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Interior tienda porno, noche

Buddy Miles, cincuenta y cinco años, cara curtida, un cigarrillo permanentemente colgando de un extremo de la boca, está sentado detrás de la caja de una tienda porno especialmente cutre. A pesar de los carteles de mujeres desnudas y las cubiertas chillonas del surtido de revistas que decoran el lugar donde está sentado, en seguida notamos que lee un ejemplar del Ulises de Joyce. El movimiento de apertura de la Sinfonía n.° 1 de Mahler suena en el radiocasete junto a la caja registradora. Levanta una taza de café, da un sorbo, hace una mueca, entonces busca bajo el mostrador y saca una botella de bourbon Hiram Walker. La destapa, se echa un poco en el café, tapa la botella y vuelve a probar el café. Bien. Pero cuando levanta la mirada de la taza, ve que hay un hombre de pie frente a la caja. Lleva una parka gruesa. Se tapa la cara con un pasamontañas. Inmediatamente Buddy nota que el individuo enmascarado le apunta con una pistola. Un momento después, el encapuchado habla.

Leon: ¿Es Mahler eso que escuchas?

Buddy (desconcertado por la pistola): Estoy impresionado. Diez billetes a que no adivinas qué sinfonía.

Leon: De acuerdo. La sinfonía número uno.

Buddy: Doble o nada a que no adivinas el director.

Leon: Triple o nada.

Buddy: Eso es pasarse.

Leon: Sí, pero soy yo el que tiene la pistola.

Buddy: No te lo discutiré. De acuerdo, triple o nada. ¿Quién lleva la batuta?

Leon calla un instante, escucha la música con atención.

Leon: Bernstein.

Buddy: Ni hablar. Georg Solti y la Chicago Symphony.

Leon: No me toques los cojones.

Buddy: Compruébalo tú mismo.

Leon, sin dejar de apuntar a Buddy con la pistola, abre la tapa del radiocasete, saca la cinta y mira la etiqueta con disgusto; después lo tira.

Leon: Mierda, nunca distingo el sonido de la Chicago.

Buddy: Sí, se tarda un poco en distinguirlo. Sobre todo con tanto metal. Oye, ¿vamos a hacer lo que sea que quieras hacer?

Leon: Me has leído el pensamiento. (Se acerca más a Buddy.) Adelante, abre la caja y alégrame el día.

Buddy: No hay problema.

Buddy abre la caja. Leon se inclina, utiliza la mano libre para coger el dinero. Mientras lo hace, Buddy le cierra el cajón pillándole la mano y simultáneamente saca una escopeta de cañones recortados de debajo del mostrador. Antes de que Leon reaccione, tiene una escopeta apuntándole la cabeza y la mano atrapada en la caja. Gime de dolor.

BUDDY: ¿No crees que deberías tirar el arma?

Leon hace lo que le ordenan. Buddy suelta el cajón de la caja, pero sigue apuntando a la cabeza de Leon con la escopeta mientras se inclina y le arranca el pasamontañas. Leon resulta ser un afroamericano, también de cincuenta y tantos años. Buddy mira a Leon con los ojos muy abiertos.

Buddy: ¿Leon? ¿Leon Wachtell?

Ahora es Leon quien abre los ojos de par en par. De repente también él le reconoce.

Leon: ¿Buddy Miles?

Buddy baja el arma.

Buddy: Sargento Buddy Miles para ti, gilipollas.

Leon: No puedo creerlo.

Buddy: No puedo creer que no me reconocieras.

Leon: Eh, ha pasado mucho tiempo desde Vietnam.

FIN DE SECUENCIA

Interrumpí la lectura, dejé el guión. Me levanté inmediatamente y fui hacia el gran armario de la entrada de nuestro loft. Después de buscar en varias cajas, encontré lo que buscaba: una caja de zapatos repleta con mis viejos guiones de los años de vacas flacas. Abrí la caja. Busqué entre la pila de guiones fallidos, pilotos de televisión nunca producidos y obras de teatro sin estrenar. Finalmente, desenterré Nosotros, los veteranos, uno de los primeros guiones que había escrito después de que Alison me aceptara como cliente. Volví al sofá, abrí el guión y leí la primera página.

