.

– Eres el cerdo más egoísta de la historia.

– Tienes derecho a tener tu opinión, Lucy. Voy a darte mi teléfono…

– No queremos tu teléfono. Porque dudo que Caitlin quiera hablar contigo.

– Deja que ella lo decida.

– Destruiste su sensación de seguridad el día que te marchaste. Y te lo prometo, acabará odiándote por eso.

No dije nada, el teléfono me temblaba en la mano. Finalmente, Lucy volvió a hablar.

– Me las pagarás por esto.

Y colgó.

Dejé el teléfono y escondí la cabeza entre las manos. Tenía una sensación abrumadora de culpabilidad. Y pensé: «Tiene razón. He provocado la ruina de mi familia. He destruido su seguridad. Y tendré que vivir con esa culpa el resto de mi vida».

De todos modos no estaba dispuesto a cruzar el continente sólo para que Lucy pudiera asistir a un congreso durante un día y medio. Es verdad que lo había olvidado por completo. Pero, por Dios, hacía casi dos meses que me lo había comentado. Nunca había faltado a ninguno de los fines de semana estipulados con Caitlin. Al contrario, ella había pedido pasar más tiempo conmigo y con Sally en Los Ángeles. Por mucho que me hubiera dicho aquello de que «dudo que quiera hablar contigo». El sentimiento de ultraje de Lucy no tenía límites. Por lo que a ella respectaba, yo era el señor ofensor y por mucho que yo hubiera actuado con egoísmo al poner fin a mi matrimonio, ella no reconocería nunca sus debilidades estructurales, que habían contribuido a empujar nuestro matrimonio al barranco (o al menos eso es lo que me dijo el terapeuta que estuve viendo durante el divorcio).

Otra llamada a la puerta. Grité: «Adelante» y entró Meg, empujando un elegante carrito de acero inoxidable. Bajé la escalera. Mi docena de ostras iba acompañada de tres diferentes clases de salsas, un cesto de pan moreno y una pequeña ensalada verde. La botella de Gewurtztraminer estaba dentro de un refrigerador de plástico transparente.

– Aquí lo tiene -dijo-. ¿Le parece que se lo sirva en la terraza? Podrá disfrutar del final del atardecer.

– Me parece estupendo.

Abrió las puertas de cristal de la sala y me encontré admirando el espectáculo de un sol anaranjado que se derretía y se deslizaba poco a poco en las aguas oscuras del mar del Caribe.

Me dejé caer en un sillón de la terraza y, observando aquel panorama celestial, me esforcé por poner freno al torbellino de emociones que me había provocado la conversación vitriólica con Lucy. Debía de desprender estrés por todos los poros porque, en cuanto terminó de preparar la mesa, Meg observó:

– Por su aspecto diría que le conviene una copa.

– No sabe cuánta razón tiene.

Mientras descorchaba el vino, pregunté:

– ¿Qué ha estado haciendo el señor Barra?

– No ha soltado el teléfono ni un segundo. Y ha estado todo el rato gritando.

– Por favor, dígale que me he acostado temprano -dije, pensando que no podría soportar otra dosis de Bobby ese día.

– Lo haré.

Me sirvió un poco de vino en una copa aflautada.

– Que aproveche -dijo alegremente.

Levanté la copa y cumplí todo el ritual: hice girar el vino, lo olí a conciencia, y después dejé caer una gotita sobre la lengua. Inmediatamente sentí algo parecido a una descarga eléctrica de alto voltaje: el vino no era sólo sublime, era un néctar, o algo que se acercaba a la perfección líquida; también sabía a gloria.

– Es estupendo -dije, pensando: «Faltaría más, a 275 dólares la botella».

– Me alegro -dijo Meg, llenándome la copa-. ¿Necesita algo más?

– Nada, gracias por todo.

– Es parte del servicio. Si necesita algo, utilice el teléfono.

– Me mima demasiado.

– Es de lo que se trata.

Levanté la copa, mirando los últimos estertores del sol poniente. Respiré hondo y capté aquel aroma mixto de frangipani y eucalipto que es la fragancia de la vida en el trópico. Bebí el vino absurdamente caro y absurdamente maravilloso. Y dije:

– La verdad, creo que podría llegar a acostumbrarme a esto.

Capítulo 5

Dormí como un tronco. De un tirón, sin los habituales temores nocturnos o sueños de culpa. Me desperté con aquella curiosa euforia que acompaña a nueve horas de descanso comatoso. Incorporándome un poco, pensé que desde que, como se suele decir, «había triunfado», y los consecuentes cataclismos, mis nervios estaban tensos como cuerdas de violín. Se supone que el éxito debe simplificarte la vida. En cambio, te la complica más, porque necesitamos las complicaciones, las intrigas, las nuevas competiciones para lograr mayores éxitos. Una vez logramos lo que siempre hemos querido, de repente descubrimos una nueva necesidad, una nueva sensación de que nos falta algo. Así que nos esforzamos en busca de esa nueva meta, ese nuevo cambio de vida, con la esperanza de que, esta vez, la sensación de plenitud sea total, aunque signifique echar por tierra todo aquello que hemos construido durante años.

Sin embargo, cuando has alcanzado la nueva cima, o cuando te despiertas una mañana y descubres que otra persona está compartiendo tu cama, tu vida, te preguntas: ¿puedes seguir con todo eso? ¿Puede escapársete de las manos? O, aún peor, ¿podrías cansarte de todo y descubrir que lo que tenías antes es lo que realmente querías? Porque, ahora que lo has perdido, se ha convertido en el nuevo objetivo ilusorio; aquello inalcanzable que no pararemos hasta conseguir. Y entonces…

Basta.

Me esforcé por salir de aquel ensueño melancólico, recordándome de nuevo que, según el conocido estudioso de Hollywood, Marco Aurelio, el cambio es el encanto de la naturaleza. Muchos conocidos míos (sobre todo guionistas) venderían a su madre por estar en mi lugar. Sobre todo porque podía apretar un botón para subir una persiana, detrás de la cual me esperaba el azul intenso de una mañana caribeña. O porque podía descolgar el teléfono y hacer que me mandaran lo que quisiera a la habitación. O porque la persona que contestó al teléfono me ofreció también una copa de Cristal con el desayuno. O, mejor aún, porque descubrí que Bobby Barra se había marchado a toda prisa.

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