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A las ocho de la mañana siguiente, llamaron con fuerza a la puerta. Salté de la cama, pensando: «Está aquí». Pero cuando abrí la puerta de golpe, me encontré a un hombre con uniforme azul, y un gran sobre acolchado en la mano.

– ¿David Armitage?

Asentí.

– Un envío urgente. Tengo un paquete para usted.

– ¿De quién?

– No tengo ni idea, señor.

Me pasó el recibo para que firmara la entrega y le di las gracias.

Volví dentro, abrí el sobre. Era una cinta de vídeo. La saqué del cartón. Llevaba una etiqueta blanca en la que se había dibujado de cualquier manera un corazón atravesado por una flecha. En un extremo de la flecha había las iniciales «DA» y en el otro «MF».

Sólo tardé un instante en comprender: David Armitage, Martha Fleck.

Sentí un escalofrío en la espalda, pero me obligué a meter la cinta en el aparato de vídeo y apretar el botón de «play».

En la pantalla apareció el cuadro fijo de una habitación de hotel. Después la puerta se abría y Martha y yo entrábamos en la habitación, vacilantes. Ella me abrazaba. Aunque el audio era confuso y metálico, la oí decir: «¿Conoces aquella escena famosa de todas las películas de Cary Grant y Katharine Hepburn, en la que él le quita las gafas y la besa con pasión? Quiero que interpretemos esa escena ahora mismo».

Empezábamos a besarnos. Retrocedíamos hacia la cama. Nos echábamos el uno encima del otro, nos arrancábamos la ropa, la videocámara perfectamente colocada para mostrar todos los detalles.

Cinco minutos después, lo paré. No necesitaba ver más, sobre todo porque ya sabía lo que pasaba. Y porque estaba temblando por la impresión.

Fleck. El que todo lo sabía, todo lo veía, el omnipotente Philip Fleck. Nos había tendido una trampa. Había controlado las llamadas de Martha. Había descubierto que había preparado un encuentro en The Four Seasons, en Santa Bárbara. Luego, de nuevo, había hecho que su gente repartiera un poco de dinero, había averiguado el número de la habitación que Martha había reservado y había colocado la cámara y el micrófono ocultos.

Y ahora… nos tenía en un puño. Desnudos y en un vídeo en color. Su primera película porno, que utilizaría para destruir a su esposa, y para asegurarse de que la zona muerta en la que yo habitaba actualmente fuera mi dirección permanente.

Sonó el teléfono. Me lancé a descolgarlo.

– ¿David?

Era Martha. Su voz sonaba artificialmente tranquila: la clase de tranquilidad que normalmente acompaña a un impacto brutal.

– Oh, gracias a Dios, Martha.

– ¿Lo has visto?

– Sí, lo he visto. Me lo acaba de enviar.

– No está mal, ¿eh?

– No puedo creerlo…

– Tenemos que vernos -dijo.

– Ahora.

Capítulo 5

Estaba vestido y en la carretera al cabo de cinco minutos. Durante todo el camino hasta Los Angeles, mantuve el acelerador apretado a fondo, empujando al Volkswagen a correr a la vertiginosa velocidad de ciento veinticinco kilómetros por hora (el máximo posible). Era como forzar a un anciano con enfisema a una carrera de cien metros, pero me daba lo mismo. Tenía que ver a Martha inmediatamente, antes de que Fleck hiciera lo que tuviera planeado hacer con aquella espantosa cinta.

Habíamos quedado en un café de Santa Mónica. Llegué poco después de las diez. Ella ya estaba sentada a una mesa, mirando el mar. El sol estaba en pleno apogeo y soplaba una leve brisa del Pacífico que templaba el calor matinal. De haber notado aquellos detalles, me habría dado cuenta de que hacía un día precioso.

– Hola -dijo cuando llegué a su mesa de un salto.

Martha llevaba gafas de sol, de modo que no pude juzgar con exactitud si estaba muy angustiada. Pero lo que era evidente era su extraña compostura; una sangre fría que, de nuevo, atribuí al impacto.

Me acerqué y la abracé. Pero ella siguió sentada y me dio un beso en la mejilla, un gesto que inmediatamente me inquietó.

– Calma -dijo, poniéndome suavemente la mano en el pecho y empujándome hacia la silla contigua-. Nunca se sabe quién puede estar mirando.

