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– De acuerdo.

– No me fío de Dahlman. Pero de momento se porta bien. Volveré el 7 de agosto.

A eso de las siete, Mikael ya había intentado hablar por teléfono con Cecilia Vanger en cinco ocasiones. Además, le había enviado un mensaje pidiéndole que lo llamara, pero no obtuvo respuesta.

Decidido, dejó los apócrifos, se puso el chándal y cerró la puerta con llave antes de salir a correr.

Cogió el estrecho sendero que discurría en paralelo a la orilla para luego girar y adentrarse en el bosque. Se abrió camino entre la maleza tan deprisa como pudo. Saltó por encima de árboles caídos arrancados de cuajo y llegó agotado hasta La Fortificación, con el pulso demasiado acelerado. Se detuvo junto a una de las viejas trincheras para hacer estiramientos durante un par de minutos.

De repente, oyó un fuerte disparo y una bala impactó en el muro de hormigón, a pocos centímetros de su cabeza. Luego sintió un dolor en el cuero cabelludo, donde algunos fragmentos del muro le hicieron un profundo corte.

Durante lo que parecía una eternidad, Mikael permaneció paralizado, incapaz de comprender lo que había ocurrido. Acto seguido se arrojó de cabeza a la trinchera, dándose un tremendo golpe al aterrizar sobre el hombro. El segundo tiro llegó en el mismo instante en el que se lanzaba. La bala alcanzó los cimientos del muro de hormigón, justo donde acababa de estar.

Mikael se puso de pie y miró a su alrededor. Se hallaba más o menos en el centro de La Fortificación. A derecha e izquierda se extendían unos estrechos pasadizos, de un metro de profundidad, comidos por la vegetación, que conducían a unas trincheras distribuidas a lo largo de algo más de doscientos cincuenta metros. Agachado, echó a correr en dirección sur a través de aquel laberinto.

De pronto, en su interior resonó el eco de la inimitable voz del capitán Adolfsson en una maniobra invernal en la Escuela de Infantería de Kiruna: «Joder, Blomkvist, baja la cabeza si no quieres que una bala te vuele la tapa de los sesos». Veinte años después, todavía se acordaba de los ejercicios especiales que el capitán Adolfsson les solía mandar.

Con el corazón palpitando, se detuvo sesenta metros más allá para recobrar el aliento. Sólo pudo oír su propia respiración. «El ojo humano percibe los movimientos mucho antes que las formas y las siluetas. Muévete despacio cuando estés reconociendo el terreno.» Lentamente levantó la mirada un par de centímetros por encima del borde de la trinchera. El sol le daba de frente y le resultaba imposible apreciar los detalles, pero no percibió ningún movimiento.

Mikael volvió a bajar la cabeza y continuó hasta la última trinchera. «Por muy buenas armas que tenga el enemigo, si no te ve, no te podrá dar. A cubierto, a cubierto, a cubierto. Asegúrate de no ponerte nunca a tiro.»

Ahora Mikael se encontraba a aproximadamente trescientos metros de la granja de Östergården. A cuarenta metros había un bosque de maleza prácticamente impenetrable, lleno de arbustos y broza por doquier. Pero para llegar hasta allí tenía que salir de la trinchera y bajar por una pendiente en la que estaría completamente expuesto. Era la única salida. El mar quedaba a sus espaldas.

Mikael se agachó y reflexionó. De repente reparó en que le dolía la sien y descubrió que sangraba abundantemente y que su camiseta estaba empapada de sangre. Fragmentos de la bala o de los cimientos del muro de hormigón le habían producido un profundo corte en el nacimiento del pelo. «Las heridas del cuero cabelludo no dejan de sangrar nunca», pensó antes de volver a concentrarse en su situación. Le podrían haber disparado una vez por accidente, pero dos significaba que alguien intentaba matarle. No sabía si el tirador seguía allí fuera con el arma cargada esperando a que él se dejara ver.

Intentó calmarse y pensar racionalmente. La elección consistía en esperar o salir de allí de alguna manera. Si el tirador permanecía todavía en su lugar, la segunda alternativa era decididamente desaconsejable. Pero si se quedaba esperando en el mismo sitio, el tirador podría acercarse tranquilamente a La Fortificación, buscarle y pegarle un tiro de cerca.

«Él (¿o ella?) no puede saber si me he desplazado a la derecha o a la izquierda.» Tal vez se trate de una escopeta para cazar alces, probablemente con mira telescópica. Eso quería decir que, si estaba acechando a Mikael a través del objetivo, el tirador tenía un campo de visión limitado.

