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– Ni hablar -dijo ella, y colgó.

Caitlin no me permitió que le diera un beso cuando me vio esperándola delante del colegio. No me dejó darle la mano. No quiso hablar conmigo cuando subimos al coche. Propuse un paseo por el frente marítimo de Santa Mónica. Propuse una cena temprana en Johnny Rockets, en Beverly Hills (su restaurante favorito). O una vuelta por FAO Schwartz, en el Beverly Centre. Mientras iba enumerando la lista de opciones, me di cuenta de algo: estaba hablando ya como un padre divorciado.

– Quiero ir a casa con mamá.

– Caitlin, no sabes cuánto lo siento…

– Quiero ir a casa con mamá.

– Sé que es una cosa horrible. Sé que debes pensar que soy…

– Quiero ir a casa con mamá.

Me pasé los cinco minutos siguientes intentando que me escuchara. Pero no hubo manera. Siguió repitiendo la misma frase una y otra vez: «Quiero ir a casa con mamá».

De modo que, al final, no tuve más remedio que hacer lo que me pedía.

Cuando llegamos a la puerta de casa, corrió a los brazos de Lucy.

– Gracias por lavarle el cerebro -dije.

– Si quieres hablar conmigo, hazlo a través de un abogado.

Y entró en la casa.

En realidad acabé hablando con Lucy a través de dos abogados de la firma Sheldon y Strunkel, que Brad Bruce me había recomendado encarecidamente (los había utilizado en sus dos divorcios anteriores, y los mantenía a la espera por si el matrimonio número tres hacía aguas). A su vez, ellos hablaban con la abogada de Lucy, una tal Melissa Levin, a quien mis abogados describían como un exponente de la escuela jurídica «destripemos a ese hijo de puta». Desde el principio, no se limitó a querer desposeerme de todos mis bienes; también quiso asegurarse de que salía del divorcio renqueando y permanentemente entablillado. Al fin, tras muchas y costosas negociaciones, mis chicos lograron poner freno a su política de tierra quemada, pero los daños fueron igualmente formidables. Mi mujer se quedó con la casa (mi parte de la propiedad incluida). También recibió la friolera de once mil dólares al mes de pensión y mantenimiento para Caitlin. Dado mi reciente éxito, podía permitírmelo, y por supuesto deseaba que Caitlin tuviera todo lo que deseara. Pero me abrumaba la idea de que, a partir de entonces, los primeros doscientos mil dólares de mis ingresos brutos ya estuvieran gastados. Tampoco me complacía la cláusula que había incluido Levin, la empaladora: el derecho de que Lucy se mudara con Caitlin a otra ciudad, siempre que su trabajo lo exigiera. Cuatro meses después de concluir nuestro rápido divorcio, ella ejerció ese derecho, después de encontrar un empleo como jefa de recursos humanos de una empresa informática en Marin County. De repente, mi hija (con quien por fin había logrado restablecer nuestra vieja relación, gracias en parte, a la habilidad de Sally para conquistarla como madrastra) ya no vivía a cuatro pasos de mí. De repente ya no podía tomarme una tarde libre y recogerla en la escuela para ir a Malibú, o a la gran pista de patinaje sobre hielo de Westwood. De repente, mi hija estaba a una hora de vuelo, y cuando la serie se empezó a rodar, me fue imposible verla más de una vez al mes. Y eso me preocupaba, hasta el punto de que, en las frecuentes noches en que no lograba dormir, paseaba por el gran loft de West Hollywood que Sally y yo habíamos alquilado, por cuatro mil quinientos dólares al mes, y me preguntaba -quizá por cuadraséptima quinta vez- por qué había destruido mi familia. Sin duda sabía la razón: porque mi matrimonio con Lucy se había estancado y se había vuelto rutinario, y porque me había dejado arrastrar por el deslumbrante estilo y brillo de la señorita Birmingham. Pero en aquellos momentos de íntima desesperación a las cuatro de la madrugada, no podía evitar castigarme por hacer lo que era previsible a mi mediana edad y preguntarme: «¿He cometido un terrible error?».

Pero a la mañana siguiente había un guión que terminar, una reunión a la que acudir, un contrato que firmar, una inauguración a la que asistir con Sally; en resumen, el empuje irrefrenable del éxito. Era un ímpetu que me permitía escapar de vez en cuando del persistente sentimiento de culpa; la silenciosa incertidumbre, omnipresente, sobre mi nueva existencia.

