La carta incluía una lista de personajes de Hollywood de serie A y B que supuestamente eran clientes de Roberto Barra.
Leí la carta por encima. Sin embargo, antes de archivarla, me hizo sonreír. Porque de las dos docenas de cartas aduladoras que había recibido desde que la serie había triunfado en la pequeña pantalla -cartas de vendedores de coches, agentes inmobiliarios, contables, entrenadores personales y los habituales imbéciles New Age que «querían conectar conmigo», todos felicitándome por mi reciente éxito y ofreciendo sus servicios- la de Bobby era la más descarada, la más carente de modestia. Su frase final era ridícula:
«No sólo soy bueno en lo que hago: soy brillante. Si quiere ver cómo su dinero hace dinero, debe llamarme. Si no lo hace, se arrepentirá el resto de su vida.»
Al día siguiente de recibirla, me llegó una copia de la misma carta, con un post-it pegado:
«Imagino que, como todas las personas inteligentes, habrá tirado la carta que recibió ayer, y se la vuelvo a mandar. Vamos a hacer dinero, Dave.»
La cara dura del hombre me hizo gracia, aunque la llamada diaria a mi oficina que empezó a hacerme a continuación se me hizo pesada (por orden mía, Jennifer, mi ayudante, le aseguraba que siempre estaba reunido cuando llamaba). Tampoco me impresionó cuando me mandó una caja de vino Au Bon Climat (las mejores viñas de Napa) al final de la primera temporada de la serie. Hice lo correcto: le mandé una breve nota de agradecimiento. Una semana después, llegó una caja de Dom Perignon, con una tarjeta:
«Podrá beberlo como si fuera 7-Up si me permite hacerle ganar dinero.»
Brad Bruce estaba en mi oficina cuando llegó la caja de Dom.
– ¿Quién es la admiradora? ¿Tiene teléfono?
– La verdad es que es un admirador.
– Olvídalo.
– No, no es eso. El hombre quiere llevarme al huerto financiero. Es corredor. Un corredor muy persistente.
– ¿Se llama?
– Bobby Barra.
– Ah, él.
Me quedé de piedra.
– ¿Lo conoces?
– Claro. Ted Lipton es cliente suyo -dijo, mencionando al vicepresidente de la FRT -. Y también…
Soltó una retahíla de nombres, muchos de ellos incluidos en la primera carta que me había mandado Bobby.
– ¿Así que es un tío legal? -pregunté.
– Mucho, por lo que he oído. Y por lo visto sabe cómo presentarse. Ya me gustaría que mi corredor me mandara Dom Perignon.
Aquella tarde llamé a Ted Lipton. Después de hablar un poco de trabajo, le pedí su opinión de Roberto Barra.
– El año pasado me consiguió un veintisiete por ciento de beneficios. Sí, confío en ese cabrón.
Entonces no tenía corredor porque, con la precipitación y la locura de los acontecimientos desde que me habían encargado la primera temporada de la serie, no había tenido tiempo de pensar en nimiedades como la forma de invertir mi recién ganado dinero. Por eso le pedí a mi ayudante que averiguara todo lo que pudiera sobre Roberto Barra. Al cabo de cuarenta y ocho horas, volvió con la información: nacido en Detroit, graduado en la University of Southern California, veterano de las escuelas de Michael Milkin y el difunto Eddie Edelstein, establecido por su cuenta a la tierna edad de veintitrés años, ascenso vertiginoso, clientela satisfecha, sin antecedentes penales, ninguna relación con gente poco recomendable y certificado de calidad de la Comisión Federal.
– De acuerdo -dije después de leer su informe-. Queda con él para almorzar.