«Si estás en un aprieto, toma la iniciativa. Es mejor que esperar.» Aguardó aguzando el oído durante dos minutos; luego se encaramó a la trinchera, la saltó y bajó la pendiente tan de prisa como pudo.

Cuando estaba a medio camino en dirección al bosque de maleza se produjo un tercer disparo, pero impacto lejos de él. Acto seguido, se tiró de cabeza cuan largo era a través de la cortina de vegetación, y rodó por un mar de ortigas. Se levantó de inmediato y, medio agachado, empezó a correr alejándose del tirador. Cincuenta metros más allá se detuvo a escuchar. De repente oyó el crujido de una ramita que se rompía en algún sitio entre él y La Fortificación. Se dejó caer boca abajo con sumo cuidado.

«Arrastraos con los codos», había sido otra de las máximas favoritas del capitán Adolfsson. Mikael recorrió los siguientes ciento cincuenta metros pegado al suelo. Avanzaba sin hacer ruido, muy atento a ramas y ramitas. En dos ocasiones oyó repentinos crujidos dentro del bosque. El primero parecía proceder de su cercanía más inmediata, tal vez a unos veinte metros del lugar donde se encontraba. Se quedó petrificado, completamente quieto. Al cabo de un rato, levantó la cabeza con mucho cuidado y oteó el terreno sin descubrir a nadie. Durante un tiempo que se le antojó una eternidad permaneció inmóvil y en máxima alerta, preparado para emprender la huida o, tal vez, para realizar un desesperado contraataque en el caso de que «el enemigo» fuera derecho hacia él. El segundo crujido venía de más lejos. Luego silencio.

«Sabe que estoy aquí. Pero ¿se ha colocado en algún sitio y está esperando a que yo me mueva, o ya se ha retirado?»

Continuó arrastrándose a través de la vegetación hasta que llegó al cercado de los pastos de Östergården.

Aquí comenzaba el siguiente momento crítico. Una senda se extendía paralelamente al cercado por la parte exterior. Seguía tumbado boca abajo en el suelo. Recorrió el terreno con la mirada y, justo enfrente, a unos cuatrocientos metros al final de una ligera pendiente, divisó unas casas. A la derecha vio unas cuantas vacas pastando. «¿Por qué nadie ha oído los disparos y se ha acercado para averiguar qué pasaba? Es verano. Puede que no haya nadie en casa ahora mismo.»

Salir a los pastos no constituía una opción -allí estaría completamente expuesto-, pero, por otra parte, la senda paralela al cercado era el lugar donde él se habría colocado para tener el campo libre y disparar. Arrastrándose, se adentró en la maleza hasta que ésta terminó y un ralo bosque de pinos tomó el relevo.

De regreso a casa, Mikael tomó el camino más largo, rodeando los terrenos de Östergården y atravesando Söderberget. Al dejar atrás Östergården se percató de que el coche no estaba. Se detuvo en la cima de Söderberget y contempló Hedeby. En las viejas casetas de pescadores del puerto había varios veraneantes. Algunas mujeres en bañador hablaban sentadas en el embarcadero; a su lado, unos niños chapoteaban en el agua. Percibió el olor a barbacoa.

Mikael consultó su reloj: las ocho pasadas. Habían transcurrido cincuenta minutos desde los disparos. Gunnar Nilsson, en pantalones cortos y con el torso desnudo, estaba regando el césped de su casa. «¿Cuánto tiempo llevas ahí?» En la casa de Henrik Vanger no había nadie, a excepción de Anna Nygren, el ama de llaves. La casa de Harald Vanger, como siempre, daba la impresión de hallarse abandonada. De pronto descubrió a Isabella Vanger en el jardín trasero de su casa. Estaba sentada hablando con alguien. Mikael tardó un segundo en darse cuenta de que se trataba de la enfermiza Gerda Vanger, nacida en 1922, que vivía con su hijo Alexander Vanger en una de las casas situadas más allá de la de Henrik. No habían sido presentados, pero en varias ocasiones la había visto en ese mismo jardín. La casa de Cecilia Vanger parecía desierta; de repente, Mikael vio una luz encenderse en la cocina. «Está en casa. ¿El tirador había sido una mujer?» No le cabía la menor duda de que Cecilia Vanger sabía manejar una escopeta. Más allá pudo apreciar el coche de Martin Vanger en el patio de su chalé. «¿Cuánto tiempo llevas ahí?»

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