Naturalmente, la noticia de mi cambio de situación doméstica se difundió por el tamtan de Hollywood pocos minutos después de mi abandono del techo conyugal. Todos decían lo que se consideraba pertinente (a la cara, al menos) sobre la dificultad de poner fin a un matrimonio. El hecho de haber «huido» (por utilizar esa expresión canalla) con una de las ejecutivas de televisión mas prestigiosas de la ciudad no me perjudico mucho. Había «prosperado», y como me había dicho Brad Bruce: «Todos sabían que eras un tipo listo, David. Ahora todos piensan que eres un tipo muy listo».

Sin embargo, la reacción de mi agente fue cáustica, como era de esperar. Alison conocía a Lucy y la apreciaba, y tras el éxito de la primera temporada de episodios de Te vendo, me había recomendado que evitara las tentaciones extraconyugales. De modo que cuando le di la noticia de que estaba a punto de empezar una nueva vida con Sally, hizo una mueca, y luego se quedó callada. Por fin dijo:

– Supongo que debería felicitarte por esperar más de un año antes de hacer algo así. De todos modos, supongo que era inevitable. Porque es lo que sucede siempre aquí cuando alguien logra triunfar.

– Estoy enamorado, Alison.

– Mi enhorabuena. El amor es algo maravilloso.

– Sabía que reaccionarías así.

– Cariño, ¿no sabías que en el mundo hay sólo diez guiones? ¿Y que ahora tú estás actuando en uno de ellos? Pero al menos, el tuyo, ha tenido un giro distinto.

– ¿Cuál?

– En tu caso, el guionista es el que jode al productor. En mi hastiada experiencia, siempre es al revés. De modo que, bravo, estás desafiando las leyes de gravedad de Hollywood.

– Pero Alison, fuiste tú la que nos juntó.

– No me lo recuerdes. Pero no te preocupes, no te pediré el quince por ciento de vuestras futuras ganancias.

Lo que sí dijo Alison fue que, ahora que Sally y yo éramos pareja, sería mejor que olvidáramos el piloto de la Fox, que yo no había escrito todavía.

– No nos engañemos, parecería un regalo de boda para ti, y no quiero imaginar lo que cualquier advenedizo podría escribir en el Daily Variety.

– Sally y yo ya lo hemos discutido. Hemos decidido que sería mejor olvidar lo del piloto para la Fox.

– ¡Qué deliciosas conversaciones de cama debéis de tener!

– Fue durante el desayuno.

– ¿Antes o después de hacer cuentas?

– ¿Por qué te soporto?

– Porque, «como amiga», soy realmente una amiga. Y también porque te guardo las espaldas. Hasta el punto de que el consejo que acabo de darte me costará casi cuarenta mil dólares en comisiones.

– Eres una altruista, Ali.

– No, sólo soy idiota. Pero tu hermana mayor del quince por ciento tiene un último consejo que darte: sé discreto los próximos meses. Ya te van demasiado bien las cosas.

Seguí su consejo. Aunque a Sally y a mí en seguida nos clasificaron como el prototipo de pareja afortunada, no hacíamos ostentaciones. Éramos ejemplares perfectos del Nuevo Hollywood: la clase de personas cultas, con títulos de universidades de prestigio, que por causalidad triunfaban en el turbulento mundo de la televisión. Aunque el dinero no nos faltaba, huíamos de la ostentación. Nuestro loft era de diseño minimalista; mi Porsche Boxter y el Range Rover de Sally se consideraban vehículos simbólicos y bien elegidos: la clase de coches elegantes de gama alta conducidos por personas elegantes de gama alta, que evidentemente habían alcanzado un nivel significativo de éxito profesional, pero también habían resistido las tentaciones de los nuevos ricos en las que suelen caer los que empiezan a «ser alguien». Sí, nos invitaban a las fiestas importantes, a los estrenos importantes, pero no nos dejábamos avasallar por las lisonjas de la fama o la necesidad de mantener un alto perfil público. De todos modos, estábamos demasiado ocupados los dos para añorar el frenesí social. Como todas las ciudades industriales, Los Ángeles es mayoritariamente una ciudad que se acuesta temprano. Así que, con Sally enfrascada en la planificación de una nueva programación para la temporada de otoño, y yo con la segunda temporada de Te vendo en plena producción, apenas teníamos tiempo para hacer vida social, por no hablar de tiempo para nosotros. Descubrí que Sally vivía la vida como si fuera un horario perpetuamente planificado: hasta el punto de que, aunque nunca lo verbalizara así, yo sabía que ella había reservado tácitamente tres «ventanas para hacer el amor» a la semana. Incluso esos raros momentos en que le entraban ganas de improviso de tener relaciones empezaron a parecerme curiosamente premeditados, casi como si hubiera calculado que, las pocas mañanas que no tenía un desayuno con alguien, podíamos encontrar los diez minutos más o menos exigidos para alcanzar un orgasmo cada uno, antes de que empezara su jornada laboral.

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