Interior tienda porno, noche

Buddy Miles, cincuenta y cinco años, cara curtida, un cigarrillo permanentemente colgando de un extremo de la boca, está sentado detrás de la caja de una tienda porno especialmente cutre. A pesar de los carteles de mujeres desnudas y las cubiertas chillonas del surtido de revistas que decoran el lugar donde está sentado, en seguida notamos que lee un ejemplar del Ulises de Joyce. El movimiento de apertura de la Sinfonía n.° 1 de Mahler suena en el radiocasete junto a la caja registradora. Levanta una taza de café, da un sorbo, hace una mueca, entonces busca bajo el mostrador y saca una botella de bourbon Hiram Walker. La destapa, se echa un poco en el café, tapa la botella y vuelve a probar el café. Bien. Pero cuando levanta la mirada de la taza, ve que hay un hombre de pie frente a la caja. Lleva una parka gruesa. Se tapa la cara con un pasamontañas. Inmediatamente Buddy nota que el individuo enmascarado le apunta con una pistola. Un momento después, el encapuchado habla.

Leon: ¿Es Mahler eso que escuchas?

Buddy (desconcertado por la pistola): Estoy impresionado. Diez billetes a que no adivinas qué sinfonía.

Y la escena proseguía exactamente como estaba escrita en el guión de Philip Fleck. Cogí el guión de Fleck. Lo coloqué sobre una rodilla, mientras abría mi propio guión en la otra. Los comparé página por página. Fleck había copiado de arriba abajo mi guión original, escrito ocho años antes del que él lo registrara en la Asociación de Autores el mes anterior. Aquello no era un simple plagio. De hecho, dado que los dos guiones estaban escritos con el mismo tipo de letra, estaba bastante seguro de que simplemente había hecho que algún subalterno tecleara una nueva página de título (con su nombre en ella) antes de registrarlo en la asociación.

No podía creerlo. Lo que Fleck había hecho no era sólo un ultraje: era un escándalo, hasta el punto de que, con el apoyo de la Asociación de Autores Americanos, yo podía desenmascararlo públicamente como un pirata literario, un ladrón. Con seguridad, alguien tan consciente de su intimidad como Fleck se habría dado cuenta de que a la prensa le encantaría destriparlo por una acusación de plagio. Y con seguridad sabía, al mandarme su guión, que eso desencadenaría mi ira. Entonces, ¿a qué estúpido juego jugaba ese cabrón?

Miré el reloj. Las dos cuarenta y uno. Recordé algo que Bobby me había dicho en una ocasión: «Estoy disponible veinticuatro horas al día siete días a la semana, si me necesitas». También sabía que sobrevivía durmiendo cuatro horas al día, y pocas veces se acostaba antes de las tres. Descolgué el teléfono. Le llamé al móvil. Me contestó al tercer timbre. De fondo se oía música tecno a todo volumen y el sonido de un motor acelerando. Bobby parecía exaltado: o había sorbido algo por la nariz o se había tomado algo de la escuela Ritalin de farmacología.

– Dave, todavía estás levantado -dijo.

– Una observación brillante, Bobby.

– ¿Distingo un tono de disgusto en tu voz?

– Observación brillante número dos. ¿Es un buen momento?

– Si te dijera que voy a ciento cincuenta por la diez con una muñeca hawaiana llamada Heather Fong a mi lado, ¿me creerías?

– No.

– Y harías bien. Vuelvo a casa después de una larga reunión sobre el Nasdaq con una pareja de venezolanos muy despiertos…

– Y yo me he quedado leyendo. ¿Qué cojones cree que hace Fleck copiando mi guión?

– Ah, ya te has dado cuenta.

– Oh, sí, me he dado cuenta, y el señor Fleck tiene un problema. Para empezar, puedo pedirle a Alison que presente una demanda…

– Eh, sé que son casi las tres, pero intenta encontrarle la gracia, ¿vale? Fleck te está haciendo un cumplido, tonto. Un gran cumplido. Quiere producir tu guión, chico. Será su próximo proyecto. Y te lo pagará a lo grande.

– ¿Y también piensa hacer pasar mi guión como suyo?

– Dave, ese hombre tiene veintitrés millones. Hablando claro, no es un necio. Y sabe perfectamente que tu guión es tuyo. Lo único que ha hecho es decirte, a su manera tortuosa, que le ha gustado de verdad…

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