Bobby Barra resultó ser de los que hay que mirar hacia abajo: apenas medía un metro sesenta, tenía el pelo negro y rizado y vestía un impecable traje negro de corte italiano (sorpresa, sorpresa). Me llevó al Orso. Hablaba deprisa y era divertido. Me sorprendió con su cultura, tanto en cuanto a cine como a literatura. Me halagó, y después bromeó sobre sus halagos. Dijo: «No voy a venirte con el rollo típico de Los Ángeles de que te hablo como un amigo», y cinco frases después soltó un «hablándote como un amigo» en la conversación. También dijo: «No eres un simple guionista de televisión, eres un guionista de televisión de verdad, y en tu caso, no es un oxímoron». Era una compañía estupenda, un conversador de primera clase cuya erudición mezclada con aires de chico duro («Si necesitas partirle las piernas a alguien -dijo en voz baja-, conozco a dos mexicanos que lo harían por trescientos pavos más la gasolina»). Escuchando sus rollos, no podía evitar pensar que era como uno de esos gamberros de Chicago sobre los que Bellow escribía con tanta gracia. Era hábil, era listo, y sólo una pizca peligroso. No paraba de soltar nombres, pero también se reía de sí mismo por ser «un impenitente parásito de las estrellas». Pero yo entendía por qué aquellos personajes de serie A y B deseaban hacer negocios con él. Porque desprendía competencia. Y porque en su campo, el no va más del autobombo, era el mejor vendiéndose a sí mismo.
– Lo único que te hace falta saber es esto: tengo una obsesión básica, hacer dinero para mis clientes. Es mi absoluta razón de existir. Porque lo del dinero es cuestión de elección. El dinero es la capacidad de hacer esa cosa tan cara de ver: poner en práctica el propio criterio. Afrontar la esencia fortuita del destino con la convicción de que, al menos, tienes el arsenal necesario para contrarrestar las interminables vicisitudes de la vida. Porque el dinero, el dinero de verdad, te permite tomar decisiones sin el imperativo del miedo. Poder decirle al mundo: que te jodan.
– ¿No era ése el argumento de Adam Smith en La riqueza de las naciones?
– ¿Te gusta Adam Smith? -preguntó.
– Sólo he leído la cubierta.
– Olvídate de Maquiavelo y de El éxito es una elección. La riqueza de las naciones de Smith es el hito de los manifiestos capitalistas.
Entonces, tomó un poco de aire y empezó a hablar con una voz que podría describirse como estentórea de Detroit:
– «De todos los sistemas, pues, ya sean elegidos o impuestos, el obvio y simple sistema de la libertad natural se asienta sólo y por su cuenta. Todos los hombres, siempre que no vulneren las leyes de la justicia, quedan a su libre albedrío para defender su propio interés a su manera, y para poner su trabajo y su capital en competición con los de cualquier hombre o grupos de hombres… Tal defensa, por cierto, es mucho más importante que la opulencia.»
Se calló, dio un sorbo del vaso de San Pellegrino, y dijo:
– Sé que no soy precisamente Ralph Fiennes, pero…
– Eh -dije-. Estoy impresionado. Sobre todo porque lo has dicho enterito sin teleapuntador.
– Ésa es la cosa, chico: vivimos en la era de mayor «libertad natural» jamás conocida por el hombre. Pero lo que decía Smith es condenadamente cierto: antes de empezar a gastar a espuertas, asegúrate de que tienes dinero para guardarte las espaldas. Y aquí es donde entro yo. Financieramente hablando, no sólo voy a guardarte las espaldas, sino que voy a conseguirte un patrimonio de dimensiones importantes. Lo que significa que, juegues con las cartas que juegues en el futuro, seguirás estando en una posición de fuerza. Porque, no nos engañemos, siempre que tengas una posición de fuerza, nadie te va a utilizar como felpudo.
– ¿Qué me propones exactamente?
– No voy a proponerte nada. Lo que voy a hacer es enseñarte cómo obtengo resultados. Mira, así es como me gusta hacerlo: si estás dispuesto a confiarme una suma de dinero simbólica para empezar, pongamos cincuenta mil, prometo doblártela en seis meses. Y no pienso decir cosas como «si te lo doblo» o «si el mercado sigue subiendo». Tú extiendes un cheque a mi empresa por cincuenta mil, yo te mando el papeleo necesario; seis meses después recibes un cheque de cien mil como mínimo…
– Y si no lo logras…
Me interrumpió.
– Yo no fallo.
Silencio.
– Permite que te pregunte algo: ¿por qué te has esforzado tanto en pillarme como cliente?
– Porque en esta ciudad eres el hombre de moda, por eso. A mí me gusta trabajar con personas inteligentes. Igual que me gusta relacionarme con los que están en la serie A. Voy a dar nombres otra vez: ¿has oído hablar de Philip Fleck?