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– Y de paso me ha gastado una broma muy rara. ¿No habría sido más fácil que me hubiera llamado y me hubiera dicho que le gustaba mucho mi guión… o que hubiese hecho lo habitual: que su gente hablara con Alison?

– ¿Qué quieres que te diga? Phil siempre deja a todo el mundo intrigado. Pero si yo fuera tú, estaría contento. Especialmente sabiendo que ahora Alison puede sacarle una cantidad enorme de dinero por el guión.

– Tendré que pensarlo. Cuidadosamente.

– Oh, tonterías. Escucha, tómate una píldora de sentido del humor y duerme un poco. Mañana todo esto te parecerá muy divertido.

Colgué. De repente estaba agotado. Tan agotado que no quería pensar más en el juego al que estaba jugando Philip Fleck. Pero antes de meterme en la cama, deje los dos guiones en la encimera de la cocina. Los dos estaban abiertos por la página uno. Junto a ellos deje una nota para Sally: «Cariño, dime qué piensas de este curioso caso de duplicación. Besos».

A continuación me arrastré hasta la cama, me tapé y me dormí.

Cuando me desperté cinco horas después, me encontré a Sally sentada en un extremo de la cama, ofreciéndome un capuchino. Murmuré las habituales incoherencias matutinas de agradecimiento. Ella sonrió. Noté que ya estaba duchada y vestida. Después también noté que tenía los dos guiones debajo del brazo.

– Bueno, ¿quieres saber lo que pienso de esto? -preguntó.

Tomé un poco de café y asentí.

– Bien, si he de serte sincera, me parece demasiado «de género». Quentin Tarantino cruzado con una de esas películas cutres de atracos de los setenta.

– Muchas gracias.

– Oye, tú me has pedido mi opinión, y yo te la doy. Es una obra de juventud, ¿no? No nos engañemos, la escena de apertura es muy rebuscada. No sé, puede que para ti las referencias a Mahler sean divertidas, pero el público de multicine no se enterará de nada.

Di otro sorbo de café y dije:

– ¡Puf!

– Eh, no digo que sea malo. Por el contrario, tiene todas las características de excelencia que han hecho de Te vendo un exitazo. La cuestión es que has recorrido mucho camino desde entonces.

– Cierto -acepté, sintiéndome herido.

– Ah, venga, no esperarás que elogie algo que no es bueno, ¿verdad?

– Por supuesto que sí.

– Pero eso no sería sincero.

– ¿Qué tendrá que ver la sinceridad con nada de esto? Yo sólo te preguntaba qué pensabas del intento de plagio de Fleck.

– ¿Plagio? Cualquiera que te oiga… Eres como todos los guionistas que he conocido. Sin sentido del humor cuando se trata de su obra. ¿Y si te ha gastado una bromita para ver cómo reaccionas al «hurto» de tu guión? ¿No lo comprendes? ¿No ves lo que pretende decirte?

– Por supuesto que sí: quiere ser coautor de mi guión.

Ella se encogió de hombros.

– Sí, eso es. Ése es el precio que tendrás que pagar si le permites rodar tu guión. Deberías darle una oportunidad.

– ¿Por qué?

– Ya sabes por qué: porque ésas son las reglas del juego. Y también porque, para ser sinceros, no es la mejor película jamás escrita… Entonces, ¿por qué no darle una oportunidad?

No dije nada. Me limité a sorber el café y poner cara de estar reconsiderándolo. Sally se acercó y me besó en la cabeza.

– No te pongas de morros -dijo-. Pero no voy a mentirte, es un producto enmohecido. Y si el octavo hombre más rico del país quiere comprártelo, coge su dinero… aunque eso signifique que él acabe apareciendo como coautor en los créditos. Créeme, Alison va a estar de acuerdo conmigo en esto.

Sally, maldita sea, tenía razón. Cuando llamé a Alison más tarde y le conté la pequeña trampa de Fleck, me dijo:

– La verdad, tienes que reconocérselo, es una forma perversamente original de llamar tu atención.

– Y de decirme que espera ser coautor.

– Vaya cosa. Esto es Hollywood. Hasta los aparcacoches creen tener derecho a salir en los créditos como coautores. Mira, los dos sabemos que no es tu mejor obra.