– Claro, claro -dije; me senté y le cogí la mano por debajo de la mesa-. Pero oye…, he estado pensando mientras venía. Y ya sé lo que tenemos que hacer. Tenemos que ir juntos a ver a tu marido, y decirle que estamos enamorados, y pedirle que nos deje en paz…

– David -me interrumpió secamente-. Antes de hacer nada, hay una pregunta importante que debes responder.

– Por supuesto, cariño.

– ¿Quieres un café, un capuchino o un café con leche?

Levanté la cabeza y vi que una camarera esperaba junto a la mesa, intentando dominar la hilaridad. Evidentemente había oído todo lo que había dicho.

– Un café doble -dije.

En cuanto la camarera se marchó, le cogí la mano a Martha y la besé.

– Han sido cuatro días muy largos -dije.

– ¿Ah, sí? -dijo, en tono divertido.

– Y no puedo expresar cuánto me ha conmovido tu regalo.

– Espero que lo utilices.

– Lo haré, mi amor, lo haré.

– Escribir es lo que sabes hacer.

– Tengo que decirte algo…

– Soy toda oídos.

– Desde que me desperté solo en la habitación del hotel, no he dejado de pensar en ti.

Con calma separó su mano de la mía y preguntó:

– ¿Siempre te comportas así después de acostarte con una mujer por primera vez?

– Lo siento. Sé que debo parecer un adolescente enfermo de amor.

– Es encantador.

– Es lo que siento.

– David, ahora tenemos cosas más importantes que discutir.

– Tienes razón, tienes razón. Porque también estoy un poco aterrado por lo que podría hacer tu marido con la cinta.

– Eso depende de cómo reaccione él a la cinta.

– Pero, desde el momento que ha montado esta maldita maquinación, sin duda…

– No ha sido él -dijo ella, con calma.

– ¿Qué quieres decir? -pregunté, confundido de repente.

– Quiero decir que él no ha tenido nada que ver con la cinta.

– Pero eso no puede ser. Si no lo ha hecho él, ¿quién lo ha hecho?

– Yo.

La miré con atención, intentando discernir en sus ojos algún rastro de ironía. Pero me sostuvo la mirada.

– ¡No lo dices en serio! -exclamé.

– Lo digo totalmente en serio.

Llegó el café. Yo no toqué el mío.

– No entiendo nada.

– En realidad es muy sencillo. Cuando Philip se negó a reconocer que él había sido la causa de todos tus problemas, decidí que tenía que ponerme drástica. Y monté mi pequeño plan: si no podía grabarle a él, nos grabaría a nosotros. El personal del hotel estuvo muy dispuesto a colaborar: sobre todo después de untar algunas manos. Conocía a un experto en audiovisuales de Los Ángeles que me montó los aparatos.

– ¿Estaba allí mientras nosotros…?

– ¿Crees que habría querido que alguien nos viera en la cama? ¿Recuerdas cuando fui al servicio, justo antes de salir del restaurante? De hecho fui a nuestra habitación y puse en marcha el vídeo, que estaba oculto en uno de los armarios. A partir de entonces… empezó el espectáculo. A la mañana siguiente, mientras dormías, saqué la cinta del aparato y me marché. Dos días después, me presenté en Chicago y obligué a Philip a sentarse en su habitación de hotel y mirar el primer par de minutos de nuestra película.

– ¿Cómo reaccionó?

– De la forma típica en Philip: no dijo nada. Se quedo mirando fijamente la pantalla. Pero yo sabía cuál sería su reacción. Aunque nunca lo ha manifestado de forma abierta, es tremendamente celoso. También sabía que su mayor miedo en la vida es verse expuesto, que le descubran, que le señalen con el dedo. Por eso es precisamente por lo que decidí hacer esto: porque sabía que una película de nosotros dos en la cama desencadenaría el pánico en su cerebro tortuoso. Pero para asegurarme de que recibía el mensaje, le dije que mi abogado de Nueva York tenía una copia de la cinta. Y que, si no hacía lo necesario para rehabilitarte en los próximos siete días, mi abogado tenía instrucciones de mandar copias de la cinta a The Post, The News, The Enquirer, Inside Edition, Hard Copy y todos los periodicuchos sensacionalistas imaginables.

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