No dije nada.

– Oh, vaya, un silencio herido -dijo Alison-, ¿el autor está un poco susceptible esta mañana?

– Sí. Un poco.

– La FRT te ha echado a perder, David. Ahora piensas que eres la personificación de la creatividad. Pero recuerda que si este guión se hace, hablamos de la gran pantalla. Y la gran pantalla representa grandes compromisos. A menos, claro, que Fleck decida convertir tu película en una porquería de arte y ensayo…

– Es una película de atracadores, Ahson.

– Uf, en manos de Fleck, podría ser una candidata al género del terror existencial. ¿Has llegado a ver La última oportunidad?

– Todavía no.

– Alquílala y pártete de risa. Probablemente la película más hilarante, sin quererlo, jamás rodada.

Eso hice; aquella misma tarde alquilé la película en el Blockbuster del barrio y la vi a solas antes de que Sally volviera a casa. Metí la cinta en el vídeo, abrí una cerveza, me acomodé y me predispuse a pasar un buen rato.

No tuve que esperar mucho. La primera escena de La última oportunidad es un primer plano de un personaje llamado Prudence, una chica ágil y esbelta que lleva puesta una larga capa suelta. Después de un momento, la cámara retrocede y vemos que está de pie en un promontorio rocoso de una isla yerma, mirando hacia una nube en forma de seta situada sobre el continente lejano. Mientras sus ojos se abren ante la intensidad de ese holocausto nuclear, oímos (fuera de campo) que dice:

«El mundo se acababa… y yo lo estaba viendo.»

Menudo comienzo. Unos minutos después, nos presentaban a Helene, la compañera de Prudence en la isla, otra chica esbelta (aunque ésta con gafas de concha) que está casada con un artista loco llamado Herman que pinta enormes lienzos abstractos, que representan escenas apocalípticas de catástrofes urbanas.

«Vine aquí para huir de los vínculos materiales de la sociedad -le dice a Helene-, pero ahora la sociedad ha desaparecido. Finalmente se ha cumplido nuestro sueño.»

«Sí, mi amor -dice Helene-. Es verdad. Se ha cumplido nuestro sueño. Pero hay un problema: vamos a morir.»

El cuarto miembro de este alegre cuarteto es un sueco llamado Helgor, que vive como un eremita a lo Walden Pond/Thoreau en una cabaña de un extremo de la isla. A Helene le gusta Helgor, que ha jurado renunciar al sexo, por no hablar de la electricidad, el sonido amplificado electrónicamente, las cisternas y todo lo que no haya crecido en suelo orgánico. Pero, después de enterarse de que el mundo se está acabando, decide abandonar la abstinencia sexual y se deja seducir por Helene. Mientras resbalan por el suelo de piedra de su cabaña, él le dice: «Quiero saciarme de tu cuerpo, quiero beber tu fuerza vital».

Por supuesto, resulta que Herman el loco se beneficia a Prudence, y que ella está encinta. En un momento de gran reflexión, le confía: «Siento que una vida se expande dentro de mí, mientras la muerte lo envuelve todo».

Helene se entera del adulterio de Herman con Prudence y Helgor confiesa que se está tirando a Helene, y los dos chicos se dan de puñetazos, seguidos de media hora de silencios inquietantes, seguidos de una reconciliación y un debate tortuoso sobre la esencia de la existencia, rodada en un gran patio de piedra, con los personajes moviéndose de unos cuadrados blancos a unos negros como (¡por Dios!) figuras en un tablero de ajedrez. Mientras se libra una conflagración postatòmica en el continente, y las nubes tóxicas nucleares empiezan a descender sobre la isla, el cuarteto decide enfrentarse a su destino.

«No deberíamos morir de asfixia -plantea Herman el loco-. Deberíamos lanzarnos a las llamas.»

Dicho eso, se suben a un bote y se dirigen hacia el infierno con (sorpresa, sorpresa) las notas del Viaje por el Rin de Sigfrid escoltándolos en su personal Gotterdammerung.

Negro final. Créditos.

Cuando se acabó la película, me quedé un rato sentado en el sillón, estupefacto. Después llamé a mi agente, y me lancé a una diatriba sobre lo inherentemente malísima que era la obra. Al final, Alison me contestó:

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